miércoles, 13 de enero de 2016

La curación de la suegra de Pedro

La obra salvadora de Cristo, no se agota con su persona durante su vida terrena; ésta prosigue mediante la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios hacia los hombres.

Al enviar en misión a sus discípulos, Jesús les confiere una doble misión: anunciar el Evangelio de la salvación y sanar a los enfermos. Fiel a esta enseñanza, la Iglesia siempre ha considerado la asistencia a los enfermos como parte integrante de su misión.

"Los pobres y los que sufren, los tendrán siempre”, advierte Jesús. Y la Iglesia continuamente les encuentra en la calle, considerando a las personas enfermas como una vía privilegiada para encontrar a Cristo, para acogerlo y servirlo.

Curar a un enfermo, acogerlo y servirlo es servir a Cristo, el enfermo es la carne de Cristo.

Esto sucede en nuestro tiempo, cuando a pesar de las diversas adquisiciones de la ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas despierta fuertes interrogantes sobre el sentido de la enfermedad y del dolor, y sobre el porqué de la muerte.

Son preguntas existenciales a las cuales la acción pastoral de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo delante de los ojos al Crucifico, en el cual aparece todo el misterio de salvación de Dios padre, que por amor de los hombres no escatimó a su propio Hijo.

Por lo tanto cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz del evangelio y la fuerza de la gracia a quienes sufren y a todos aquellos que los asisten, familiares, médicos, enfermeros, para que el servicio al enfermo sea realizado cada vez con más humanidad, con dedicación generosa, con amor evangélico, y con ternura. 

(Homilía de S.S. Francisco,  8 de febrero de 2015).

Jesús, puerta de Misericordia. Arzobispo de Barcelona.


Mirando desde el Tibidabo la ciudad de Barcelona, he observado una gran urbe y he pensado que el corazón de las personas que la habitan se puede ganar con el mismo amor que en cualquier rincón del planeta. Bajando a la ciudad he pensado que estamos en el Año de la Misericordia, que es precisamente un año único para poner a prueba nuestra estima, que se manifiesta en lo más tierno que tenemos los hombres y las mujeres en nuestro interior, como es el amor, la comprensión, el perdón y la capacidad de volver a empezar.

En mi camino de regreso a casa, cerca de la Catedral, me han preguntado dónde está la Puerta de la Misericordia en este Jubileo al que hemos sido llamados por el papa Francisco. Me ha parecido que lo que debía responder no es sólo dónde está el portalón que da acceso al templo, sino que el hecho de cruzarlo es dar un paso más allá...Debemos cruzar la puerta del amor que representa el Señor.

En el Antiguo Testamento, la primera manifestación de Dios al pueblo de Israel se revela a Moisés diciendo: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). La misericordia es el primer atributo de Dios, seguido inmediatamente de la compasión. Es un Dios que se nos presenta desde la benevolencia, desde el amor y la ternura que muestra siempre el don gratuito, puesto que éste se expresa queriendo visceralmente, dándolo todo, ofreciéndolo todo, sin esperar nada a cambio. A lo largo del Antiguo Testamento hallamos muchas expresiones de la misericordia de Dios: en la compasión por todas las criaturas, en la acogida de quien ha pecado, proclamando que el amor misericordioso de Dios es para siempre. Por eso, la benevolencia de Dios se nos presenta, se nos hace cercana y nos ilumina a través de Jesús y su Evangelio, “porque Él es la puerta que nos conduce hacia el Padre”. A través de los relatos de san Lucas, la misericordia de Dios se hace misericordia humana en Jesús. Esto es lo que distingue a los cristianos en su forma de entender a los hombres como prójimos y como hermanos. Por eso el Evangelio nos dice: “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36).

Lo que hay que traspasar en el año de la misericordia es la puerta del Cristo que nos lleva a Dios Padre. Y la Puerta Santa tiene que ser ese signo que, una vez traspasado, haga que nuestro corazón vaya de lo humano a lo divino, recordando la cita de Gregorio de Niza en su tratado de las bienaventuranzas: “Si el nombre de misericordioso se atribuye a Dios, ¿a qué te invita Jesús cuando te pide que seas misericordioso si no es a ser Dios?” “[...] Si, efectivamente, la escritura proclama a Dios misericordioso y la verdadera beatitud es Dios en sí mismo, es evidente que el hombre que se hace misericordioso se convierte en Dios”.
Desde la ciudad he mirado el Tibidabo y he vuelto a pensar que los corazones de los hombres y las mujeres deberían estar abiertos a esta misericordia que nos hace cruzar la puerta de los corazones de nuestros hermanos vecinos, la puerta de la Catedral como signo, la Puerta de Cristo como transformación de nuestra vida.
+ Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona

La misericordia es el nombre de Dios, dijo el Papa en la catequesis

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy iniciamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender sobre la misericordia al escuchar aquello que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación plena de Jesucristo, en el cual se realiza la revelación de la misericordia del Padre.

En las Sagradas Escrituras, el Señor es presentado como “Dios misericordioso”. Este es su nombre,  a través del cual nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés  se autodefinió como: «El Señor, Dios misericordioso y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad» (34,6). También en otros textos encontramos esta fórmula, con alguna variación, pero siempre la insistencia está puesta en la misericordia y en el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar (cfr Gn 4,2; Gl 2,13; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Ne 9,17). Veamos juntos, una por una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.

El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.

Después está escrito que el Señor es “bondadoso, en el sentido que hace gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender, perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de Lucas (cfr Lc15,11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino al contrario continúa a esperarlo, lo ha generado, y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión, como si le cubriera la boca, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluso de la fiesta de la misericordia. La misericordia es una fiesta.

De este Dios misericordioso se dice también que es lento para enojarse”, literalmente, “largo de respiro”, es decir, con el respiro amplio de la paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Es como un sabio agricultor que sabe esperar, da tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña (cfr Mt 13,24-30).

Y por último, el Señor se proclama grande en el amor y en la fidelidad”. ¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en el amarnos, nosotros así pequeños, así incapaces. La palabra “amor”, aquí utilizada, indica el afecto, la gracia, la bondad. No es un amor de telenovela. Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina que nada la puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
Una “fidelidad” sin límites: he aquí la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el Señor es el Custodio que, como dice el Salmo, no se adormenta sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida:

«El no dejará que resbale tu pie:
¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita
el guardián de Israel.
[...]
El Señor te protegerá de todo mal
y cuidará tu vida.
El te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre» (121,3-4.7-8).

Y este Dios misericordioso es fiel en su misericordia. Y Pablo dice algo bello: si tú, delante a Él, no eres fiel, Él permanecerá fiel porque no puede renegarse a sí mismo, la fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y por esto Dios es totalmente y siempre confiable. Una presencia sólida y estable. Es esta la certeza de nuestra fe. Y luego, en este Jubileo de la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este “Dios misericordioso y bondadoso, lento para enojarse y grande en el amor y en la fidelidad”.
(Traducción por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).

Francisco: la oración cambia a la Iglesia, no los Papas

 La oración hace milagros e impide que el corazón se endurezca, olvidando la piedad. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la Misa de la mañana celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta. “La oración de los fieles  – dijo el Santo Padre  – cambia la Iglesia: no somos nosotros, los Papas, los obispos, los sacerdotes” quienes llevamos adelante la Iglesia, sino “los Santos”, dijo.
Podemos ser personas de fe y haber perdido el sentido de la piedad bajo las cenizas del juicio y de las críticas a ultranza. La historia que relata la página de la Biblia que el Pontífice comentó en esta ocasión ofrece un gran ejemplo. Los protagonistas son Ana – una mujer angustiada a causa de su esterilidad que suplica llorando a Dios que le dé un hijo  – y un sacerdote, Elí, que la observa distraídamente desde lejos, sentado en un banco del templo.
La “apuesta” de la oración
La escena descrita en el libro de Samuel refiere primero las palabras angustiadas de Ana y después los pensamientos del sacerdote, que al no lograr oír nada juzga con malévola superficialidad el mudo diálogo de la mujer: para él es sólo “una borracha”. Y en cambio, como después sucederá, aquel llanto incontenible está a punto de obtener de Dios el milagro pedido:
“Ana rezaba en su corazón y se movían sólo los labios, si bien la voz no se oía. Este es el coraje de una mujer de fe que con su dolor, con sus lágrimas, pide al Señor la gracia. Tantas buenas mujeres son así en la Iglesia, ¡tantas!, que van a rezar como si fuera una apuesta… Pensemos sólo en una grande, Santa Mónica, que con sus lágrimas logró obtener la gracia de la conversión de su hijo, San Agustín. Tantas cosas son así”.
Luchar de rodillas
Elí, el sacerdote, es “un pobre hombre” hacia el cual – admitió textualmente el Papa Francisco – “tengo cierta simpatía” porque “también en mí encuentro defectos que me acercan a él y me permiten comprenderlo bien”. “Con cuánta facilidad  – dijo también el Papa – nosotros juzgamos a las personas, con cuánta facilidad les faltamos el respeto al decir: ‘¿Pero qué cosa tendrá en su corazón? No lo sé, pero yo no digo nada…’”. Cuando “falta la piedad en el corazón, siempre se piensa mal” y no se comprende a quien, en cambio, reza “con dolor y con angustia” y “encomienda aquel dolor y angustia al Señor”:
“Esta oración la ha conocido Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando era tanta la angustia y tanto el dolor que sudó sangre. Y no reprochó al Padre: ‘Padre, si tú quieres quítame esto, pero que se haga tu voluntad’. Y Jesús ha respondido por el mismo camino de esta mujer: la docilidad. A veces, nosotros rezamos, pedimos al Señor, pero tantas veces no sabemos llegar precisamente a aquella lucha con el Señor, a las lágrimas, a pedir, a pedir la gracia”.
Los fieles santos, no los Papas
El Papa recordó la historia de un hombre de Buenos Aires quien teniendo a su hija de nueve años internada en fin de vida, fue a ver a la Virgen de Luján y transcurrió toda la noche aferrado a la verja del Santuario pidiendo la gracia de la curación. Y a la mañana siguiente, al regresar al hospital, la encontró curada:
“La oración hace milagros. También hace milagros a quienes son cristianos, ya sean fieles laicos, sacerdotes, obispos, que han perdido la piedad. La oración de los fieles cambia a la Iglesia: no somos nosotros, los Papas, los obispos, los sacerdotes, las religiosas quienes llevamos adelante la Iglesia. ¡Son los santos! Y los santos son estos, como aquella mujer. Los santos son aquellos que tienen el coraje de creer que Dios es el Señor que puede hacer todo”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).

Curó a muchos enfermos de diversos males


Lectura del santo evangelio según San Marcos 1, 29-39
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés.
La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.
Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.
Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron:
-«Todo el mundo te busca.»
Él les respondió:
- «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios
Palabra del Señor.