La injusticia y el
sufrimiento no tienen la última palabra sobre la historia. Hay formas de vivir que revelan que el amor es más poderoso que la
muerte y que la Palabra encarnada de Dios actúa fecundamente en la historia, de
modo que nunca retorna a Él vacía, aunque tenga que atravesar la densidad del sufrimiento.
La palabra de Dios es creadora y apuesta siempre por la vida frente a toda
forma de violencia, opresión o muerte. Así se nos ha ido revelando a lo largo
de la historia de la salvación como los textos de la Vigilia Pascual ponen de manifiesto.
Ni siquiera el pecado puede romper esta opción amorosa de Dios por la humanidad
y la creación.Pese a nuestras dificultades, esclavitudes e infidelidades Dios
sigue apostando por nosotros, incluso en los momentos de absoluta oscuridad,
cuando no vemos ninguna salida, cuando nos asalta la certeza de que todo está
perdido. Dios se nos ofrece “de balde”
sin imponerse, sino mas bien exponiéndose a nuestra libertad y acogida. Como
dice el papa Francisco su amor inquebrantable “nos permite levantar la cabeza y
volver a empezar con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría “(EG 3). Su gratuidad tiene capacidad de transformar el corazón de piedra en un
corazón de carne y sellar una nueva alianza que en Jesucristo alcanza su
plenitud.
Por eso la vida cristiana no
termina en la cruz, sino que nace en la noche de Pascua. En la tradición
mística de la Iglesia existe una corriente dentro de la espiritualidad femenina
que identifica la cruz con la imagen de un parto en el que a Dios se les rasgan
las entrañas y da a luz una nueva humanidad. La Resurrección de Jesús lo renueva
todo nos abre a la novedad de su Espíritu vivificante y reciclador. Pero a la
vez la Resurrección se nos da en primicia (1 Cor 15,20) y como toda primicia tiene algo de seminal, porque lo nuevo siempre nace pequeño. Quizás
por eso necesitamos liberar nuestra concepción de la Resurrección de todo
tipo de triunfalismo ya que la experiencia
de la Resurrección es siempre humilde y
un tanto opaca porque la realidad no deja
de perder su densidad y dureza y sólo podemos captar su huella con los ojos de la fe.
La Resurrección nos cambia la mirada, la libera del daltonismo espiritual que a
veces nos invade, que consiste en detectar sólo el rojo del sufrimiento que nos rodea y a tener una especie de
incapacidad para detectar el verde
esperanza que también está junto a nosotros.
También nosotros y nosotras, como
las mujeres que acudieron aquella mañana de Pascua al sepulcro, podemos estar empeñados
en buscar a Cristo en un lugar equivocado. Es en el corazón de la vida, en
nuestra Galilea cotidiana donde podemos hallarle y reconocerle en la hondura de
lo ordinario dotándolo de sentido y fuerza regeneradora. Como el ángel a las
mujeres son muchos los mensajeros que pone nuestro camino para señalarnos que
su lugar no es la muerte si no la vida, no es el llanto ni el duelo, sino la
alegría. El Resucitado nos “primerea” en el amor y nos invita a involucrarnos
con Él en la tarea de acompañar a las personas y hacer de la vida una fiesta
permanente y no una pesadilla, a ser una iglesia “en salida” presente en los
periferias que necesitan la luz del Evangelio (EG24, 20).
Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015
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