El religioso franciscano fundó nueve misiones al otro lado del Atlántico y luchó para que la sociedad nativa avanzara. Sin embargo, hace poco una estatua erigida en su honor fue decapitada en California
Los héroes no son solo aquellos que, espada y escudo en mano, luchan una cruenta batalla sabedores de sus escasas posibilidades de victoria. En muchas ocasiones, los ídolos no necesitan armas ni armadura. El vivo ejemplo de ello fue Junípero Serra, un fraile franciscano que -allá por el siglo XVIII- dejó atrás a su querida España y recorrió casi 10.000 kilómetros en barco hasta México para versar a los nativos en las artes, las ciencias y el comercio.
Olvidándose de su seguridad y bienestar personal, Serra fundó además nueve misiones en el Nuevo Mundo dedicadas por completo a garantizar el bienestar de los indígenas. Fue, en definitiva, un gran hombre con un enorme listado de buenas acciones. Las mismas que, allá por el año 2015, le llevaron a ser canonizado por el Papa Francisco.
La de Junípero Serra es una historia de bondad. Aunque no debían opinar lo mismo los exaltados que, hace menos de una semana, decapitaron y pintaron de rojo una estatua levantada en su honor cerca de la Antigua Misión de Santa Bárbara.
Por desgracia, este denigrante asalto no ha sido una excepción. El pasado 23 de agosto, por ejemplo, fue también atacada una efigie del religioso ubicada en la ciudad de Los Ángeles (California). Otro tanto ocurrió en 2015 cuando, pocas jornadas después de que nuestro protagonista fuese canonizado, unos vándalos derribaron varias de sus esculturas y pintaron sobre su lápida las palabras «Santo del genocidio».
Y es que, a día de hoy son muchos los nativos que -tal y como explica José A. Sanz en «Cruces y flechas»- consideran que el religioso fue «un carcelero» que «construyó auténticos campos de concentración» y obligó «a los indios a convertirse al catolicismo». Todo falsedades, en palabras del mismo autor: «No hay evidencia alguna para afirmar que, en tiempos de Serra, hubiera conversiones forzadas de indios al catolicismo; no hay evidencia alguna que muestre que Serra fuera personalmente cruel con los indios; durante la presidencia de Serra no hubo tal destrucción de los pueblos indígenas».
La visión más cruel de este fraile contrasta también con el hecho de que, a día de hoy, este héroe patrio es el único honrado con una estatua en el Capitolio de Washington.
Triste salida de España
La villa de Petra, en la isla de Mallorca, fue la urbe que vio nacer al futuro evangelizador el 24 de noviembre de 1713. Así lo afirma el también religioso del XVIII Francisco Palou (amigo inseparable de nuestro protagonista) en su obra Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del V. P. Fray Junípero Serra.
El autor señala además que «fueron sus padres Antonio Serra y Margarita Ferrer, humildes labrados, honrados, devotos, y de exemplares costumbres» los que instruyeron a Miguel José (pues ese era su verdadero nombre) «en el santo temor de Dios». La infancia de nuestro protagonista, por tanto, se forjó en base a la religión. Así lo deja claro el cronista, quien señala que «desde luego que empezó a andar, [comenzó] a frequentar la Iglesia y Convento de San Bernardino».
Su paso por aquella escuela le granjeó, en palabras de Palou, grandes conocimientos en «la latinidad, de la que salió perfectamente instruido». Pronto quedó claro que poseía aptitudes más que claras para la filosofía y que se sentía atraído por la religión. Por ello, y a la edad de 15 años, empezó a asistir a las clases del convento de San Francisco de Palma.
«Sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero», explicaba el fallecido Salustiano Vicedo en su dossier Beato Junípero Serra (1713-1784), Apóstol de Sierra Gorda y California.
A partir de entonces se dedicó al estudio y a la docencia. Tarea en la que destacó sobremanera formando a decenas de discípulos. Y así permaneció hasta 1741.
Con todo, su paso por la tarima le duró poco. Ansioso de predicar en el Nuevo Mundo, Serra no pudo contener la alegría cuando le informaron de que, finalmente, se había aceptado su petición para cruzar el Atlántico y unirse al Colegio de Misioneros de San Fernando (en México). La felicidad inicial, no obstante, le duró poco. Y es que, aquello implicaba alejarse de sus padre. Al final nuestro protagonista no tuvo valor para decirles la verdad. «Visitó á sus ancianos padres, despidiéndose y tomado la bendición de ellos para volverse, respecto á haber concluido su tarea; á quienes; dexó asimismo ignorantes de su determinación, quedando por esto mas oculta», añade Palou.
Los horrores del viaje
El 13 de abril de 1749 Serra partió hacia Málaga rumbo a Cádiz. Este viaje ha sido, en cierto modo, olvidado por la historia. Sin embargo, fue más importante de lo que dejan entrever las crónicas. ¿La razón? Que, durante el trayecto, el fraile tuvo un enfrentamiento con el capitán del bajel que podría haber dado con sus huesos en el mar.
En palabras de Palou, presente en el viaje, aquel sujeto era un «hereje protervo» que no dudó en provocar a los religiosos durante las quince jornadas que estuvieron en el barco. Siempre según sus escritos, el marino atacó durante todo el trayecto a la religión «hablando inglés o algo de portugués» (pues no sabía español) y leyendo pasajes de la Biblia que consideraba inadecuados.
Serra, por su parte, no evitó el conflicto durante aquellas jornadas. «Como nuestro Fray Junípero era tan instruido y versado en el dogma y las sagradas escrituras, […] intentaba que percibiera su error», añade Palou. El enfrentamiento, en principio dialéctico, terminó desquiciando al capitán, quien llegó a «ponerle un puñal a a la garganta con intenciones (al parecer) de quitarle la vida». Sin embargo, parece que desistió cuando el español le señaló que «si no nos ponía en Málaga, nuestro rey pediría al de Inglaterra por nosotros, y su cabeza lo pagaría».
En cualquier caso, Serra arribó sano y salvo a Cádiz y, desde allí, partió hasta Veracruz (en México). A este lugar llegó tras una travesía de 99 jornadas.
Por desgracia, su suplicio no acabó cuando pisó México. Y es que, en su camino al Colegio de Misioneros de San Fernando tuvo un percance que le dejó marcado de por vida. «Se hincharon los pies a […] Junipero, de suerte que llegó á una Hacienda sin poderse tener; atribuyeronlo á picadas de zancudos por la mucha comezón que sentía, […] Le amaneció ensangrentado todo con cuyo motivo se le hizo una llaga […] le duró toda la vida», añade Palou. Ni eso podría con nuestro protagonista, decidido a continuar su labor evangelizadora y civilizadora.
Labor civilizadora
Como bien señala Vicedo en su dossier sobre este personaje, Serra permaneció seis meses en el Colegio de Misioneros de San Fernando. Pasado este tiempo dirigió sus pasos hacia la llamada Sierra Gorda (en Querétaro, México). Allí, según Palou, fueron recibidos calurosamente por los nativos de las diferentes misiones. Palabras que acaban radicalmente con la extendida idea de que los indígenas odiaban la labor de los cristianos.
Una vez en la zona, nuestro protagonista se dedicó en primer lugar a aprender la lengua de los lugareños y a dar a conocer entre ellos la religión cristiana. «Intentó imprimir en sus tiernos corazones la devoción al Señor», completa el cronista en su extensa obra.
Pero esa no fue su única labor. «Para que los indios tuviesen qué comer y vestir […] agenció por medio de sindico el aumento de bueyes, vacas, bestias, y ganado menor de pelo y lana, maíz, y frixol para poner en corriente alguna siembra, en lo qual se gastó no solo el sobrante de los 300 pesos […] que daba S. M. á cada Ministro para su manutencion, sino también la limosna que se podía conseguir por misas, y la que ofrecían algunos bienhechores», explica Palou.
En poco tiempo consiguió también aumentar las cosechas que daban de comer a los indios. Algo que logró, entre otras cosas, «aparatando [a los indios] de toda la ociosidad en la que se habían criado», organizándolos y enseñándoles técnicas avanzadas de cultivo. Por si fuera poco, también les ayudó a construir granjas y talleres.
La labor, sin duda, ayudó a los nativos a avanzar. «Fue tal la transformación realizada en aquella zona montañosa que, de un erial infructuoso, sus valles se transformaron en fecundo vergel. Y unos indios semisalvajes y ariscos, quedaron convertidos en sociables ciudadanos, instruidos en los diferentes campos de la actividad humana de aquellos tiempos», añade, en este caso, Vicedo.
El mayor defensor de la labor de Serra era Palou, pues entendía -en palabras de Sanz- que «era un modelo de misionero y que su plan de misiones era el único remedio para que los indios tuvieran un futuro».
Durante aquella vorágine civilizadora fue requerida la presencia de Serra en San Saba (Texas). Más concretamente, en una misión que había sido arrasada a base de flechas por los apaches. El fraile (para entonces «Presidente de los misioneros») aceptó, pero finalmente se canceló su partida. Por ello, y en palabras de Vicedo, «se dedicó a dar misiones populares por todo el Territorio de la Nueva España» durante un año.
Primera expedición
Mientras Serra evangelizaba medio México, la situación internacional se recrudecía. Ejemplo de ello es que, en 1767, los jesuitas fueron expulsados de todos los territorios españoles. Una decisión que dejó vacías sus misiones en la Baja California y obligó a franciscanos como Serra a asentarse en ellas. «Salimos el día 12 de marzo de dicho año, habiendo anochecido ya», añade Palou, quien viajó junto a Junípero.
Por si esta situación no fuese ya lo suficientemente peliaguda para España (la cual se arriesgaba a perder una buena parte de las misiones en la Baja California), un año después de que Serra arribara a su nuevo puesto llegaron informes de que los rusos buscaban colonizar el noroeste americano. Un desastre para los intereses de nuestra corona en la zona.
¿Cuál fue la solución ofrecida por los españoles? Adelantarse a sus competidores. «El Visitador Real José de Gálvez propuso al gobernador una expedición a Monterrey», explica Matt A. Casado en California hispana: Descubrimiento, colonización y anexión por los Estados Unidos. Sin embargo, sabía que le sería imposible colonizar solo con las armas, por lo que hizo llamar a Serra.
La expedición partió el 10 de abril de 1769 en dirección a Monterrey bajo el mando de Gaspar de Portolá. El viaje fue más duro que cualquiera de los anteriores en los que había participado Serra. Los episodios que vivieron aquellos hombres así lo atestiguan. El 28 de mayo, por ejemplo, los nativos trataron de detener el avance de los soldados españoles por las bravas a la altura de una zona llamada la Cieneguilla, aunque los nuestros los dispersaron a base de tiros al aire.
«Fray Junípero era entusiasta, pero no ciego. Sabía que en cualquier momento los indios se podían convertir en una amenaza», añade Sanz. Lo cierto es que no le faltaba razón. Y así que claro el 27 de junio cuando, de la nada, aparecieron dos grupos de nativos armados con arcos y flechas que se ubicaron en los flancos de la expedición. Los nuestros se pusieron en guardia pensando que les tocaría defenderse hasta la muerte. Pero no sucedió nada. Según explicó Serra en sus memorias, los indios se dedicaron a dar alaridos hasta que se cansaron y se marcharon.
A primeros de julio la expedición arribó al puerto de San Diego, donde nuestro protagonista fundó la primera misión de la Alta California, la de San Diego de Alcalá.
La estructura social y militar que se generó alrededor de esta misión sería más que revolucionaria. De esta forma lo explican, al menos, Fernando Martínez Laínez y Carlos Canales en su obra Banderas Lejanas. La exploración, conquista y defensa por España del territorio de los actuales Estados Unidos: «[Allí] se hubo de destinar seis soldados. Así nació un sistema muy eficaz que luego fue copiado en toda California en aquellos lugares donde no había un presidio que diese protección inmediata a los misioneros. Consistía en dotar de una pequeña unidad militar a cada asentamiento en el que los religiosos y los indios cristianizados cultivaban la tierra y producían alimentos».
Vicedo recuerda en su dossier que las relaciones con los nativos no fueron todo lo amables que nuestro protagonista hubiera querido. Aunque ni las tensiones ni los robos perpetrados por los indios le impidieron continuar su labor civilizadora.
Tampoco se rindió cuando su campamento fue atacado ni cuando los alimentos se agotaron y Portolá ordenó la retirada.
«Sus ruegos lograron que se aplazara la retirada y, en el ínterin, llegó el barco con nuevos recursos», añade Vicedo. Al final, la tenacidad mostrada por Serra y sus deseos de cristianización hicieron que pudiese formar su segunda misión (la de San Carlos de Borromeo) en Monterrey allá por 1771. «Hizo la fundación del establecimiento con misa cantada y demás ceremonias de costumbre», añade Palou en su obra.
Otras misiones
Tras estas dos primeras, Junípero Serra fundó otras tres misiones más: la de San Antonio de Padua (1771), la de San Gabriel Arcángel (1771) y la de San Luis Obispo de Tolosa (1772).
La creación de la última de esta lista (auspiciada por el lugarteniente de Portolá, Pedro Fages) fue particularmente feliz para los nativos. «Serra convenció a Fages para que le dejara algunos hombres y así poder fundar una nueva misión, que recibió el 1 de septiembre de 1772 el nombre de San Luis Obispo de Tolosa. La amistad de los indios, agradecidos por [una] matanza de osos que Fages había llevado a cabo un año antes, garantizó el éxito del nuevo asentamiento», añaden Laínez y Canales en su obra.
En los años siguientes, el número de misiones creadas por Junípero Serra aumentó hasta un total de nueve. Así lo explica Palou en su libro, en el que se señala además que el fraile se desvivió para llevar víveres a las mismas con el objetivo de que ningún nativo pasase hambre.
Entre todas ellas destacó la creación de una misión ubicada a medio camino entre las regiones de Los Ángeles y San Diego. Su levantamiento comenzó en 1774, cuando el fraile Fermín Luasén y un comandante llamado Francisco Ortega fueron enviados a la actual zona de San Juan Capistrano con el objetivo de fundar un centro religioso.
La labor de los mismos, que en principio se desarrolló sin problema alguno, tuvo que ser detenida repentinamente cuando recibieron órdenes de regresar al punto de partida por culpa de un ataque nativo.
La misión (todavía sin fundar) quedó totalmente abandonada. Sin embargo, poco después partió hacia la zona Junípero Serra para continuar el trabajo. Lo hizo, además, junto a dos misioneros (fray Pablo Mugartegui y fray Gregorio Amurrio), un cabo y diez soldados.
«Llegaron al sitio en donde hallaron enarbolada [una] cruz [dejada por Ortega] y desenterraron las campanas, a cuyo repique acudieron los gentiles muy festivos de ver que volvían a su tierra los padres. Hizóse una enramada, y puesto el altar dijo en él el venerable padre presidente la primera misa. Deseoso de que se adelantase la obra, tomó el trabajo de pasar su reverencia a la misión de San Gabriel a fin de traer algunos neófitos para ayuda de la obra, algún socorro de víveres para todos y el ganado vacuno que ya estaba», añade Palou.
Debemos suponer que el monje pasó sus últimos días feliz por el buen trabajo realizado a lo largo y ancho del continente americano. «Cuando el misionero murió en la misión de Carmel [en 1784], las exequias fúnebres que se hicieron fueron impresionantes. Tras la muerte de fray Junípero, el padre Fermín Francisco Lasuén quedó como director de las misiones, y con él tuco que coordinarse Fages», completan los divulgadores históricos españoles.
A la tumba, nuestro protagonista se llevó también el odio de algunos gobernadores de California que le impidieron realizar más fácilmente su tarea y la leyenda negra que se generó a su alrededor. Un mito imposible de entender atendiendo a su currículum civilizador.
Falsa leyenda negra
La historia de Junípero Serra nos habla de bondad y de piedad. Así lo demuestra el que fuera beatificado por Juan Pablo II en 1988 y, posteriormente, canonizado por el Papa Francisco allá por 2015. Este último señaló durante una de sus homilías que el misionero había tenido que lidiar con la dura mentalidad de los conquistadores que viajaban hasta el otro lado del mundo.
«Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos», explicó hace dos años el Sumo Pontífice.
Sin embargo, ni su pasado misionero ni su reconocimiento internacional han servido para acallar a aquellos que creen que participó en el genocidio que los españoles cometieron en América. En 2015, por ejemplo, algunas asociaciones nativas cargaron frontalmente contra su memoria aprovechando su canonización.
Una de ellas fue «Mexica Movement», defensora de la «liberación americana de los europeos». Esta, a través de uno de sus representantes (Olin Tezcatlipoca) declaró a la cadena CNN que Junípero Serra había «planificado el genocidio». La afirmación es una de las más benévolas, ya que el grupo ha llegado a señalar que el religioso «era un racista que cometió crímenes inmorales y genocidas contra nuestra gente».
El grupo también ha tildado, a lo largo de los últimos años, a las misiones de Serra de ser realmente campos de concentración para los nativos. Una teoría que suscribió posteriormente Andrew Salas (presidente tribal de la nación Kizh) en la cadena BBC: «Eran campos de exterminio para mi gente. Ellos sirvieron de esclavos para erigir algunos de los ejemplos más bellos de la arquitectura del estado de California, que no eran más que una fachada de los insalubres campos de la muerte».
Estos grupos son partidarios también de que los nativos eran obligados a vivir en las misiones fundadas por los españoles en unas condiciones de absoluta insalubridad. Además, no señalan que los españoles repartían comida a diario entre los indios y les protegían de sus enemigos en estas instalaciones. Para contrarrestar esta muestra de solidaridad explican que muchos pueblos no tenían más remedio que alojarse allí debido a que eran las únicas zonas en las que había alimento.
Asociaciones como «Mexica Movement» también esgrimen que los misioneros (así como los soldados españoles) solían azotar a los nativos cuando se comportaban de una manera inadecuada. En este sentido, cargan contra Serra arguyendo que envió una carta en 1780 en la que afirmaba que no tenía problemas de conciencia por ello debido a que era «el método que se usa en todo el mundo, ha sido practicado por todos los santos misioneros, y es recomendado por las autoridades civiles».
Sin embargo, se olvidan de señalar que aquella era una práctica tristemente habitual y que, a su vez, también la sufrían los soldados españoles fugitivos. Por si fuera poco, no hay evidencias de que el mismo fraile fuera el que empuñara el cuero.
A fray Junípero también se le reprocha el haber fundado un sistema de misiones que acabó con una buena parte de la civilización indígena. En este caso, de lo que no se acuerdan los mencionados grupos es de episodios como el acaecido a mediados de julio de 1776. Durante aquellos días, Serra pidió clemencia para un grupo de nativos que había atacado un asentamiento español.
«Fray Junípero tenía buenas razones para pedir clemencia por los indios […] que habían destruido la misión de San Diego. Se lo dijo a Teodoro de Croix, primer comandante general de las Provincias Internas (carta del 22 de agosto de 1778): esos rebeldes y asesinos eran sus hijos, engendrados en Cristo».