«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo presenta el evento prodigioso
en Caná, una aldea de Galilea, durante una fiesta de bodas en la que participan
también María y Jesús, con sus primeros discípulos (cfr Jn 2. 1-11). La Madre
le hace notar al Hijo que falta el vino, y Jesús, después de responderle que su
hora no ha llegado todavía, acoge sin embargo su solicitud y dona a los
esposos el vino más bueno de toda la fiesta. El evangelista subraya que ‘Éste
fue el primero de los signos de Jesús. Así manifestó su gloria, y sus
discípulos creyeron en él’ (v. 11).
Los milagros, pues son signos extraordinarios que
acompañan la predicación de la Buena Noticia y tienen el objetivo de suscitar o
reforzar la fe en Jesús. En el milagro cumplido en Caná, podemos percibir un
acto de benevolencia de parte de Jesús hacia los esposos, un signo de la
bendición de Dios sobre el matrimonio. El amor entre hombre y mujer es un buen
camino para vivir el Evangelio, es decir para encaminarse con alegría por la
senda de la santidad.
Pero, el milagro de Caná no se refiere solo a los esposos.
Toda persona humana está llamada a encontrar al Señor en su vida. La fe
cristiana es un don que recibimos con el Bautismo y que nos permite encontrar a
Dios. La fe atraviesa tiempos de alegría y de dolor, de luz y de oscuridad,
como toda auténtica experiencia de amor. La narración de las bodas de Caná nos
invita redescubrir que Jesús no se nos presenta como un juez listo a
condenar nuestras culpas, ni como un comandante que nos impone seguir
ciegamente sus órdenes. Jesús se manifiesta como Salvador de la humanidad, como
hermano, como nuestro hermano mayor, Hijo del Padre, se presenta como Aquel que
responde a las expectativas y a las promesas de alegría que habitan en el
corazón de cada uno de nosotros.
Entontes, podemos preguntarnos: ¿conozco de verdad al
Señor así? ¿Lo siento cerca de mí, de mi vida? ¿Le estoy respondiendo en la
misma honda de aquel amor esponsal que Él manifiesta cada día a todos, a todo
ser humano? Se trata de darse cuenta de que Jesús nos busca y nos invita a
hacerle espacio en lo íntimo de nuestro corazón. Y en este camino de fe con Él
no se nos deja solos: hemos recibido el don de la Sangre de Cristo. Las grandes
tinajas de piedra que Jesús hace llenar de agua para cambiarla en vino (v.7)
son signo del pasaje de la antigua a la nueva alianza: en lugar del agua usada
para la purificación ritual, hemos recibido la Sangre de Jesús, derramada de
modo sacramental en la Eucaristía y de modo cruento en la Pasión y en la Cruz.
Los Sacramentos, que manan del Misterio pascual, infunden en nosotros la fuerza
sobrenatural y nos permiten saborear la misericordia infinita de Dios.
Que la Virgen María, modelo de meditación de las palabras
y de los gestos del Señor, nos ayude a redescubrir con fe la belleza y la
riqueza de la Eucaristía y de los otros Sacramentos, que hacen presente el amor
fiel de Dios para con nosotros. Así podremos enamorarnos cada vez más del Señor
Jesús, nuestro Esposo, y salir a su encuentro con las lámparas encendidas de
nuestra fe alegre, siendo así sus testimonios en el mundo»
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak)