Los ramos visten de luz
el camino este domingo. De luz y de alegría. Jesús entra montado en un pollino: “Se
lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos. Según iba avanzando, la
gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada
del monte de los Olivos. La masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron
a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: –
¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria
en lo alto”.
Me cuesta entender esta
escena. Jesús acaba de hacer algunos milagros. Se acerca a Jerusalén. Quiere
entrar subido en un pollino. La gente lo ve y le aclama con ramos y con sus
mantos. La Semana Santa empieza siempre con esta entrada festiva. Todos
nos alegramos con los ramos en las manos.
Esta fue su última
Pascua. Fue la última vez y quiso entrar de una forma diferente. La gente se
alegra hoy al ver a Jesús, su rey, montado en un pollino. Se cumple lo que
decía Zacarías 9,9: “Regocíjate hija de Sion. He aquí, tu rey viene a
ti, justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino,
hijo de asna”.
La profecía se hace
realidad en su carne. Con su entrada triunfal parece que viene a
devolver la libertad a un pueblo cautivo. Como si se tratara de un nuevo
emperador que llegara con sus tropas a conquistar la nueva tierra vencida.
Me impresiona este
momento de fiesta al comienzo de su muerte. Este instante de alegría desbordante, de pasión
ante la vida de un hombre que está a punto de morir. ¿Qué habría en el corazón
de Jesús ese mismo día? ¿Qué sentimientos? ¿Qué miedos?
Me gustaría asomarme a
su alma a las puertas de Jerusalén. Caminar a su lado, colocando mi manto a sus
pies. Me gustaría escuchar sus silencios y notar el latido de su corazón
expectante. ¿Cuál era el querer de Dios ese día en que tantos lo aclamaban?
¿Qué pensarían sus
discípulos felices de verlo caminar aclamado por las masas y cumpliendo las
Escrituras? Tal vez en ese momento estarían vencidos sus miedos. Se animarían
al pensar que todos lo seguían, lo querían y nadie se atrevería a hacerle daño.
¿Por qué había que
temer? Jesús iba a imponer su reino de verdad y justicia, de libertad y de
amor. Nadie podría detener sus pasos. Era tanta la alegría
que los miedos quedaban ocultos.
Jesús hoy se deja hacer: “Le ayudaron a montar”. Lo
montan en un pollino. Jesús es llevado hoy de la misma forma como luego
será llevado a la cruz. En el éxito y en el fracaso. En la vida y en
la muerte. En la luz y en la oscuridad.
Miro el corazón de Jesús
este día. ¿Qué sentiría al comenzar esta Semana Santa? Llega a Jerusalén. Ha
sido un largo camino. Un camino lleno de incertidumbres. Entra. ¡Cuántos
recuerdos se agolparían en su mente al recorrer en el pollino las calles de
Jerusalén!
Lo guían. Él no marca el
camino.
Como cuando iba al templo llevado por sus padres. Lo mismo que después cuando
atraviese la ciudad rumbo al Calvario. No decide ahora Él. Se deja
llevar.
Pienso en cuánto me
cuesta a mí que otros decidan por mí, que marquen mi camino, que me lleven donde no he
decidido ir. Es fuerte el orgullo.
Jesús se humilla de
nuevo subido en un pollino y guiado por esas calles de Jerusalén. Me
impresiona la humildad de Jesús. Jesús atraviesa la puerta de su
ciudad. Se llama puerta dorada. No es precisamente la puerta de la
misericordia.
Pero pienso que al pasar
hoy por ella, al obedecer y dejarse llevar, al ser dócil a su destino,
está entrando hondo en la puerta del corazón de su Padre, que lo abraza y lo
sostiene. Se deja hacer, y Dios, su Padre, hace. Cava hondo. Lo abraza. Lo
cuida. Lo moldea.
¡Cuánto nos duele
obedecer y dejar que nos lleven donde no queremos ir! Jesús llevado en un
pollino. Jesús llevado con la cruz en el Calvario.
En la humildad de su
obediencia me siento muy cerca de Jesús. Tal vez su fracaso humano me recuerda
que yo también estoy hecho de barro y caigo.Su fracaso me acerca a Él y a
todos los momentos de desaliento de mi vida, a todos mis proyectos frustrados.
Cuando no sale todo como
yo quería y sólo me queda obedecer. Cuando no decido yo. Cuando no soy yo el
que lleva las riendas de mi vida. Jesús se deja llevar en ese fracaso que Él no
había deseado.
Ha entregado la vida. Ha
servido con amor a todos. Se ha entregado hasta el final. Pero no le han
comprendido ni han tomado sus palabras en sus vidas. No han acogido
tanto amor. No han comprendido que su vida era una ofrenda de amor del Padre.
Lo han rechazado porque
su vida era molesta. La vida del justo incomoda al injusto. La vida del que ama
incomoda al que odia. Su fracaso es el fracaso del amor rechazado. Se deja
guiar. Ahora se deja conducir donde no quiere ir.
Lo aclaman y alaban pero
Jesús ve más allá,
ve más hondo. Sabe lo que está ocurriendo. Tiene la certeza de su fracaso.
Pienso en lo que a mí me costaría sentir que todo aquello a lo que he dedicado
mi vida no da el fruto que yo esperaba. Cuando no me acogen.
Es verdad que el fruto
de una entrega se mide en el eco silencioso que ha tenido en el corazón de
personas, y no en números. Y es verdad que su amor había quedado impreso a
fuego en muchos corazones.
Había intentado sanar a
muchos. ¡Cuántas veces habría orado por los suyos, a los que amaba! ¡Cuántas
personas habría curado con sus manos, con sus palabras! Quedan muchas personas
a las que curar, muchos a los que salvar.
Hay muchas heridas
todavía que consolar y aliviar. ¿Por qué se deja llevar ahora? ¿Por qué no toma su vida en sus
manos y decide y actúa?
Me gustaría gritarle a
Jesús que hoy se volviera, que no entrara, que no se dejara llevar. Que
detuviera la fiesta.
Sé que Jesús no busca la
muerte, no la quiere, pero siente en su corazón que esa Pascua tiene que
pasarla en Jerusalén, con los suyos. No quiere dejar de hacer nada de lo que
hacía siempre esos días de fiesta. Obedece. Se deja hacer. Confía. Cree contra
toda esperanza. Se abandona en los brazos de su Padre.
Decía el padre José
Kentenich: “El heroísmo de la infancia espiritual o bien, la genialidad
de la ingenuidad. Necesitamos una extraordinaria genialidad para madurar
interiormente y sortear las dificultades que se nos presenten. Sólo un
salto mortal en los brazos de Dios nos podrá salvar”[1].
Igual que hizo toda su
vida desde que nació en Belén, vuelve a confiar. Siempre se dejó hacer. El hijo
obediente hasta la cruz. Me impresiona su docilidad y su heroísmo. Un
salto mortal en brazos de Dios.
[1] J. Kentenich, Pedagogía de
los ideales
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