miércoles, 2 de abril de 2014

Con la gracia de Cristo, los esposos son espejo vivo y creíble de Dios y de su amor

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluimos el ciclo de catequesis sobre los Sacramentos hablando del Matrimonio. 

Este Sacramento nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un designio de alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión. Al inicio del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como coronación del relato de la creación, se dice: “Dios creó el hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer… Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne”. (Gen 1,27; 2,24). 

La imagen de Dios es la pareja matrimonial, el hombre y la mujer, los dos. No solamente el varón, el hombre, no sólo la mujer, no, los dos. Y ésta es la imagen de Dios: es el amor, la alianza de Dios con nosotros está allí, está representada en aquella alianza entre el hombre y la mujer. 

Y esto es muy bello, es muy bello.
Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.
 

1. Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del Matrimonio, Dios, por así decir, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios lineamientos y el carácter indeleble de su amor. Un matrimonio es la imagen del amor de Dios con nosotros, es muy bello. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, el Hijo y del Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es justamente éste el misterio del Matrimonio: Dios hace de los dos esposos un sola existencia. Y la Biblia es fuerte dice “una sola carne”, ¡así intima es la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio! Y es justamente este el misterio del matrimonio. Es el amor de Dios que se refleja en el matrimonio, en la pareja que decide vivir juntos y por esto el hombre deja su casa, la casa de sus padres, y va a vivir con su mujer y se une tan fuertemente a ella que se transforman, dice la Biblia, en una sola carne. No son dos, es uno.
 

2. San Pablo, en la Carta a los Efesios, pone de relieve que en los esposos cristianos se refleja un misterio “grande”: la relación establecida por Cristo con la Iglesia, una relación nupcial (cf. Ef 5 0,21-33). La Iglesia es la esposa de Cristo: esta relación. Esto significa que el matrimonio responde a una vocación específica y debe ser considerado como una consagración (cf. Gaudium et spes, 48; Familiaris consortio, 56). Es una consagración. El hombre y la mujer están consagrados por su amor, por amor. Los cónyuges, de hecho, por la fuerza del Sacramento, están investidos por una verdadera y propia misión, de modo que puedan hacer visible, a partir de las cosas simples, comunes, el amor con que Cristo ama a su Iglesia y continúa dando la vida por ella, en la fidelidad y en el servicio.
 

3. ¡Realmente es un designio maravilloso aquel que es inherente en el sacramento del Matrimonio! Y se lleva a cabo en la simplicidad y también la fragilidad de la condición humana. Sabemos muy bien cuántas dificultades y pruebas conoce la vida de dos esposos... Lo importante es mantener vivo el vínculo con Dios, que es la base del vínculo matrimonial.
El verdadero vínculo es siempre con el Señor. Cuando la familia reza, el vínculo se mantiene. Cuando el esposo reza por la esposa y la esposa reza por el esposo ese vínculo se hace fuerte. Uno reza con el otro. Es verdad que en la vida matrimonial hay tantas dificultades, ¿tantas no? Que el trabajo, que el sueldo no alcanza, los chicos tienen problemas, tantas dificultades. Y tantas veces el marido y la mujer se ponen un poco nerviosos y pelean entre ellos, ¿o no? Pelean, ¿eh? ¡Siempre! Siempre es así: ¡siempre se peleas, eh, en el matrimonio! Pero también, algunas veces, vuelan los platos ¿eh? Ustedes se ríen, ¿eh? pero es la verdad. Pero no nos tenemos que entristecer por esto. La condición humana es así. El secreto es que el amor es más fuerte que el momento en el que se pelea. Y por esto yo aconsejo a los esposos siempre que no terminen el día en el que han peleado sin hacer la paz. ¡Siempre! Y para hacer la paz no es necesario llamar a las Naciones Unidas para que vengan a casa a hacer las paces. Es suficiente un pequeño gesto, una caricia: ¡Chau y hasta mañana! Y mañana se empieza de nuevo. Esta es la vida, llevarla adelante así, llevarla adelante con el coraje de querer vivirla juntos. Y esto es grande, es bello ¿eh?Es una cosa bellísima la vida matrimonial y tenemos que custodiarla siempre, custodiar a los hijos. 

Algunas veces yo he dicho aquí que una cosa que ayuda tanto en la vida matrimonial son tres palabras. No sé si ustedes recuerdan las tres palabras. Tres palabras que se deben decir siempre, tres palabras que tienen que estar en casa: “permiso, gracias, disculpa”. Las tres palabras mágicas, ¿eh? Permiso, para no ser invasivo en la vida de los conyugues. ”Permiso, pero, ¿qué te parece, eh?” Permiso, me permito ¿eh?
¡Gracias! Agradecer al conyugue: “pero gracias por aquello que hiciste por mí, gracias por esto”. La belleza de dar las gracias. Y como todos nosotros nos equivocamos, aquella otra palabra que es difícil de decir, pero que es necesario decirla: perdona, por favor, ¿eh? ¡Disculpa! ¿Cómo era? Permiso, gracias y disculpa. Repitámoslo juntos. Permiso, gracias y disculpa. Con estas tres palabras, con la oración del esposo por la esposa y de la esposa por el esposo y con hacer la paz siempre, antes de que termine el día, el matrimonio irá adelante. Las tres palabras mágicas, la oración y hacer la paz siempre. El Señor los bendiga y recen por mí. ¡Gracias!
Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia Mutual - RV

Pereza y formalismo en tantos cristianos cierran la puerta a la salvación

“Los cristianos anestesiados no hacen bien a la Iglesia”. Lo subrayó el Papa en su homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta. Francisco reafirmó que no es necesario detenerse en los formalismos, sino “implicarse”, vencer la pereza espiritual y correr el riesgo en primera persona para anunciar el Evangelio.
 

El Papa desarrolló su homilía deteniéndose en el pasaje del Evangelio que relata el encuentro entre Jesús y el paralítico quien, enfermo desde hacía 38 años, se encontraba debajo de los pórticos de la piscina, esperando la curación. Este hombre se lamentaba porque no lograba sumergirse, porque siempre lo precedía otra persona. Pero Jesús le ordena que se levante, que vaya. Un milagro que provoca las críticas de los fariseos, porque era sábado y decían que ese día no se podía hacer algo semejante.
 

El Santo Padre observó que en este relato encontramos dos enfermedades fuertes, espirituales. Dos enfermedades sobre las cuales, dijo, “nos hará bien reflexionar”. Ante todo, explicó Francisco, la resignación del enfermo, que se siente amargado y se lamenta:
 

“Yo pienso en tantos cristianos, tantos católicos: ¡Sí, son católicos, pero sin entusiasmo, e incluso amargados! ‘Sí, es la vida, es así, pero la Iglesia… Yo voy a Misa todos los domingos, pero mejor no implicarse, tengo fe para mi saludo, no siento la necesidad de ir a darla a otro…’. Cada uno en su casa, tranquilos por la vida… Sí tú haces algo, después te reprochan: ‘No, es mejor así, no correr riesgos…’”. Es la enfermedad de la pereza, de la pereza de los cristianos. Esta actitud que paraliza el celo apostólico, que hace de los cristianos personas quietas, tranquilas, pero no en el buen sentido de la palabra: ¡que no se preocupan por salir para anunciar el Evangelio! Personas anestesiadas”.


“Y la anestesia, añadió el Papa, es una experiencia negativa”. Ese no implicarse que se convierte en “pereza espiritual”. Es “la pereza – dijo – es una tristeza”: estos cristianos son tristes, “no son personas luminosas, son personas negativas. Y ésta es una enfermedad nuestra, de los cristianos”. Vamos a Misa “todos los domingos, pero – decimos – por favor no molestar”. Estos cristianos “sin celo apostólico”, advirtió Francisco, “no sirven, no hacen bien a la Iglesia.
Y cuántos cristianos son así – afirmó el Papa con aflicción – egoístas, para sí mismos”. Éste es el pecado de la pereza – dijo – que va contra el celo apostólico, contra las ganas de dar la novedad de Jesús a los demás, esta novedad que a mí me ha sido dada gratuitamente”. Pero en este pasaje del Evangelio – añadió el Papa – encontramos también otro pecado cuando vemos que Jesús es criticado por haber curado a un enfermo un sábado. El pecado del formalismo. “Cristianos – dijo el Obispo de Roma – que no dejan lugar a la gracia de Dios. Y la vida cristiana, la vida de esta gente es tener todos los documentos en regla, todos los cerificados”: “Cristianos hipócritas, como estos. A ellos sólo les interesaban las formalidades. ¿Era sábado? No, no se pueden hacer milagros el sábado, la gracia de Dios no puede actuar el sábado. ¡Cierran la puerta a la gracia de Dios! ¡Tenemos tantos en la Iglesia, tenemos tantos! Es otro pecado. Los primeros, los que cometen el pecado de la pereza, no son capaces de ir adelante con el celo apostólico, porque han decidido detenerse en sí mismos, en sus tristezas, en sus resentimientos, en todo eso. Estos no son capaces de llevar la salvación porque cierran la puerta a la salvación”.


Para ellos – dijo el Papa – cuentan “sólo las formalidades”. “No se puede: es la palabra que más usan”. Y a esta gente la encontramos también nosotros – añadió Francisco – y también nosotros “tantas veces hemos tenido pereza, o hemos sido hipócritas como los fariseos”. Y añadió que se trata de tentaciones que vienen, pero que “debemos conocerlas para defendernos”. A la vez que recordó que ante estas dos tentaciones, ante “ese hospital de campaña, allí, está el símbolo de la Iglesia”, ante “tanta gente herida”, Jesús se acerca y les pregunta: “¿Quieren curarse?” y “les da la gracia. La gracia hace todo”.
Y después, cuando se encuentra nuevamente con el paralítico, le dice que “no peque más”:
“Las dos palabras cristianas: ¿quieres curarte? No pecar más. Pero primero lo cura. Primero lo curó, después ‘no pecar más’. Palabras dichas con ternura, con amor. Y éste es el camino cristiano, el camino del celo apostólico: acercarse a tantas personas, heridas en este hospital de campaña, y también tantas veces heridas por los hombres y las mujeres de la Iglesia. Es una palabra de hermano y de hermana: ¿quieres curarte? Y después, cuando va adelante: ‘¡Ah, no peques más, que no hace bien!’. Es mucho mejor esto: las dos palabras de Jesús son más bellas que la actitud de la pereza o la actitud de la hipocresía”.

(María Fernanda Bernasconi – RV).