«Un día, cuando se bautizaba mucha gente, Jesús también
se bautizó». Con
esta frase tan sencilla nos narra el evangelista Lucas el acontecimiento del Bautismo
de Jesús cuya fiesta celebramos este Domingo. Un hecho que
probablemente pasó desapercibido para muchos de los que estaban recibiendo el
bautismo de conversión de manos de Juan y que, sin embargo, transformó ese
gesto ritual en una realidad totalmente nueva y radicalmente distinta. Juan, el
primo de Jesús, fue consciente de ello. Sabía que Jesús era “mas fuerte que él”
y que administraría el bautismo con fuego y Espíritu Santo, que llevaría a
plenitud lo que él realizaba como figura.
Jesús
quiso participar del bautismo que impartía Juan como uno más entre la multitud.
¿Por qué hace esto Jesús? ¿Por qué Jesús quiso bautizarse? Desde los primeros siglos de la
historia cristiana, la Iglesia ha dado respuesta a esta pregunta desde distintos
y complementarios ángulos. Ciertamente Jesús no necesitaba ser purificado de
pecado alguno. Y, sin embargo, se hace bautizar por Juan. San Ambrosio de Milán
redondea una respuesta y explica: «Fue bautizado el Señor no para
purificarse sino para purificar las aguas, a fin de que, purificadas por la
carne de Jesucristo, que no conoció el pecado, tuviesen la fuerza para bautizar
a los demás». Otros padres y autores explican cómo el Bautismo de
Jesús lleva a su plenitud una serie de hechos de la historia del pueblo de
Israel (el paso del Mar Rojo, el diluvio universal por ejemplo) que
precisamente anunciaban la llegada de ese momento definitivo en el que Dios
salvaría a la humanidad no ya del faraón y sus ejércitos sino de la plaga más
terrible de todas, de la mayor de las rupturas, de su peor enemigo: del pecado.
Como
cristianos formamos parte del devenir histórico de ese Cuerpo que nace de las
aguas del Bautismo. El Papa Francisco lo describe como el eslabón de una cadena
que nos une con todos los cristianos que han sido sumergidos en las aguas del
Bautismo y han renacido a la vida nueva en Cristo: «En este Cuerpo, en
este pueblo en camino, se transmite de generación en generación la fe de la
Iglesia. Es la fe de María, nuestra Madre, la fe de San José, de San Pedro, de
San Andrés, de San Juan, la fe de los Apóstoles y de los mártires, que llegó
hasta nosotros, a través del Bautismo». ¡Qué hermosa y profunda
realidad! Como bautizados somo parte de esa cadena initerrumpida de
transmisión de la fe. Ante ello nos podemos una pregunta concreta: ¿Mi
vida cotidiana es reflejo coherente de esa fe que he recibido en mi Bautismo?
¿Qué puedo hacer para ser cada día un poquito más coherente que el anterior?
Siempre
descubriremos en nuestra conciencia y en nuestro actuar faltas y pecados que
nos alejan del Señor, que nos hacen indignos del nombre de cristianos. No es
motivo para desanimarse ni para profundizar las rupturas. El Señor Jesús, al
ponerse en la “fila” para recibir el bautismo de Juan nos da una gran lección
en este sentido. Él realmente se ha hecho uno más entre nosotros. Aquél
que no necesita conversión se pone en fila junto con los pecadores (con cada
uno de nosotros que sí la necesitamos). Se pone —podríamos decir— de nuestra
parte. «Jesús quiere ponerse del lado de los pecadores haciéndose
solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario
con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros
egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le
aceptamos en nuetra vida, Él es capaz de levantarnos de nuevo. Jesús se
sumergió realmente en nuestra condición humana, la vivió hasta el fondo, salvo
en el pecado, y es capaz de comprender su debilidad y fragilidad» (Benedicto
XVI). ¡Qué bendición podernos experimentar comprendidos por Alguien justamente
cuando nos descubrimos débiles y frágiles!
Esta
fiesta del Señor Jesús es, pues, una celebración de esperanza para todos los
que somos pecadores y reconocemos la ruptura y la tentación en nuestra vida.
Tenemos esperanza porque Cristo, que se ha hecho uno de nosotros, camina a
nuestro lado y nos vivifica. Cuando nos descubramos siendo incoherentes,
cuando experimentemos la fuerza del pecado, cuando nos sintamos vulnerables,
cuando nos falten las fuerzas, miremos a nuestro alrededor: somos parte de un
Cuerpo del que Cristo es la Cabeza. No estamos solos. Profesamos la misma fe
que María y los Apóstoles. Jesús nos sostiene y nos fortalece, nos levanta si
caemos, nos da aliento si desfallecemos. En verdad Él es nuestro Salvador y su
Rostro nos manifiesta la infinita misericordia y amor que Dios nos tiene.
Ignacio Blanco