La Cuaresma nos está invitando
permanentemente a conocer más y más a Jesucristo, a vivir con coherencia la fe,
con un estilo de vida que exprese y manifieste la bondad y el amor de Dios.
Expresemos
su misericordia, ofrezcamos signos concretos de su cercanía. Esta caricia de Dios que lleva alegría
al corazón de quien la percibe, a la vida personal y colectiva de los hombres,
se esconde en pequeñas cosas y alcanza su cumplimiento con espíritu de
servicio. A mí, siempre me ha impresionado la vida de san Pablo, el apóstol que
llevó la caricia de Dios a los gentiles. Su vida y sus obras son un cántico que
se puede resumir en esta palabra: alegría, gaudete. ¿Cómo es posible que en una
vida atormentada, llena de persecuciones, de hambre, de sufrimientos diversos,
siempre está presente la alegría? No encuentro otra explicación más que la
experiencia tan honda que él tiene del Señor y que le lleva a la conversión:
«No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Aquel que me ama hasta dar su vida por
mí y por todos los hombres, está cerca de mí. Y lo está en todas las
situaciones; por eso, en la profundidad del corazón reina una alegría que es
más grande que todos los sufrimientos.
Llevar la caricia de Dios a todos los hombres, es decir, llevar el
Evangelio, la Buena Noticia, y lograr que experimenten la alegría
de Jesucristo, es la gran tarea que tenemos sus discípulos. ¿Puede haber una
misión más hermosa que esta? ¿Hay algo más grande y más estimulante que llevar
el agua que quita la sed que todo ser humano tiene en lo más profundo de su
corazón? ¡Qué bien nos lo explica el salmo 41, cuando nos dice: «como busca la
cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío»! Anunciar y
testimoniar nuestra alegría es el núcleo de nuestra misión. Pero esto exige y
pide de nosotros una conversión en la raíz de nuestra vida. ¡Qué maravilla! Qué
oportunidad nos regala el Señor en este tiempo de Cuaresma: ni más ni menos que
ser colaboradores de la alegría a los demás. Cuando nuestro mundo está triste y
es negativo es porque olvida el retrato verdadero del hombre que tan
maravillosamente ha revelado Jesucristo con su vida, y la versión verdadera de
un Dios que nos ama y que nos dice los senderos por donde tenemos que caminar
si deseamos servir, vivir y hacer vivir, teniendo siempre las palabras
oportunas, hablando en verdad, aconsejando desde quien es Consejero y Maestro y
decidiendo con los modos y maneras que tiene quien decidió crear todo lo que
existe y entrar en esta historia para decirnos a los hombres la ruta que hemos
de tomar.
En el
inicio de la Cuaresma hemos oído expresiones como «conviértete y cree en el
Evangelio». Y es que la alegría cristiana radica en Jesucristo. La conquista
del éxito, la obsesión por el prestigio, la búsqueda de comodidades que
absorben nuestra vida de tal modo que excluyen a Dios de nuestro horizonte, no
traen la felicidad. La única alegría que llena el corazón humano
es la que procede de Dios. Nadie
podrá apagar la alegría que nace de la amistad con Dios. Una alegría que nos
acerca siempre a los demás y nos hace regalar la ternura de Dios, enseñándonos
que no hay mayor felicidad que aquella que dispone al ser humano para dar: dar
la vida, dar lo que soy y tengo, hacer partícipes a todos de los dones que me
han dado. ¡Ojalá brote en nosotros la alegría que nace de la conversión! Llena
nuestra vida, porque nos hace caer en la cuenta de cómo Dios nos ha mostrado
gratuitamente su rostro, su amor misericordioso, y nos llama a su casa y a
hacer de su casa un lugar donde se regala la amistad, la ternura y su gracia;
nos da la valentía de afrontar el mal solamente armados con su misericordia.
Habrá verdadera conversión si llevamos a todos los hombres la caricia de Dios, que
al fin y al cabo ha sido la que nosotros hemos experimentado en nuestra vida.
Esta caricia cambia y educa los corazones, nos hace sensibles a las cosas de
Dios que son las que necesita el hombre. Vivamos las exigencias del amor
misericordioso:
1. Dar una respuesta de amor en todas las situaciones que vivamos: Sabemos que ha sido Dios quien nos ha amado primero. Esto nos lleva a
descubrir que el amor no es solamente un mandato, es la respuesta a quien nos
ha amado, a quien nos ha dado el don del amor cuando vino a nuestro encuentro.
No damos de lo nuestro, damos de lo que se nos ha regalado como don para hacer
la tarea.
2. Hacer una entrega personal de toda nuestra vida: Si el amor engloba
nuestra existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el
tiempo, nuestra vida se convierte en éxtasis, pero no en el sentido de
arrobamiento momentáneo, sino como camino permanente, como es salir del yo
cerrado a la entrega de sí. Es no guardar la vida, sino perderla para
recobrarla.
3. Vencer la violencia que se instaura en este mundo con amor: ¡Qué
fuerza tiene contemplar la Cruz para descubrir cómo vence la violencia Jesús!
No lo hace al modo humano; vence con un amor capaz de llevarlo hasta la muerte.
La violencia no opone otra violencia más fuerte, se opone el amor hasta el fin.
Este modo humilde de vencer de Dios, con su amor, pone un límite a la
violencia.
4. Reconciliar a los hombres, sabiendo que el amor es más fuerte
que el odio: En la
Eucaristía celebramos la victoria de Cristo sobre la muerte, se nos muestra que
Dios es más fuerte que todos los poderes oscuros y tenebrosos de la historia.
Como nos dice san Pablo, Cristo derribó el muro del odio para reconciliar a los
hombres entre sí.
5. Salir convencidos de que es posible el amor: Todo ser humano
siente el deseo de amar y de ser amado, pero no sirve cualquier amor, hay que
descubrir que el futuro y la esperanza de la humanidad están en el amor
verdadero fiel y fuerte, que produce paz y alegría, que nos une a los hombres.
Siendo de Dios, este amor tiene un rostro humano: lo encontramos en Jesucristo.
6. El ser humano es mendigo de amor, tiene sed de amor: Ya san Juan Pablo
II nos decía que «el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un
ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor,
si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no
participa en él plenamente» (RH 10).
7. Amar como Jesús, es el corazón de la vida cristiana:
Convertirnos al amor es pasar de la amargura a la dulzura, de la tristeza a la
alegría. Y esto se hace viviendo con Dios y para Dios. Y así podremos responder
con nuestra vida a la pregunta «¿quién es mi prójimo?», describiendo en
nosotros la parábola del buen samaritano que termina diciendo: «Ve y haz tú lo
mismo».
Examinemos desde estas siete perspectivas si, en esta Cuaresma, estamos
disponiendo la vida para llevar la caricia de Dios a los hombres.
Con gran afecto, os bendice,
+ Carlos, arzobispo de Madrid