viernes, 12 de octubre de 2012

Concilio vaticano II


"Carácter misionero de la Iglesia
17. Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20,21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28,19-20). 

Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra (cf. Act., 1,8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: " ¡Ay de mí si no evangelizara! " (1Cor., 9,16), por lo que se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. 
Por eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia El. 

Con su obra consigue que todo lo bueno que haya depositado en la mente y en el corazón de estos hombres, en los ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no desaparezca, sino que cobre vigor y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia condición de vida. 

Pero aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: "Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura" (Mal., 1,11). 

Así, pues ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal."


Jesús dio la misma dignidad a las mujeres que a los varones

Jesús se negó a considerar que las mujeres y los niños tuvieran menos importancia o fueran inferiores. Esto volvió del revés a una sociedad en la que los niños y las mujeres ocupaban uno de los últimos escalones.

Una de las formas en que Jesús volvió del revés su mundo consistió en conceder a las mujeres exactamente el mismo valor y la misma dignidad que a los varones. Destacó entre sus contemporáneos como el único maestro que podía contar con mujeres entre sus amigos y discípulos.

Se nos habla de María de Betania, a quien él animó a que se sentara a sus pies como un discípulo (Lc 10, 38-42). Su estrecha amistad con María Magdalena, a quién enseñó y con quien habló de muchas cosas.

El hecho de que se mezclara tan libremente con las mujeres, especialmente con las que eran conocidas como prostitutas, era un verdadero escándalo (Lc 7, 39; Mt 11, 19). Lo único que no le importaba a Jesús era su reputación.

Lo que sí que le preocupaba era la manera en que las prostitutas y las mujeres sorprendidas en adulterio eran tratadas en aquella sociedad. Ellas, y no los varones, eran acusadas y condenadas como pecadoras. La prostitución y el adulterio no son posibles si no hay demanda por parte de los varones y si éstos no proporcionan el dinero.

¿Por qué se echa siempre la culpa a las mujeres?. La posición de Jesús queda bellamente ilustrada en la escena en que salva a la mujer acusada de adulterio de los hombres que querían apedrearla (Jn, 8, 1-11)
Por Albert Nolan en el libro "Jesús, hoy"


Discurso de la Luna - Concilio Vaticano II