domingo, 5 de abril de 2015

La Santa Ignorancia sobre una mujer santa

El próximo (pasado) 28 de marzo se conmemora el quinientos aniversario del nacimiento de Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como santa Teresa de Jesús. Cientos de actos se van a realizar con motivo de este quinto centenario. La mayoría tendrán a los poderes públicos y a las instituciones eclesiásticas como patrocinadores y organizadores. Algún que otro homenaje literario y escasos eventos feministas.
A esta notable mujer y escritora del siglo XVI se le adjudicó, en su época, pobreza de razón; se la acusó de tener descontroladas las emociones y se la etiquetó como mujer carente de voz narrativa. No acertaron ni una. Esta obsesión, tan hispana, en rebajar las cualidades, cuando no de negarlas, acompañó a Teresa durante toda su vida. El propio nuncio del Papa, Filippo Sega, la definió como “fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, enseñando como maestra, contra lo que San Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen”.
Teresa ocultó toda su vida que su abuelo paterno, Juan Sánchez de Toledo, fue procesado por la Inquisición de Toledo en 1485 y acusado de judaizar (fue reconciliado y obligado a salir en procesión con su correspondiente sambenito). Oculta como su abuelo y su padre salieron de Toledo, cambiaron sus apellidos en Ciudad Real y obtuvieron en pleito de hidalguía la correspondiente limpieza de sangre. Se trasladaron a Ávila con una nueva identidad. Es curioso que este secreto no fuera desvelado hasta 1945. Cuatrocientos treinta años después.
Teresa, la mujer, les dice a sus compañeras, descontentas con el nivel de exigencia de la vida religiosa, que ¿de qué se quejan si se han salvado de la servidumbre al hombre? Teresa, la escritora, les ruega a quienes envía, para su lectura, su Libro de la Vida, que lo copien a mano para que no se reconozca su letra. Teresa, la mística, recomienda a sus compañeras la oración interior, sin espectáculo, sin altavoz. Les insiste en que no es necesario ningún mediador entre una mujer y Dios; cuestiona con inteligencia el papel de intermediario y mediador que la jerarquía eclesiástica masculina monopolizaba (por este mismo razonamiento fue perseguida su predecesora Teresa de Cartagena, otra mujer y escritora).
La vida de esta mujer es un continuo ejercicio de resistencia y creación. En Córdoba es acusada ante el Tribunal de la Inquisición por Alonso López, comisario del Santo Oficio de la ciudad. Este cordobés escribe un informe infame “Contra Teresa de Ávila, monja carmelita de Ávila”. En Sevilla es denunciada ante el Tribunal de la Inquisición por María del Corro, antigua compañera suya. Teresa no encuentra en Sevilla sosiego para su labor; le escribe a su sobrina una carta en la que describe con crudeza “las injusticias que se guardan en esta tierra son extrañas, la poca verdad, las dobleces; digo que con razón tiene la fama que tiene (…)”. La poderosa princesa de Éboli levanta varias acusaciones contra ella en Madrid… Se resiste a aplicar los Estatutos de Limpieza de Sangre que el Santo Oficio le exige en sus conventos. Les responde: Siempre he admirado mucho más la virtud que el linaje. Su propio confesor le ruega que queme sus comentarios al Cantar de los Cantares, pues una mujer no debe ni puede interpretar las Sagradas Escrituras… No tiene Teresa un tiempo de tranquilidad. Todo el itinerario de su vida transcurrió vigilado y sospechado.

El desprecio como mujer. La envidia como escritora. Y donde no llegan los anteriores sentimientos acuden el resentimiento y rencor. Ninguno de estos, que suelen salir victoriosos en sus empeños para inocular sus virus, pudieron con ella. Ni como mujer, ni como escritora, ni como mística. No entro a valorar su estatuto de santa ni su condición de Doctora de la Iglesia. Solo pretendo recordar que su condición de mujer, escritora y pensadora no es comprensible sin el conocimiento y reconocimiento de una vida y creación en permanente resistencia.

URBI ET ORBI 2015

“¡Jesucristo ha resucitado! ¡Feliz Pascua a todos! Mensaje y bendición del Papa al mundo entero

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!
¡Jesucristo ha resucitado!
El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.
Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.

Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: y esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla pueden ir hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».

La mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.

El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.

Esto no es debilidad, sino autentica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.

Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo. Son muchas.
Roguemos ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.
Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.
Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien de toda la población.
Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor que es tan misericordioso el acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.
Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su vida ―y pienso muy especialmente en los jóvenes asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia―, los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.

Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las partes interesadas.
Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que ganan con la sangre de hombres y mujeres.
Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora y sanadora del Señor Jesús: «La paz esté con ustedes». (Lc 24,36). «No teman, he resucitado y siempre estaré con ustedes» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).

Saludos de Pascua del Santo Padre

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

El Evangelio es una Buena Noticia cuya alegría arraiga en el primer domingo de Pascua. Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Por eso, como dice el papa Francisco, “no huyamos nunca de la Resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase, que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia delante”, porque “nadie queda excluido de la alegría que nos reporta el Señor (EG 3). 
Esta fue la experiencia de los apóstoles: aquel galileo que “pasó por la vida  haciendo el bien·”, liberando a los oprimidos y que fue condenado y crucificado por los poderosos de este mundo sigue vivo y nos convoca a anunciar y hacer histórica la Buena Noticia del amor y la alegría en nuestro mundo. Como Magdalena, Pedro y Juan “aun cuando estaba oscuro” podemos detectar  las huellas del Resucitado en el corazón de la vida. Para ellos necesitamos “una mirada de fe” que va mas allá de los datos empíricos de “un sepulcro vacio”, acoger y abrirnos a una nueva dimensión que nos hace descubrir que la realidad está habitada por una presencia que la dota de posibilidades insospechadas e imprevisibles. Por eso los signos no son prueba de fe, sino que es la fe la que descubre signos, porque a menudo lo  aparente no es lo real y lo que se ve no es siempre lo que hay que creer. Por eso no se  trata de ver para creer, sino de creer para ver.

 La experiencia de la Resurrección nos da unos “nuevos ojos” que nos permite captar las “chispas de novedad”, las oportunidades y no sólo los inconvenientes que están en lo hondo de toda persona y realidad. Desde esta nueva sensibilidad podemos también como los apóstoles “entender las Escrituras”, experimentar vitalmente que las promesas de Dios en Cristo han quedado cumplidas y que a la vez  necesita de nosotros para seguir llevando adelante su Buena Noticia en la historia. 
El Resucitado se deja reconocer por sus efectos en nuestro corazón. Experimentar su presencia no va liberando de la desconfianza y el miedo, nos reconcilia con nosotros mismos y con los demás, nos despierta el gozo profundo de la apuesta por la vida en toda situación por adversa que sea y nos convoca con otros y otras a ser  testigos de su esperanza y su alegría. La comunidad nace en este primer domingo de Pascua. El Espíritu del Resucitado nos urge a renovarnos profundamente como iglesia revitalizando nuestra dimensión misionera con creatividad y nos invita a ser una iglesia siempre de “puertas abiertas”, que sale con humildad al encuentro de la humanidad más herida sin miedo mancharse ni quedar salpicada por ella pues se siente carne de su carne (EG. 49).

Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015

"Es un error buscar a Jesús en el mundo de los muertos" Id a Galilea, allí lo veréis

El relato evangélico que se lee en la noche pascual es de una importancia excepcional. No solo se anuncia la gran noticia de que el crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica, además, el camino que hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él. Marcos habla de tres mujeres admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María la de Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo que solo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro a embalsamar su cadáver».

Lo sorprendente es que, al llegar al sepulcro, observan que está abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven vestido de blanco» que las tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que jamás hubieran sospechado.
Pero, si no está en el sepulcro, ¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos podemos encontrar con él? El joven les recuerda a las mujeres algo que ya les había dicho Jesús: «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para «ver» al resucitado hay que volver a Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?
Al resucitado no se le puede «ver» sin hacer su propio recorrido. Para experimentarlo lleno de vida en medio de nosotros, hay que volver al punto de partida y hacer la experiencia de lo que ha sido esa vida que ha llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si no es así, la «Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma sagrado, pero no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.

Galilea ha sido el escenario principal de su actuación. Allí le han visto sus discípulos curar, perdonar, liberar, acoger, despertar en todos una esperanza nueva. Ahora sus seguidores hemos de hacer lo mismo. No estamos solos. El resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo si caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para experimentar al «resucitado» no es el estudio de la teología ni la celebración litúrgica sino el seguimiento fiel a Jesús.
José Antonio Pasgola


VIGILIA PASCUAL

La injusticia y el sufrimiento no tienen la última palabra sobre la historia. Hay formas de vivir  que revelan que el amor es más poderoso que la muerte y que la Palabra encarnada de Dios actúa fecundamente en la historia, de modo que nunca retorna a Él vacía, aunque tenga que atravesar la densidad del sufrimiento. 

La palabra de Dios es creadora y apuesta siempre por la vida frente a toda forma de violencia, opresión o muerte. Así se nos ha ido revelando a lo largo de la historia de la salvación como los textos de la Vigilia Pascual ponen de manifiesto. Ni siquiera el pecado puede romper esta opción amorosa de Dios por la humanidad y la creación.Pese a nuestras dificultades, esclavitudes e infidelidades Dios sigue apostando por nosotros, incluso en los momentos de absoluta oscuridad, cuando no vemos ninguna salida, cuando nos asalta la certeza de que todo está perdido. Dios se nos ofrece “de balde” sin imponerse, sino mas bien exponiéndose a nuestra libertad y acogida. Como dice el papa Francisco su amor inquebrantable “nos permite levantar la cabeza y volver a empezar con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría “(EG 3). Su gratuidad tiene capacidad de  transformar el corazón de piedra en un corazón de carne y sellar una nueva alianza que en Jesucristo alcanza su plenitud.

Por eso la vida cristiana no termina en la cruz, sino que nace en la noche de Pascua. En la tradición mística de la Iglesia existe una corriente dentro de la espiritualidad femenina que identifica la cruz con la imagen de un parto en el que a Dios se les rasgan las entrañas y da a luz una nueva humanidad. La Resurrección de Jesús lo renueva todo nos abre a la novedad de su Espíritu vivificante y reciclador. Pero a la vez la Resurrección se nos da en primicia (1 Cor 15,20) y como toda primicia tiene algo de seminal, porque lo nuevo siempre nace pequeño. Quizás por eso necesitamos liberar nuestra concepción de la Resurrección de todo tipo de triunfalismo ya que la experiencia de la Resurrección  es siempre humilde y un tanto opaca porque la  realidad no deja de perder su densidad y dureza y sólo   podemos captar su huella con los ojos de la fe. La Resurrección nos cambia la mirada, la libera del daltonismo espiritual que a veces nos invade, que consiste en detectar sólo el rojo del sufrimiento que nos rodea y a tener una especie de incapacidad para detectar el verde esperanza que también está junto a nosotros.


También nosotros y nosotras, como las mujeres que acudieron aquella mañana de Pascua al sepulcro, podemos estar empeñados en buscar a Cristo en un lugar equivocado. Es en el corazón de la vida, en nuestra Galilea cotidiana donde podemos hallarle y reconocerle en la hondura de lo ordinario dotándolo de sentido y fuerza regeneradora. Como el ángel a las mujeres son muchos los mensajeros que pone nuestro camino para señalarnos que su lugar no es la muerte si no la vida, no es el llanto ni el duelo, sino la alegría. El Resucitado nos “primerea” en el amor y nos invita a involucrarnos con Él en la tarea de acompañar a las personas y hacer de la vida una fiesta permanente y no una pesadilla, a ser una iglesia “en salida” presente en los periferias que necesitan la luz del Evangelio (EG24, 20).
Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015

“No se puede vivir la Pascua sin entrar en el misterio”, homilía en noche de Vigilia

Esta noche es noche de vigilia.
El Señor no duerme, vela el guardián de su pueblo (cf. Sal 121,4), para sacarlo de la esclavitud y para abrirle el camino de la libertad.
El Señor vela y, con la fuerza de su amor, hace pasar al pueblo a través del Mar Rojo; y hace pasar a Jesús a través del abismo de la muerte y de los infiernos.
Esta fue una noche de vela para los discípulos y las discípulas de Jesús. Noche de dolor y de temor. Los hombres permanecieron cerrados en el Cenáculo. Las mujeres, sin embargo, al alba del día siguiente, fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Sus corazones estaban llenos de emoción y se preguntaban: «¿Cómo haremos para entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de la tumba?...». Pero he aquí el primer signo del Acontecimiento: la gran piedra ya había sido removida, y la tumba estaba abierta.
«Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco» (Mc 16,5). Las mujeres fueron las primeras que vieron este gran signo: el sepulcro vacío; y fueron las primeras en entrar.
«Entraron en el sepulcro». En esta noche de vigilia, nos viene bien detenernos en reflexionar sobre la experiencia de las discípulas de Jesús, que también nos interpela a nosotros. Efectivamente, para eso estamos aquí: para entrar, para entrar en el misterio que Dios ha realizado con su vigilia de amor.
No se puede vivir la Pascua sin entrar en el misterio. No es un hecho intelectual, no es sólo conocer, leer... Es más, es mucho más.
«Entrar en el misterio» significa capacidad de asombro, de contemplación; capacidad de escuchar el silencio y sentir el susurro de ese hilo de silencio sonoro en el que Dios nos habla (cf. 1 Re 19,12).
Entrar en el misterio nos exige no tener miedo de la realidad: no cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no entendemos, no cerrar los ojos frente a los problemas, no negarlos, no eliminar los interrogantes...
Entrar en el misterio significa ir más allá de las cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia que nos frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar un sentido no ya descontado, una respuesta no trivial a las cuestiones que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón.
Para entrar en el misterio se necesita humildad, la humildad de abajarse, de apearse del pedestal de nuestro yo, tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad para redimensionar la propia estima, reconociendo lo que realmente somos: criaturas con virtudes y defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio hace falta este abajamiento, que es impotencia, vaciándonos  de las propias idolatrías... adoración. Sin adorar no se puede entrar en el misterio.
Todo esto nos enseñan las mujeres discípulas de Jesús. Velaron aquella noche, junto la Madre. Y ella, la Virgen Madre, las ayudó a no perder la fe y la esperanza. Así, no permanecieron prisioneras del miedo y del dolor, sino que salieron con las primeras luces del alba, llevando en las manos sus ungüentos y con el corazón ungido de amor. Salieron y encontraron la tumba abierta. Y entraron. Velaron, salieron y entraron en el misterio. Aprendamos de ellas a velar con Dios y con María, nuestra Madre, para entrar en el misterio que nos hace pasar de la muerte a la vida.