1. «Volved a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto (...). Convertíos al Señor Dios vuestro» (Jl 2, 12-13). Con las palabras del antiguo profeta esta liturgia de la ceniza, precedida por la procesión penitencial, nos introduce en la Cuaresma, tiempo de gracia y regeneración espiritual. « Volved, convertíos...». Al comienzo de los cuarenta días, esta exhortación urgente tiene como finalidad establecer un diálogo singular entre Dios y el hombre. En presencia del Señor, que lo invita a la conversión, el hombre hace suya la oración de David, confesando humildemente sus pecados:
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mi toda culpa» (Sal 50, 3-6. 11).
2. El salmista no se limita a confesar sus culpas y a pedir perdón por ellas; espera que la bondad del Señor lo renueve, sobre todo interiormente: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12). Iluminado por el Espíritu sobre el poder devastador del pecado, pide transformarse en una criatura nueva; en cierto sentido, pide ser creado nuevamente.
Se trata de la gracia de la redención. Frente al pecado que desfigura el corazón del hombre, el Señor se inclina hacia su criatura para reanudar el diálogo salvífico y abrirle nuevas perspectivas de vida y esperanza. Especialmente durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia profundiza este misterio de salvación.
Al pecador que se interroga sobre su situación y sobre la posibilidad de obtener aún la misericordia de Dios, la liturgia responde hoy con las palabras del Apóstol, tomadas de la segunda carta a los Corintios: «Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 21). En Cristo se proclama y se ofrece a los creyentes el amor ilimitado del Padre celestial a todo hombre.
3. Aquí resuena el eco de cuanto Isaías anunciaba con anterioridad a propósito del Siervo del Señor: «Todos nosotros como ovejas erramos; cada uno marchó por su camino, y Dios descargó sobre él la culpa de todos nosotros (Is 53, 6).
Dios escucha las invocaciones de los pecadores que, junto con David, suplican: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro». Jesús, el Siervo sufriente, toma sobre sus hombros la cruz, que constituye el peso de todos los pecados de la humanidad y se encamina al Calvario para realizar con su muerte la obra de la redención. Jesús crucificado es el icono de la misericordia ilimitada de Dios por todos los hombres.
Para recordarnos que «con sus llagas hemos sido curados» (Is 53, 5), y suscitar en nosotros horror al pecado, la Iglesia nos invita a hacer con frecuencia, durante la Cuaresma, el ejercicio piadoso del vía crucis. Para nosotros, aquí en Roma, tiene gran importancia el del Viernes santo en el Coliseo, que nos brinda la oportunidad de palpar la gran verdad de la redención mediante la cruz, siguiendo idealmente las huellas de los primeros mártires en la Urbe.
4. «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa... Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (Sal 50, 11.19). ¡Es conmovedora esta invocación cuaresmal!
El hombre creado por Dios a su imagen y semejanza proclama: «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que aborreces» (Sal 50, 6). Iluminado por la gracia de este tiempo penitencial, siente el peso del mal cometido y comprende que sólo Dios puede liberarlo. Pronuncia entonces, desde lo más profundo de su miseria, la exclamación de David: «Lava del todo mi delito; limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa; tengo siempre presente mi pecado». Oprimido por el pecado, implora la misericordia de Dios, apela a su fidelidad a la alianza, y le pide que cumpla su promesa: «Borra en mí toda culpa» (Sal 50, 11).
Al comienzo de la Cuaresma, oremos para que, en el tiempo «favorable» de estos cuarenta días, acojamos la invitación de la Iglesia a la conversión. Oremos para que, durante este itinerario hacia la Pascua, se renueve en la Iglesia y en la humanidad el recuerdo del diálogo salvífico entre Dios y el hombre, que nos propone la liturgia del miércoles de Ceniza.
Oremos para que los corazones se dispongan al diálogo con Dios. El tiene para cada uno una palabra especial de perdón y salvación. Que cada corazón se abra a la escucha de Dios, para redescubrir en su palabra las razones de la esperanza que no defrauda. Amén.
25 de febrero de 1998