martes, 25 de septiembre de 2012

La humildad


Haz todas las cosas, por pequeñas que sean, con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar aun en las cosas más insignificantes. 

Por la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere singularizarse siempre, así el humilde se complace en las cosas corrientes y ordinarias.

Abandónate por completo en las manos de Dios y sigue las disposiciones de su amable Providencia, como un hijo cariñoso se abandona en los brazos de su amado padre. Déjale hacer lo que Él quiera, sin turbarte e inquietarte por lo que pueda suceder; acepta con alegría, con confianza y con respeto todo lo que de Él venga. Obrar de otro modo sería una ingratitud hacia la bondad de su corazón, sería desconfiar de Él. La humildad nos abisma de manera infinita bajo el ser infinito de Dios; pero al mismo tiempo nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro consuelo.

Piensa, por último, que nuestro divino Maestro aconsejaba a sus discípulos que se tuviesen por siervos inútiles aun después de haber hecho todo lo que les había sido mandado . De la misma manera, tú, cuando hayas observado con la máxima exactitud estos consejos, debes tenerte por siervo inútil; convéncete que lo debes no a tus fuerzas y méritos, sino a la bondad y a la infinita misericordia de Dios; dale gracias por tan gran beneficio de todo corazón. Finalmente pídele todos los días que te conserve este tesoro hasta el momento en que tu alma, desligada de los vínculos que la tenían atada a las criaturas, vuele libremente hacia el seno de su Creador para gozar allí eternamente de la gloria que está reservada a los humildes.
S. S. León XIII