La generosidad es una de las virtudes fundamentales del cristiano. La generosidad es la virtud que nos caracteriza en nuestra imitación de Cristo, en nuestro camino de identificación con Él. Esto es porque la generosidad no es simplemente una virtud que nace del corazón que quiere dar a los demás, sino la auténtica generosidad nace de un corazón que quiere amar a los demás. No puede haber generosidad sin amor, como tampoco puede haber amor sin generosidad. Es imposible deslindar, es imposible separar estas dos virtudes.
¿Qué amor puede existir en quien no quiera darse? ¿Y qué don auténtico puede existir sin amor? Esta unión, esta intimidad tan estrecha entre la generosidad y la misericordia, entre la generosidad y el amor, la vemos clarísimamente reflejada en el corazón de nuestro Señor, en el amor que Dios tiene para cada uno de nosotros, y en la forma en que Jesucristo se vuelca sobre cada una de nuestras vidas dándonos a cada uno todo lo que necesitamos, todo lo que nos es conveniente para nuestro crecimiento espiritual.
El cristiano tiene que aprender a abrir su corazón
verdaderamente a todos los que lo rodean, y entonces, las prioridades cambian:
ya no me preocupo si esto me interesa o no; la única preocupación que acabo por
tener es si me estoy entregando totalmente o me estoy entregando a medias; si
estoy dándome, incluso a costa de mí mismo, o estoy dándome calculándome a mí
mismo. En el fondo, estos dos modelos que aparecen son aquellos que, o siguen a
Cristo, o se siguen así mismos.
Ser perfectos no es, necesariamente, ser perfeccionistas.
Ser perfectos significa ser capaces de llevar hasta el final, hasta todas las
consecuencias el amor que Dios ha depositado en nuestro conrazón. Ser perfecto no es terminar todas las cosas hasta el último detalle; ser perfecto es amar sin niguna medida, sin ningún límite, llegar hasta el final consigo mismo en el amor.
Para todos nosotros, que tenemos una vocación cristiana
dentro de la Iglesia, se nos presenta el interrogante de si estamos siendo
perfeccionistas o perfectos; si estamos llegando hasta el final o estamos
calculando; si estamos amando a los que nos aman o estamos entregándonos a
costa de nosotros mismos.
Estas preguntas, que en nuestro corazón tenemos que
atrevernos a hacer, son las preguntas que nos llevan a la felicidad y a
corresponder a Dios como Padre nuestro, y, por el contrario, son preguntas que,
si no las respondemos adecuadamente, nos llevan a la frustración interior, a la
amargura interior; nos llevan a un amor partido y, por lo tanto, a un amor que
no satisface el alma.
Pidámosle a Jesucristo que nos ayude a no fragmentar nuestro
corazón, que nos ayude a no calcular nuestra entrega, que nos ayude a no
ponernos a nosotros mismos como prioridad fundamental de nuestro don a los
demás. Que nuestra única meta sea la de ser perfectos, es decir, la de amar
como Cristo nos ama a nosotros.
P. Cipriano Sánchez