domingo, 8 de enero de 2017

El cuarto Rey Mago


Hay una leyenda que, sin ser parte de la Revelación, nos enseña lo que Dios espera de nosotros.

Se cuenta que había un cuarto Rey Mago, que también vio brillar la estrella sobre Belén y decidió seguirla. Como regalo pensaba ofrecerle al Niño un cofre lleno de perlas preciosas. Sin embargo, en su camino se fue encontrando con diversas personas que iban solicitando de su ayuda.

Este Rey Mago las atendía con alegría y diligencia, e iba dejándoles una perla a cada uno. Pero eso fue retrasando su llegada y vaciando su cofre. Encontró muchos pobres, enfermos, encarcelados y miserables, y no podía dejarlos desatendidos. Se quedaba con ellos el tiempo necesario para aliviarles sus penas y luego procedía su marcha, que nuevamente era interrumpida por otro desvalido.

Sucedió que cuando por fin llegó a Belén, ya no estaban los otros Magos y el Niño había huido con sus padres hacia Egipto, pues el Rey Herodes quería matarlo. El Rey Mago siguió buscándolo, ya sin la estrella que antes lo guiaba.

Buscó y buscó y buscó... y dicen que estuvo más de treinta años recorriendo la tierra, buscando al Niño y ayudando a los necesitados. Hasta que un día llegó a Jerusalén justo en el momento que la multitud enfurecida pedía la muerte de un pobre hombre. Mirándolo, reconoció en sus ojos algo familiar. Entre el dolor, la sangre y el sufrimiento, podía ver en sus ojos el brillo de la estrella. Aquel miserable que estaba siendo ajusticiado era el Niño que por tanto tiempo había buscado.

La tristeza llenó su corazón, ya viejo y cansado por el tiempo. Aunque aún guardaba una perla en su bolsa, ya era demasiado tarde para ofrecérsela al Niño que ahora, convertido en hombre, colgaba de una Cruz. Había fallado en su misión. Y sin tener a dónde más ir, se quedó en Jerusalén para esperar que llegara su muerte.

Apenas habían pasado tres días cuando una luz aún más brillante que la de la estrella llenó su habitación. ¡Era el Resucitado que venía a su encuentro! El Rey Mago, cayendo de rodillas ante Él, tomó la perla que le quedaba y extendió su mano mientras hacía una reverencia. Jesús le tomó tiernamente y le dijo:

“Tú no fracasaste. Al contrario, me encontraste durante toda tu vida. Yo estaba desnudo, y me vestiste. Yo tuve hambre, y me diste de comer. Tuve sed y me diste de beber. Estuve preso, y me visitaste. Pues yo estaba en todos los pobres que atendiste en tu camino. ¡Muchas gracias por tantos regalos de amor! Ahora estarás conmigo para siempre, pues el Cielo es tu recompensa.”

La historia no requiere explicación... nosotros somos el cuarto Rey Mago y Jesús espera que le encontremos en cada persona necesitada que se cruce en nuestro camino... ¡Feliz Epifanía...!

Tengo sed de Ti.

Iglesia con las puertas abiertas, Una nueva etapa



Antes de narrar su actividad profética, los evangelistas nos hablan de una experiencia que va a transformar radicalmente la vida de Jesús. Después de ser bautizado por Juan, Jesús se siente el Hijo querido de Dios, habitado plenamente por su Espíritu. Alentado por ese Espíritu, Jesús se pone en marcha para anunciar a todos con su vida y su mensaje la Buena Noticia de un Dios amigo y salvador del ser humano.
No es extraño que, al invitarnos a vivir en los próximos años «una nueva etapa evangelizadora», el papa nos recuerde que la Iglesia necesita más que nunca «evangelizadores de Espíritu». Sabe muy bien que solo el Espíritu de Jesús nos puede infundir fuerza para poner en marcha la conversión radical que necesita la Iglesia. ¿Por qué caminos?
Esta renovación de la Iglesia solo puede nacer de la novedad del Evangelio. El papa nos invita a escuchar también hoy el mismo mensaje que Jesús proclamaba por los caminos de Galilea, no otro diferente. Hemos de «volver a la fuente para recuperar la frescura original del Evangelio». Solo de esta manera «podremos romper esquemas aburridos en los que pretendemos encerrar a Jesucristo».
El papa está pensando en una renovación radical «que no puede dejar las cosas como están; ya no sirve una simple administración». Por eso nos pide abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así» e insiste una y otra vez: «Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades».
Francisco busca una Iglesia en la que solo nos preocupe comunicar la Buena Noticia de Jesús al mundo actual. «Más que el temor a no equivocarnos espero que nos mueva el temor a encerrarnos en estructuras que nos dan una falsa contención, en normas que nos vuelven jueces implacables, en costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: Dadles vosotros de comer».
El papa nos llama a construir «una Iglesia con las puertas abiertas», pues la alegría del Evangelio es para todos y no se debe excluir a nadie. ¡Qué alegría poder escuchar de sus labios una visión de Iglesia que recupera el Espíritu más genuino de Jesús rompiendo actitudes muy arraigadas durante siglos! «A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa del Padre, donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas».
José Antonio Pagola

EL BAUTISMO DE JESÚS


Leemos en la Biblia que “el hombre justo es como el árbol plantado junto a la corriente, no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin” (Jr 17, 8). Al contemplar a Jesús metido en el río Jordán, he unido las imágenes. Solía aplicar la figura del árbol junto a la acequia a los que tenemos por justos, y nadie más justo que Jesucristo. San Pedro así lo llama en el discurso de Pentecostés: “Vosotros renegasteis del Santo y del Justo” (Act 3, 14).
Si el árbol plantado junto a la corriente da buen fruto, ningún árbol ha estado más próximo al manantial que brota del lado derecho del santuario, según el profeta Ezequiel, que el árbol de la Cruz, regado por el borbotón de agua que salta hasta la vida eterna, manantial de gracia, que nace del costado de Jesucristo.
Si los frutos de los árboles que crecen a las orillas del caudal sagrado llegan a la sazón, ningún árbol ha dado mejor fruto maduro que el árbol de la Cruz, según canta el himno litúrgico. “Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!”
Puede parecer extraña esta concurrencia de imágenes. Sin embargo, durante toda la Pascua de Navidad las lecturas y las fiestas litúrgicas han unido contantemente las fiestas del nacimiento de Jesús con los pasajes de su muerte y resurrección. Así lo contemplábamos al celebrar al primer mártir, al discípulo amado, a los santos inocentes, y al escuchar el pasaje del sepulcro vacío, o la profecía de Simeón sobre la espada de dolor que atravesaría el corazón de la Madre de Jesús.
Si la escena de Jesús en el Jordán nos lleva a esta mirada complexiva del Misterio de la Redención, quienes participamos por el bautismo en la vida de Jesús nos deberemos sentir invitados a ser como árboles plantados junto a la corriente de gracia; es el secreto para no perecer en tiempo de sequía ni en momentos de turbación.
Por el bautismo hemos sido incorporados al Justo, y nuestras obras deben acreditar que somos ramas del mismo árbol frondoso y fecundo, que es Jesucristo. Con san Pablo deberíamos confesar: “Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, primero del judío, y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios de fe en fe, como está escrito: El justo por la fe vivirá” (Rm 1, 16-17).
Renovemos nuestra pertenencia a Jesucristo, y celebremos el regalo del bautismo, de que nuestras vidas han sido plantas junto al torrente de gracias, de amor de Dios.
Ángel Moreno de Buenafuente

COMENTARIO AL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (3,13-17) POR BENEDICTO XVI




La alegría que brota de la celebración de la Santa Navidad encuentra hoy cumplimiento en la fiesta del Bautismo del Señor. (...)

El relato evangélico del bautismo de Jesús (...) muestra el camino de abajamiento y de humildad que el Hijo de Dios eligió libremente para adherirse al proyecto del Padre, para ser obediente a su voluntad de amor por el hombre en todo, hasta el sacrificio en la cruz. 

Siendo ya adulto, Jesús da inicio a su ministerio público acercándose al río Jordán para recibir de Juan un bautismo de penitencia y conversión. Sucede lo que a nuestros ojos podría parecer paradójico. ¿Necesita Jesús penitencia y conversión? Ciertamente no. 

Con todo, precisamente Aquél que no tiene pecado se sitúa entre los pecadores para hacerse bautizar, para realizar este gesto de penitencia; el Santo de Dios se une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la conversión, o sea, la gracia de volver a Él con todo el corazón para ser totalmente suyos. 

Jesús quiere ponerse del lado de los pecadores haciéndose solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le aceptamos en nuestra vida, Él es capaz de levantarnos de nuevo y conducirnos a la altura de Dios Padre. 

Y esta solidaridad de Jesús no es, por así decirlo, un simple ejercicio de la mente y de la voluntad. Jesús se sumergió realmente en nuestra condición humana, la vivió hasta el fondo, salvo en el pecado, y es capaz de comprender su debilidad y fragilidad. Por esto Él se mueve a la compasión, elige «padecer con» los hombres, hacerse penitente con nosotros. 

Esta es la obra de Dios que Jesús quiere realizar; la misión divina de curar a quien está herido y tratar a quien está enfermo, de cargar sobre sí el pecado del mundo. 

¿Qué sucede en el momento en que Jesús se hace bautizar por Juan? Ante este acto de amor humilde por parte del Hijo de Dios, se abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras una voz de lo alto expresa la complacencia del Padre, que reconoce al Hijo unigénito, al Amado. Se trata de una verdadera manifestación de la Santísima Trinidad, que da testimonio de la divinidad de Jesús, de su ser el Mesías prometido, Aquél a quien Dios ha enviado para liberar a su pueblo, para que se salve (cf. Is 40, 2). 

Se realiza así la profecía de Isaías: el Señor Dios viene con poder para destruir las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio para desarmar al Maligno; pero tengamos presente que este brazo es el brazo extendido en la cruz y que el poder de Cristo es el poder de Aquél que sufre por nosotros: este es el poder de Dios, distinto del poder del mundo; así viene Dios con poder para destruir el pecado. 

Verdaderamente Jesús actúa como el Pastor bueno que apacienta el rebaño y lo reúne para que no esté disperso (cf. Is 40, 10-11), y ofrece su propia vida para que tenga vida. Por su muerte redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso sobre el Maligno.

Queridos hermanos y hermanas: ¿qué acontece a vuestros niños en el Bautismo? (...) recibiendo el Bautismo renacen como hijos de Dios, partícipes en la relación filial que Jesús tiene con el Padre, capaces de dirigirse a Dios llamándole con plena confianza: «Abba, Padre». 

También sobre vuestros niños el cielo está abierto y Dios dice: estos son mis hijos, hijos de mi complacencia. Introducidos en esta relación y liberados del pecado original, ellos se convierten en miembros vivos del único cuerpo que es la Iglesia y se hacen capaces de vivir en plenitud su vocación a la santidad, a fin de poder heredar la vida eterna que nos ha obtenido la resurrección de Jesús. (...)
(De la homilía de Benedicto XVI el 13 de enero de 2013)

ESTE ES MI HIJO AMADO (EVANGELIO DE HOY)


Lectura del santo evangelio según san Mateo (3,13-17):

En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo, diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»

Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.»

Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.»

Palabra del Señor