lunes, 24 de marzo de 2014

EL QUE SE GLORÍE, QUE SE GLORÍE EN EL SEÑOR. De las homilías de san Basilio Magno, obispo.

No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza. Entonces, ¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla su grandeza? Quien se gloria —continúa el texto sagrado—, que se gloríe de esto: de conocerme y comprender que soy el Señor.
En esto consiste la sublimidad del hombre, su gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la gloria. [...] Por tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo perfecto e irreprochable en el Señor es no enorgullecernos de nuestra propia justicia, sino reconocer que en verdad carecemos de ella y que lo único que nos justifica es la fe en Cristo.
En esto precisamente se gloría Pablo, en despreciar su propia justicia y en buscar la que se obtiene por la fe y que procede de Dios, para así tener íntima experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la comunión en sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos.
 Así caen por tierra toda altivez y orgullo. El único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo; de esta vida poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios. [...]

Dios saca del peligro más allá de toda esperanza humana. En nuestro interior dice también el Apóstol— dimos por descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos salvó y nos salva de esas muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando.

Dios nos salva en nuestras equivocaciones, no en nuestras seguridades, dice el Papa en su homilía


No nos salva nuestra seguridad de observar los mandamientos, sino la humildad de tener siempre necesidad de ser curados por Dios: es cuanto, en síntesis, afirmó esta mañana el Papa Francisco en su homilía de la Misa presidida en la Capilla de la Casa de Santa Marta.

“Ningún profeta es bien aceptado en su patria”: la homilía del Papa comenzó con estas palabras de Jesús dirigidas a sus coterráneos, los habitantes de Nazaret, ante los cuales no pudo hacer milagros, porque “no tenían fe”. Jesús les recuerda dos episodios bíblicos: el milagro de la curación de la lepra de Naamán el Sirio, en tiempos del profeta Eliseo, y el encuentro del profeta Elías con la viuda de Sarepta de Sidón, quien fue salvada de la carestía.

“Los leprosos y las viudas – explicó el Papa Francisco – en aquel tiempo eran marginados”. Y sin embargo, estos dos marginados, acogiendo a los profetas, fueron salvados. En cambio, los nazarenos no aceptan a Jesús porque “estaban tan seguros en su ‘fe’, tan seguros en su observancia de los mandamientos, que no tenían necesidad de otra salvación”:

“Es el drama de la observancia de los mandamientos sin fe: ‘Yo me salvo solo, porque voy a la sinagoga todos los sábados, trato de obedecer a los mandamientos, ¡pero que éste no venga a decirme que eran mejor que yo aquel leproso y aquella viuda!’. ¡Esos eran marginados! Y Jesús nos dice: ‘Pero, mira, si tú no te marginas, no te sientes en el margen, no tendrás salvación’. Ésta es la humildad, el camino de la humildad: sentirse tan marginados que tenemos necesidad de la salvación del Señor. Sólo Él salva, no nuestra observancia de los preceptos. Y esto no gustó, se enojaron y querían matarlo”.

La misma rabia – comentó el Papa – afecta, inicialmente, también a Naamán, porque considera ridículo y humillante la invitación de Eliseo de bañarse siete veces en el río Jordán para quedar curado de la lepra. “El Señor le pide un gesto de humildad, que obedezca como un niño, que haga el ridículo”. Se va desdeñado, pero después, convencido por sus siervos, vuelve y hace cuanto le dijo el profeta. Aquel acto de humildad lo cura. “Es éste el mensaje de hoy, en esta tercera semana de Cuaresma” – afirmó el Papa – y señaló que si queremos ser salvados, “debemos elegir el camino de la humildad”:

“María en su Cántico no dice que está contenta porque Dios ha mirado su virginidad, su bondad y su dulzura, tantas virtudes que ella tenía. No. Sino porque el Señor ha mirado la humildad de su sierva, su pequeñez, su humildad. Es lo que mira el Señor. Y debemos aprender esta sabiduría de marginarnos, para que el Señor nos encuentre. No nos encontrará en el centro de nuestras seguridades, no, no. Allí no va el Señor. Nos encontrará en la marginación, en nuestros pecados, en nuestras equivocaciones, en nuestras necesidades de ser curados espiritualmente, de ser salvados; allí nos encontrará el Señor”.

“Es éste – reafirmó Francisco – el camino de la humildad”:
“La humildad cristiana no es la virtud de decir: ‘Pero, yo no sirvo para nada’ y esconder la soberbia allí, ¡no, no! La humildad cristiana es decir la verdad: ‘Soy pecador, soy pecadora’. Decir la verdad: es ésta nuestra verdad. Pero hay otra: Dios nos salva. Pero nos salva allá, cuando nosotros somos marginados; no nos salva en nuestra seguridad. Pidamos la gracia de tener esta sabiduría de marginarnos, la gracia de la humildad para recibir la salvación del Señor”.

(María Fernanda Bernasconi – RV).

“La sed de Jesús no era tanto de agua como de encontrar un alma sedienta de Dios, para suscitar en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana”, Francisco en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
el Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, sucedido en Sicar, junto a un antiguo pozo donde la mujer iba cada día, para sacar agua. Aquel día se encontró a Jesús, sentado, “fatigado por el viaje” (Juan 4, 6).

 El inmediatamente le dice, “dame de beber” (v 7, 7). De este modo supera las barreras de hostilidad, que existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas del prejuicio en frente a las mujeres. El simple pedido de Jesús es el inicio de un dialogo sincero, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales, no tendría ni si quiera que haberle dirigido la palabra
Pero Jesús lo hace, eh? Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve una persona va adelante porque ama, nos ama a todos, no pasa de largo jamás ante una persona por prejuicios. Jesús pone a la samaritana frente a su realidad, no juzgándola sino haciéndola sentir considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Aquella de Jesús era una sed no tanto de agua, sino de encontrar un alma sedienta. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma. 
La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús aquellas preguntas profundas que todos tenemos dentro, pero que muchas veces ignoramos.
 

Queridos hermanos y hermanas, ¡también nosotros tenemos tantas preguntas para hacer, pero no encontramos el coraje de dirigirlas a Jesús! La Cuaresma es el tiempo oportuno para mirarse dentro, para hacer surgir nuestros deseos espirituales más verdaderos y pedir la ayuda del Señor en la oración.
 El ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: “ Jesús dame de esa agua así no tendré más sed”.
El evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su maestro hablara con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por eso no tiene temor de detenerse con la samaritana: la misericordia es más grande que el prejuicio. 

La misericordia es más grande que el prejuicio, esto tenemos que aprenderlo bien, eh? La misericordia es más grande que el prejuicio y Jesús es tan misericordioso, tanto. El resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer fue transformada: “dejó su cántaro” (v 28) y corre a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. He encontrado un hombre que me ha dicho todas la cosas que yo he hecho, quizás es el Mesías. ¡Estaba entusiasmada! Había ido a buscar agua del pozo, y ha encontrado otra agua, el agua viva de la misericordia que salta hasta la vida eterna. ¡Ha encontrado el agua que buscaba desde siempre!, corre al pueblo, aquel pueblo que la juzgaba y la rechazaba, y anuncia que ha encontrado al Mesías: uno que le ha cambiado la vida. Porque cada encuentro con Jesús, nos cambia la vida, siempre un paso más adelante, un paso más cerca de Dios. Y así cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, eh? ¡Siempre es así!
En este evangelio encontramos también nosotros el estímulo para “dejar nuestro cántaro”, símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde valor frente al “amor de Dios”. Todos tenemos uno, todos tenemos uno o más de uno eh? Yo les pregunto a ustedes, también a mí: cuál es tu cántaro interior, aquel que te pesa, aquel que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón sintamos la voz de Jesús que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y como la samaritana, ha dar testimonio a nuestros hermanos de la alegría del encuentro con Jesús; testimoniar la alegría del encuentro.
Cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. También cada encuentro con Jesús nos llena de alegría, aquella alegría interior que nos viene. Y así el Señor hace estas cosas maravillosas. El Señor sabe actuar en nuestro corazón cuando nosotros somos valientes y dejamos aparte nuestro cántaro.