domingo, 29 de mayo de 2016

«Jesús sin techo», nueva y conmovedora imagen en La Almudena


Este domingo, 29 de mayo, antes de la solemne celebración de la Misa del Corpus que ha presidido a las 12 horas en la catedral, el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, ha bendecido la estatuta de «Jesús desamparado» instalada recientemente en el lateral de la plaza de San Juan Pablo II, entrando por la calle Bailén. Se trata de una imagen de Jesús, en tamaño natural, que representa una persona sin techo acostada en un banco, envuelto enteramente por una manta ligera, en la que solo pueden verse los pies que están marcados por los clavos de la crucifixión. Motivo por el que también se conoce a la imagen como la de «Jesús mendigo» o «Jesús sin techo».
Inspirada en el evangelio de san Mateo
El artista canadiense Thimoty P. Schmalz realizó esta obra después de haber visto a una persona sin hogar durmiendo en un banco al aire libre durante unas fiestas navideñas. «Cuando vemos a los marginados deberíamos ver a Jesucristo», señala el autor, en alusión al final de Mateo 25 («Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí»)».
Réplicas en todo el mundo
La escultura original se encuentra en la escuela de Teología de los jesuitas de Toronto, el Regis College, y hay otras copias como esta de Madrid en diferentes partes del mundo como, por ejemplo en Cuba, Australia, India, Irlanda, varias ciudades de Estados Unidos o el Vaticano.
Cuando el Santo Padre vio la obra, que bendijo el 20 de noviembre de 2013, «tocó las rodillas y los pies, y rezó» y esto es lo que el «Papa Francisco está haciendo justamente: acercarse a los marginados», detalla el escultor.

Infomadrid

“Servir es el estilo mediante el cual se vive la misión de evangelizar”, el Papa en el Jubileo de los Diáconos

«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí. En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios. El servidor está abierto a las sorpresas, a las sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera de horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece. El servidor descuida los horarios. A mí me hace mal el corazón cuando veo un horario – en las parroquias – de tal hora a tal hora. ¿Después? No hay una puerta abierta, no está el sacerdote, no está el diácono, no hay un laico que reciba a la gente… esto hace mal. Descuidar los horarios: tienen esta valentía, de descuidar los horarios. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que regresa curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador. Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre. Y la mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos, ¿eh? Cuando el diácono es manso, es servidor y no juega a imitar a los sacerdotes, no, no… es manso. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y jamás gritar: ¡jamás! Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro. Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Queridos diáconos, podéis pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida. Y cuando sirváis en la celebración eucarística, allí encontraréis la presencia de Jesús, que se os entrega, para que vosotros os deis a los demás.
Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.


Corpus Christi. Dar y darse



SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO
“Tomad y comed, esto es mi Cuerpo”. “Tomad y bebed, esta es mi Sangre”.
Estamos en el año de la Misericordia y nos resuenan las palabras del Evangelio de San Mateo “venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”, y nos vienen a la memoria las Bienaventuranzas: “Benditos los hambrientos, porque ellos serán saciados”, y el canto de María: “A los hambrientos los colma de bienes”. ¿De qué hambre y de que pan o alimento se trata?
Sin duda que si el prójimo tiene hambre o sed, no se puede espiritualizar ni sublimar la circunstancia, y debe haber una respuesta histórica, real, práctica de compartir los bienes.
Pero si Jesús, en la noche de la Cena, expresa de manera exacta la respuesta a las obras de misericordia, a la vez que se entrega enteramente en el pan y en el cáliz, dar de comer y de beber no solo se limita a dar pan o agua, sino a darse uno a sí mismo.
Es relativamente cómodo dar una limosna, dar de lo que se tiene; pero mirando al gesto de Jesús, la exigencia y la vocación cristianas implican dar la vida. El hambre y la sed son imágenes de lo que es necesario para vivir, y con ello se nos está pidiendo la entrega total en favor de los que pueden sufrir no solo hambre física, sino desesperanza, sinsentido.
La adoración de las especies sacramentales compromete; en el pan y en el vino consagrados se nos muestra y se nos entrega Jesucristo hecho ofrenda, sacrificio, a la vez que resucitado.
La contemplación de las especies sacramentales nos llama a sentir en el sacramento que miramos la llamada a darnos como pan, como alimento, bien en extrema necesidad, bien en fiesta y banquete. No solo como respuesta de emergencia, sino como actitud permanente, pues el Señor permanece allí, en las especies sacramentales.
Hay dos pasajes en los Evangelios en los que Jesús se muestra con sed y con hambre. Ante la samaritana (Jn 4), Jesús expresa su sed. Sin embargo, no es sed de agua, pues quien pide de beber se presenta como manantial de agua viva. Y en vísperas de su Pasión, a la vuelta de Betania, donde había pasado la noche en casa de sus amigos, dice el evangelista san Marcos, que “sintió hambre” (Mc 11, 12-13). Extraña que volviendo de la casa de sus amigos, donde era agasajado con tanto amor, el Maestro sintiera hambre, y aún más que se acercara a una higuera a ver si tenía higos, cuando no era tiempo de que llevaran fruto. Estas escenas nos hacen comprender que el hambre y la sed de Jesús, y de tantos otros, no es solo material, sino hambre y sed de amor, hambre y sed de darse enteramente por amor.

Comer y beber del Sacramento Eucarístico, es convertirse en aquello mismo que se recibe, y por tanto, en hambrientos y sedientos que se transforman en donantes generosos, que se dan enteramente a sí mismos.
Ángel Moreno de Buenafuente

Hacer memoria de Jesús

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles. Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.
La escucha del Evangelio
Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos. Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.
La memoria de la Cena
Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte... Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo». En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús
Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
La comunión con Jesús
Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».
José Antonio Pagola

La entrañable Celebración del Corpus Christi. Eucaristía: la huella de la justicia y la caridad.


Son muchas las generaciones que, aun con el paso del tiempo, continúan dando vida a aquello de que «tres jueves al año brillan más que el sol...», donde uno de ellos, tras la senda de la Pascua, ya en domingo, sentimos ahora tan cerca: es la entrañable celebración del Corpus Christi.
Los católicos, en esta fiesta del Corpus, conmemoramos la presencia real de Cristo en la Eucaristía y de nuestro encuentro sacramental con Él. Algo que se ha incrustado en el arte, la literatura, la música, la pintura y, lo que es esencial, en un modo de ser y estar en el mundo. Ahí, en el albor de ese misterio, se esconde el amén de la fidelidad radical del Padre al Hijo que lo resucita, y del Hijo al Padre que ha arriesgado en su existencia aceptando la cruz a favor de la liberación y la salvación de todos los pueblos de la tierra.
Celebrar la Eucaristía es manifestar el deseo de entrar en ese amén divino y humanoque nos ha sido regalado en Jesucristo, la conexión del amor de Dios con la humanidad a través de la sencillez del pan, convertido en el Cuerpo y Sangre de Cristo. San Ignacio de Antioquia hablaba de este sacramento como «fármaco de inmortalidad» y Santo Tomás de Aquino como «prenda de la vida eterna».
Así, desde este pan consagrado es posible hacer creíble ante el mundo y los desheredados de la humanidad su presencia real en medio de la historia, ligada a la presencia real en la Eucaristía. En el pan glorioso del Resucitado está la fuerza que nos ayuda a proclamar que el inocente ajusticiado ha sido liberado para siempre y ya tiene alimento de vida eterna para todos, especialmente para los que sufren. Nos enseña, sin descanso, que es posible la justicia, la compasión y la misericordia; que no se impone la farsa de los mecanismos que desnudan al desnudo y despiden vacíos a los hambrientos, y que ya hay una palabra definitiva de fraternidad y de pan compartido, que es imparable en la historia. Hay destino y sentido, hay un amén de la verdad, la vida y la luz.
En esta tierra nuestra de Extremadura, donde sentimos el dolor del paro y la pobreza, y donde miramos el horizonte de los refugiados en un camino sin llegada, donde sabemos de la pobreza de gran parte de la humanidad que nos mira con esperanza, nuestra fe nos empuja a celebrar esta fiesta tan nuestra! con alegría y compromiso. La Misa de cada domingo y el Pan eucarístico que recibimos y adoramos es una fuerza transformadora y esperanzadora para todos nosotros, desde donde estamos llamados a ser buenos cristianos y ciudadanos comprometidos.
La Eucaristía que celebramos millones de creyentes si nos es posible cada día y para todos cada domingo es la manifestación clara de esa huella viva que Jesucristo nos ha dejado del memorial de su Pasión para que nosotros lo celebremos y, así, Él pueda entrar en nuestra intimidad personal y comunitaria. Se trata de un memorial que nos conecta con Dios Padre, en el Hijo por el Espíritu, y que desde Su amor nos lanza a ser nosotros huellas de dignidad y de justicia en medio de la historia. Es esta fe la que nos alimenta y nos mueve a ser humanos, compasivos, solidarios, a vivir la verdadera fraternidad en la que se cuaja la paz que nace de la igualdad.
Cáritas es un instrumento de esta presencia real; ahí se unen Eucaristía y vida, sagrario e historia. Por eso, no puede haber comunidad cristiana que celebre la Eucaristía y no tenga dimensión social y caritativa. Los Santos Padres nos hablaban de que si no hay justicia, la Eucaristía se vacía de sentido, no podemos ni recibir ni adorar a Cristo en la Eucaristía, ni acercarnos a él, sin pedir el «pan nuestro de cada día», el de la dignidad de todos los seres humanos y de saber pedirlo con nuestras vidas diarias. La verdadera adoración a Cristo en el misterio de la Eucaristía nos lleva a reconocerlo en el rostro de todos nuestros hermanos, especialmente en los más necesitados y crucificados de la historia. No podemos olvidar los creyentes que en ese Pan bajado del cielo, precisamente ahí, está presente el Crucificado que ha Resucitado. Necesitamos sagrario y vida, sin separarlos.
Por tanto, no impidamos a Cristo estar realmente presente allí donde Él quiere estarpara llevar su Evangelio de dignidad, verdad y justicia. La presencia real de Cristo en la Eucaristía nos está pidiendo entrar en el verdadero camino del amén cristiano, aquél que se verifica en la entrega radical a favor de los hermanos con el deseo que tengan vida abundante. Hoy, como nunca, el reto está en que la presencia real de Cristo llegue como sanación, consuelo, verdad y libertad a todos los que sufren en el alma o en el cuerpo.
Os deseo de corazón, y también lo hago para mí, que sepamos celebrar este día del Corpus Christi, desde una adoración auténtica y piadosa a la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y que eso nos lleve a saber dejar huellas de justicia y dignidad en esta sociedad nuestra tan necesitada de compasión y de misericordia.

(Celso Morga, arzobispo de Mérida-Badajoz)


Facundo Manes: "Francisco debe ser el tipo más feliz del mundo".El neurocientífico argentino afirma que, según la ciencia, "ayudar hace bien"


"l Papa "es un privilegio" en el sentido de buscar el camino del encuentro y salir de la "grieta"
El neurocientífico argentino Facundo Manes afirmó que el Papa Francisco "debe ser el tipo más feliz del mundo" ya que la ciencia demuestra que "ayudar hace bien a uno mismo", al tiempo que destacó que la Fundación Pontificia Scholas Occurrentes "está en el corazón de lo que necesitamos para desarrollarnos y salir de la grieta".
"El Papa Francisco tiene una visión integral, y la ciencia del cerebro está yendo hacia eso. El altruismo, hacer el bien, activa sistemas de recompensa del cerebro. Hacer el bien, ayudar, nos hace bien", afirmó Manes en entrevista exclusiva con Télam en el Vaticano, donde participa del VI Congreso Mundial de Scholas que el Pontífice cerrará mañana.
"En el fondo, Francisco debe ser el tipo más feliz del mundo, porque está permanentemente dando. Es una persona despojada, da ayuda. Y cuando uno ayuda se activan los sistemas de placer en el cerebro", aseveró el neurólogo, que dio una aplaudida conferencia en la Casina Pío IV: "Una mirada desde la neurociencia del pensamiento pedagógico de Francisco".
"Hay una buena excusa para mejorar el mundo: hacer el bien mientras nos hace felices", agregó Manes a Télam. Además, analizó el marco actual en el país y destacó que "en la Argentina necesitamos la empatía más que nunca. Hay dos sectores políticamente enfrentados en la famosa grieta".
"A mí no me asusta la grieta. En Estados Unidos hay una entre republicanos y demócratas. En Inglaterra entre los laboristas y conservadores. En todos lados hay diferencias. Cuando uno está en un sector A y otro está en un sector B, el del primer grupo se siente en confort con los que piensan como él, pero la ciencia sabe que hay que escuchar al otro, porque algunas razones tiene que mejora al otro grupo", agregó.
"Además tenemos que salir de discutir solamente del pasado de los argentinos y discutir el futuro. ¿Cómo salimos de la grieta? Tomando cosas buenas de los dos grupos, que las tienen los dos, y pensando en el futuro. Y Francisco en ese aspecto es un privilegio", afirmó.
En esa línea, Manes sentenció que "iniciativas como Scholas abarcan el único camino posible para el desarrollo, que es la educación y el conocimiento. Los recursos financieros y naturales no van a ser los más importantes: va a ser el capital mental, la ciencia, la tecnología, el conocimiento. Y proyectos como Scholas están en el corazón de lo que necesitamos para desarrollarnos como país y salir de le grieta. Y Francisco es un privilegio que tenemos que aprovechar".
"Necesitamos que todos jueguen el partido, integrar, reducir iniquidades. La educación es la única manera de bajar la pobreza, por más que haya crecimiento económico", expresó.
"Hay que aprender del que uno disiente. Un país es mucho más que sectores políticos divididos: somos todos nosotros", expresó.
Al analizar algunos aspectos del pensamiento pedagógico del Pontífice, Manes aseguró que " Francisco habla también del paso de una pedagogía de la inclusión a una de la integración. Cuando uno da algo y no mira a los ojos y no genera empatía el otro inclusive se puede llegar a sentir mal".
"Porque la empatía es una función cognitiva muy importante. La empatía es no sólo la capacidad de sentir que piensa el otro, sino también de sentirlo. ¿Cómo vas a sentirlo si no lo mirás?", se preguntó.
Por último, el autor de "El cerebro argentino" entre otros, enfatizó que "el otro factor importante es humano".
"Hay que hacer una revolución educativa, sí. La tecnología moderna va a ser una herramienta más, va a ayudar, pero el factor humano no va a ser reemplazado. Nunca se va a reemplazar el abrazo, la mirada", afirmó.

(Telam)

«¡OH BANQUETE PRECIOSO Y ADMIRABLE!». SANTO TOMÁS DE AQUINO


El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres.
Además, entregó por nuestra salvación todo cuanto tomó de nosotros. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció, sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño sagrado que nos lava, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.
Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida.

¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?
No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. [...]

Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia.




SEÑOR, NO SOY DIGNO DE QUE ENTRES EN MI CASA



Evangelio según San Lucas 7,1-10. 

Cuando Jesús terminó de decir todas estas cosas al pueblo, entró en Cafarnaún. 

Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor. 

Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: "Él merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga". 

Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: 

"Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. 

Porque yo -que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes- cuando digo a uno: 'Ve', él va; y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: '¡Tienes que hacer esto!', él lo hace". 

Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe". 

Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.