Estamos
en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de
importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a
personas provenientes de distintas partes, y no solo de esta ciudad, sino del
mundo entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de
los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El
pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que
caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que
caminaba cargando sobre sí sus aciertos y equivocaciones, sus miedos y
oportunidades ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y
esperanzas, con sus desilusiones y amarguras ha visto una gran luz.
El Pueblo de Dios es invitado
en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las
naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere
llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio
de nuestra vida.
«El pueblo que caminaba en
tinieblas ha visto una gran luz». Una de las particularidades del pueblo
creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus
«oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente que sabe
mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en
medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el
pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha
experimentado un aire de vida.
Vivir en una gran ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los extranjeros, los hijos de estos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.
Saber que Jesús sigue caminando
en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e
implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de
esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a
aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra
ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis
abstractos o de las rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo
a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde le toque vivir y
actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de
Dios que sigue caminando en nuestra ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita
nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del
«smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el
hoy de nuestras ciudades pluriculturales?
El profeta Isaías nos hará de
guía en este «aprender a mirar». Nos presenta a Jesús como «Consejero
maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De
esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también sea nuestra
vida.
«Consejero maravilloso». Los
Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos
hacer?». El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer,
incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir
al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que
estuviesen. Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, sin asco, vayan y anuncien
esta alegría que es para todo el pueblo.
«Dios fuerte». En Jesús Dios se
hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que
se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como
le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.
«Padre para siempre». Nada ni
nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios
está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las
mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve
venir corre a abrazarlo. Abrazo que busca asumir, purificar y elevar la
dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres,
alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes»
(Is 61,1).
«Príncipe
de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es
nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida
sin rostros, vacía y nos introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de
la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al
camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge
en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.
Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia
vive en nuestras ciudades y quiere ser fermento en la masa, quiere mezclarse
con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es
Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha
visto una gran luz» y nosotros somos sus testigos.
(from Vatican Radio)