lunes, 23 de junio de 2014

Evangelizadores con Espíritu


Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.


Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. 

Una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.

Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Y no digamos que hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy[207].


La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos!

A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza»

No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.

 Comentarios que hizo nuestro Papa Francisco en su Exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” sobre los evangelizadores:

“La persona que juzga se equivoca, se confunde y se derrota", el Papa en la misa de Santa Marta


Quien juzga al hermano, se equivoca, y terminará por ser juzgado al mismo modo. Dios es “el único Juez” y quien es juzgado podrá contar siempre con la defensa de Jesús, su primer defensor, y con el Espíritu Santo. Lo afirmó el Papa Francisco en la homilía de la Santa Misa de esta mañana, celebrada en la Casa de Santa Marta.
 


Usurpador de un puesto y de un rol que no le compete, y además, también un derrotado, porque terminará víctima de su misma falta de misericordia. Esto es lo que sucede a quien juzga a un hermano. El Papa Francisco hablando hoy del párrafo del Evangelio sobre la paja y la viga en el ojo, distingue claramente: “La persona que juzga –dice– se equivoca, se confunde y se derrota”, porque “toma el puesto de Dios, que es el único juez”. Aquel apelativo, “hipócritas”, que Jesús dirige varias veces a los doctores de la ley, en realidad va dirigido a cualquier persona. También porque, observa el Papa, quien juzga lo hace “rápido”, mientras que “Dios, para juzgar, se toma tiempo”:
 

“Por eso, quien juzga se equivoca, simplemente porque toma un lugar que no es para él. Pero no sólo se equivoca, también se confunde. ¡Está tan obsesionado con aquello que tiene que juzgar en aquella persona – ¡tan, pero tan obsesionado! – que aquella pajita no lo deja dormir! ‘¡Pero yo quiero sacarte esa pajita’!... y no se da cuenta de la viga que él tiene. Se confunde: cree que la viga es aquella paja. Confunde la realidad, es un fantasioso. Y quien juzga acaba derrotado, termina mal, porque la misma medida será usada para juzgarlo a él. El juez que se equivoca, porque toma el lugar de Dios –soberbio, autosuficiente– apuesta por una derrota. ¿Y cuál es la derrota? Aquella de ser juzgado con la misma medida con la que él juzga.”
 

“El único que juzga es Dios, y aquellos a los que Dios les da potestad para hacerlo”, añade el Papa Francisco, que indica en la actitud de Jesús el ejemplo a imitar, respecto a quien no se hace escrúpulos en el realizar juicios sobre los otros:
“Jesús, delante del Padre, ¡nunca acusa! Es al contrario: ¡defiende! Es el primer Paráclito. Después nos envía al segundo, que es el Espíritu Santo. Él es el defensor: está delante del Padre para defendernos de las acusaciones. ¿Y quién es el acusador? En la Biblia, se llama ‘acusador’ al demonio, a Satanás. Jesús juzgará, sí: al final del mundo, pero mientras tanto intercede, defiende…”
 

En definitiva, quien juzga –afirma el Papa Francisco– “es un imitador del Príncipe de este mundo, que va siempre detrás de las personas para acusarlas delante del Padre”. Que el Señor –concluye– “nos de la gracia de imitar a Jesús intercesor, defensor, abogado, nuestro y de los otros”. Y de “no imitar al otro, que al final nos destruirá”:
 

Si nosotros queremos ir por el camino de Jesús, más que acusadores tenemos que ser defensores de los otros delante del Padre. Yo veo una cosa fea en otro, ¿voy a defenderlo? ¡No! ¡Quedate callado! Andá a rezar y defendelo delante del Padre, como hace Jesús! ¡Rezá por él, pero no lo juzgués! Porque si lo hacés, cuando vos harás algo malo, serás juzgado. Recordemos esto bien, nos hará bien en la vida de todos los días, cuando nos vienen las ganas de juzgar a los otros, de hablar de ellos, que es una forma de juzgar”.
(Traducción de Mariana Puebla y Eduardo Rubiò)