lunes, 16 de octubre de 2017

Elogio al silencio por Manuel María Bru


Cuando a un sabio y santo sacerdote como es Juan Esquerda Bifet, al que tuve la suerte de tener como profesor de Teología Espiritual en Burgos, le contaba hace años de mi trabajo pastoral en los medios de comunicación social, me dijo: «Adelante, sigue con esa labor callada». Recuerdo que en seguida le contesté: «Bueno, callada, callada, precisamente no es». Y me sonrió. Con el transcurrir de los años me he dado cuenta de mi error. La comunicación, incluso la comunicación social, se construye mucho más desde la prodigalidad de los silencios –no los huidizos y cobardes– que desde la prodigalidad de las palabras.
Explicaba Benedicto XVI que «el silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos».
Y explicaba el nuevo Premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, en su obra Los inconsolables, que «el silencio puede ser revelador de que se están fraguando ideas muy profundas, de que se está haciendo acopio de las más hondas energías». Sus novelas viajan por los elocuentes silencios del alma de sus personajes, y las llevadas al séptimo arte permiten además ese camino proveyendo armoniosamente silencios y palabras. La buena literatura y el buen cine demuestran estéticamente la veracidad de la afirmación del Papa Francisco de que el tiempo es superior al espacio. Y a veces las palabras solo llenan espacios, mientras los silencios vertebran los tiempos.
Como ocurrió en la España de 1981, asistimos a un exceso de dimes y diretes, de réplicas y contrarréplicas, de palabras que se embrollan y se convierten en armas arrojadizas. En aquel entonces yo aprendí el valor del silencio. Siendo muy joven me alejé del ruido de la gran ciudad y en la Facultad de Teología de Burgos, que ahora cumple 50 años, descubrí el valor del estudio, de la oración y de la escucha al otro en silencio. Allí descubrí el valor de la prudencia, de la moderación, y el poder benigno de la palabra pensada en silencio, frente al poder maligno de la palabra atiborrada de sinsentidos y articulada sin silencios.
Tampoco hoy es hora de muchas palabras, ya se muestren expresamente como confrontación, ya se camuflen falsamente bajo mascara de diálogo. Es más bien la hora de la conciencia, sin miedo al silencio, para parar a tiempo la ignominia.
Manuel María Bru
Alfa y Omega

16 de octubre: santa Margarita María de Alacoque, virgen


Durante el reinado de Luis XIV, rey que adelantó su mayoría de edad y comenzó a reinar con 14 años, en un convento de Francia, se gestó por la monja Margarita María la reacción a la demoledora obra del libro Augustinus escrito por el holandés obispo de Yprès que propició una auténtica revolución contra la piedad cristiana y la obediencia al Papa.
El obispo se llamaba Cornelio Jansenio; murió en 1638; su principal obra Augustinus se publicó dos años después de su muerte y se condenó el 31 de mayo de 1653. Murió arrepentido de sus errores y en el seno de la Iglesia, pero la muerte había impedido su retractación pública. El contenido de su pensamiento era que Dios no había querido tanto a los hombres como para morir por todos ellos, presentándolo frío, lejano, impasible ante la conducta buena o mala de los hombres que obran el bien o el mal de modo irresistible; un juez más que un padre. Las consecuencias para la piedad cristiana fueron desastrosas: desde el desprecio de la oración hasta el olvido práctico de los sacramentos.
Margarita nació en Lauthecourt el 22 de julio de 1647. Estudió interna en las clarisas de Charolles; enfermó y atribuyó a la Virgen María su milagrosa curación de una parálisis. Pasa una juventud llena de vitalidad, amante del bullicio, con abundante vida social y hambrienta de afectos. Con veintidós años y después de comulgar tomó la decisión de hacerse religiosa. Lo comunica a su familia con el ruego añadido de que se ocupen de desilusionar a los pretendientes; el obispo aprueba la decisión y le permite que añada el nombre de María al suyo propio.
Ingresa en el monasterio de las salesas en Paray-le-Monial el 25 de mayo de 1671; profesa en la Orden de la Visitación de Nuestra Señora el 6 de noviembre del 1672. Se distingue muy pronto por su amor a Jesucristo en la Eucaristía; en los años 1673-1674 tuvo visiones de Cristo, que le mostraba su compasivo y sangrante corazón, abismo insondable de amor a los hombres, que fundamentan la devoción católica del Sagrado Corazón de Jesús.
Entiende Margarita que esa comunicación privada es un querer divino no solo para ella. Lo expone a la superiora y a las autoridades eclesiásticas competentes a las que resulta tan extraño todo el asunto que la mandan examinar por «personas doctas»; el resultado fue que la tratan de visionaria, indican la prohibición de esos gustos tan fuera de lugar y mandan que le den de comer sopas. A partir de este momento, parte de su cruz será obedecer y permanecer en sus deseos. Solo el padre Claudio de la Colombière, que ha llegado como superior a la casa que en la ciudad tienen los jesuitas, la entenderá y la animará, cuando le abra el alma en unos ejercicios espirituales que predicó a las salesas.
Exteriormente, Margarita es una hermana en la que se puede confiar; monja de apariencia gris, siempre enferma, muy tímida, algo medrosa pero apta para cualquier trabajo que se le encomienda. Fue enfermera, profesora de las alumnas de familias distinguidas que vivían en el colegio, maestra de novicias, y propuesta para superiora.
La octava del Corpus Christi del 1675 tiene una aparición del Sagrado Corazón de Jesús que le dice: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y, en cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes por sus irreverencias, sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es todavía más sensible es que obren así hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por esto te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta especial para honrar a mi Corazón, comulgando en ese día y reparando las ofensas que he recibido en el augusto sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abundancia las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este homenaje y trabajen en propagar aquella práctica».
Después de la experiencia tenida, no deja de promover la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con todos los medios que tiene a su alcance: por carta, persona a persona, refiriendo gracias, favores y carismas, distribuyendo pequeñas estampillas, escribiendo al capellán del rey Luis XIV para pedirle que le consagre su persona, su familia y su palacio. Intenta y consigue la aprobación para celebrar la Misa del Sagrado Corazón. Comunica el querer de Dios de modo especial a las monjas y a los sacerdotes. La devoción sale de Paray-le-Monial a las comunidades de salesas en Dijon, Moulins, Saumur; luego, Lyon y Marsella; después, Europa y América. El resultado de esta actividad es una explosión de fervor y un deseo de buscar la santidad. No lo consiguió sin obstáculos enconados por quienes estaban inficionados de jansenismo y por los que consideraban innecesaria una nueva práctica de piedad.
La devoción al Corazón de Jesús que propaga Margarita no es un chorreón de sentimientos ni está apoyada en emotividades tan dulzonas como pasajeras. Ella entiende que el amor a Jesucristo sufriente en el Huerto ha de expresarse en acompañar, expiar y reparar las ofensas de todos los tiempos; es participar en el dolor, angustia, soledad y abandono que sufrió Jesús por los pecados de la humanidad. Se resuelve en deseos de fidelidad y de purificación personal, en búsqueda continua de la Eucaristía para acompañarle, en deseos vivos de comunión, y en la necesidad de vivir muriendo hecha pedazos por glorificar a Dios y salvar a los hombres, contrarrestando la obra destructora del pecado. Por eso su mensaje al mundo cristiano son prácticas sencillas, firmes, llenas de fe, al alcance de cualquiera: Misa, comuniones frecuentes, visitas, oración y horas santas.
Murió el 17 de octubre del 1690.
El papa Benedicto XV la canonizó el 13 de mayo de 1920. En la bula de canonización se hace mención explícita de la promesa de la perseverancia final a quienes comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos.
Archimadrid.org

COMENTARIO AL EVANGELIO DE LUCAS (11,37-41) POR SAN AMBROSIO, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA





«Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato». Como veis, nuestros cuerpos son llamados aquí con los nombres de objetos de tierra y frágiles, que una simple caída puede romper. Y los íntimos sentimientos del alma son llamados por expresiones y gestos del cuerpo, tal como lo que encierra el interior de una copa se deja ver por fuera. .. Ved, pues, que no es el exterior de una copa o de un plato lo que nos ensucia el interior.

Como buen maestro, Jesús os ha enseñado cómo limpiar las manchas de nuestro cuerpo, diciendo: “Más bien dad como limosna lo que tenéis y todo le demás será puro en vosotros” ¡Veis bien cuántos remedios hay! La misericordia nos purifica. La palabra de Dios también nos purifica, tal como está escrito: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado» (Jn 15,3)…

Es el punto de partida de un buen pasaje: el Señor nos invita a buscar la simplicidad y condena el estar ligado a lo que es superfluo y ramplón. Los fariseos, a causa de su fragilidad, son comparados, y no sin razón, a la copa y al plato: observan escrupulosamente puntos que no tienen ninguna utilidad para nosotros, y olvidan aquello donde se encuentra el fruto de nuestra esperanza. Cometen, pues, una gran falta, despreciando lo mejor. Y sin embargo, también a esta falta se le ha prometido el perdón si viene detrás de la misericordia y la limosna.

(Comentario al evangelio de Lucas, 7, 100-102)

EVANGELIO DE HOY: PURIFICAR EL CORAZÓN





Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,37-41):

En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Él entró y se puso a la mesa. 

Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: 

«Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo.»

Palabra del Señor

El Papa en la misa de canonizaciones: «Dios nos invita a celebrar la fiesta del amor con Él»


La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea «celebrar las bodas» con cada uno de nosotros. Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser sólo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de la esposa amada con el esposo. En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.
La vida cristiana es una historia de amor con Dios
Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una respuesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: «Has abandonado tu amor primero» (2,4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la «normalidad», sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Todos somos invitados "al banquete del Señor"
Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra. Y cuando todo depende del yo ―de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero― se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evangelio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. v. 6) a quienes llevaban la invitación, sólo porque los incomodaban.
Dios nunca pierde la esperanza de que aceptemos su invitación
Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él –nos dice el Evangelio―, ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los «no», no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros «no», sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; porque sólo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la esperanza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso.
Vestir el "hábito del amor" para asistir al banquete
El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir «sí» y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir «Señor, Señor» y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios. Los santos hoy canonizados, y sobre todo los mártires, nos señalan este camino. Ellos no han dicho «sí» al amor con palabras y por un poco de tiempo, sino con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con que nos ha amado hasta el extremo, que ha dado su perdón y sus vestiduras a quien lo estaba crucificando. También nosotros hemos recibido en el Bautismo una vestidura blanca, el vestido nupcial para Dios. Pidámosle, por intercesión de estos santos hermanos y hermanas nuestros, la gracia de elegir y llevar cada día este vestido, y de mantenerlo limpio. ¿Cómo hacerlo? Ante todo, acudiendo a recibir el perdón del Señor sin miedo: este es el paso decisivo para entrar en la sala del banquete de bodas y celebrar la fiesta del amor con él.
(from Vatican Radio)