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En la sociedad del tiempo de Jesús las mujeres no contaban para nada; debían
evitar incluso en público la compañía masculina. Las fuentes judías
contemporáneas están llenas de animosidad contra la mujer, quien –según
Josefo-- vale en todos los aspectos menos que el hombre. Hasta con la propia
mujer, así se aconseja, ha de hablarse poco y absolutamente nada con la
extraña. Las mujeres vivían en lo posible retiradas de la vida pública;
en el Templo solo tenían acceso hasta el patio de las mujeres y respecto a la
obligación de la plegaria estaban equiparadas a los esclavos.
Los evangelios, sin embargo, cualquiera que sea la historicidad
de los detalles biográficos, no tienen reparos en hablar de las relaciones de
Jesús con determinadas mujeres. Lo cual quiere decir que Jesús se había
liberado de la costumbre que imponía la segregación de la mujer. Jesús, en
efecto, no muestra ningún desprecio por las mujeres, sino que las trata con
sorprendente naturalidad: unas mujeres lo acompañan a él y sus discípulos desde
Galilea a Jerusalén; él mismo siente un afecto personal hacia algunas mujeres;
unas mujeres asisten también a su muerte y sepultura. La situación jurídica y
humanamente tan precaria, de la mujer en la sociedad de aquel tiempo hubo de
resultar considerablemente revalorizada al prohibir Jesús el divorcio por parte
del marido, a quien solo bastaba presentar el libelo de repudio...»