Hoy la Palabra de Dios nos sorprende con
un lenguaje alegórico fuerte que nos hace pensar. Un lenguaje alegórico que nos
desafía pero también estimula nuestro entusiasmo.
En la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están
profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato. En el Evangelio,
Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre sacar
espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y Jesús
reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente. ¡Ojalá fueran
todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera obrar
milagros en el nombre del Señor!
Jesús encuentra, en cambio, hostilidad en
la gente que no había aceptado cuanto dijo e hizo. Para ellos, la apertura de
Jesús a la fe honesta y sincera de muchas personas que no formaban parte del
pueblo elegido de Dios, les parecía intolerable. Los discípulos, por su parte,
actuaron de buena fe, pero la tentación de ser escandalizados por la libertad
de Dios que hace llover sobre «justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la
burocracia, el oficialismo y los círculos íntimos, amenaza la autenticidad de
la fe y, por tanto, tiene que ser vigorosamente rechazada.
Cuando nos damos cuenta de esto, podemos
entender por qué las palabras de Jesús sobre el escándalo son tan duras. Para
Jesús, el escándalo intolerable consiste en todo lo que destruye y corrompe
nuestra confianza en este modo de actuar del Espíritu.
Nuestro Padre no se deja ganar en
generosidad y siembra. Siembra su presencia en nuestro mundo, ya que «el
amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó
primero» (1Jn 4,10). Amor que nos da una certeza honda: somos buscados por Él,
somos esperados por Él. Esa confianza es la que lleva al discípulo a estimular,
acompañar y hacer crecer todas las buenas iniciativas que existen a su
alrededor. Dios quiere que todos sus hijos participen de la fiesta del Evangelio.
No impidan todo lo bueno, dice Jesús, por el contrario, ayúdenlo a crecer.
Poner en duda la obra del Espíritu, dar la impresión que la misma no tiene nada
que ver con aquellos que «no son parte de nuestro grupo», que no son «como
nosotros», es una tentación peligrosa. No bloquea solamente la conversión a la
fe, sino constituye una perversión de la fe.
La fe abre la «ventana» a la presencia
actuante del Espíritu y nos muestra que, como la felicidad, la santidad
está siempre ligada a los pequeños gestos. «El que les dé a beber un vaso de
agua en mi nombre –dice Jesús– no se quedará sin recompensa» (Mc 9,41). Son
gestos mínimos que uno aprende en el hogar; gestos de familia que se pierden en
el anonimato de la cotidianidad pero que hacen diferente cada jornada. Son
gestos de madre, de abuela, de padre, de abuelo, de hijo. Son gestos de
ternura, de cariño, de compasión. Son gestos del plato caliente de quien espera
a cenar, del desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar. Son gestos de
hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de una larga
jornada de trabajo. El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la atención
mínima a lo cotidiano que hace que la vida tenga siempre sabor a hogar. La fe
crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso, nuestras familias,
nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el lugar propio donde
la fe se hace vida y la vida se hace fe.
Jesús nos invita a no impedir esos
pequeños gestos milagrosos, por el contrario, quiere que los provoquemos, que
los hagamos crecer, que acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a
despertar todos los pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y
actuante en nuestro mundo.
Esta actitud a la que somos invitados nos
lleva a preguntarnos: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en
nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos dejarle a
nuestros hijos? (cf. Laudato si’, 160). Pregunta que no podemos responder sólo
nosotros. Es el Espíritu que nos invita y desafía a responderla con la gran
familia humana. Nuestra casa común no tolera más divisiones estériles. El
desafío urgente de proteger nuestra casa incluye la preocupación de unir a toda
la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues
sabemos que las cosas pueden cambiar (cf. ibid., 13). Que nuestros hijos
encuentren en nosotros referentes de comunión. Que nuestros hijos encuentren en
nosotros hombres y mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar
todo lo bueno que el Padre sembró.
De manera directa, pero con afecto, Jesús
dice: «Si ustedes, pues, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos,
¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
(Lc 11,13) Cuánta sabiduría hay en estas palabras. Es verdad que en cuanto a
bondad y pureza de corazón nosotros, seres humanos, no tenemos mucho de qué
vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que, en lo que se refiere a los niños, somos
capaces de una generosidad infinita. Por eso nos alienta: si tenemos fe, el
Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros los cristianos, discípulos del
Señor, pedimos a las familias del mundo que nos ayuden. Somos muchos los que
participamos en esta celebración y esto es ya en sí mismo algo profético, una
especie de milagro en el mundo de hoy. Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá
cada uno de nosotros se abriera a los milagros del amor para el bien de todas
las familias del mundo, y poder así superar el escándalo de un amor mezquino y
desconfiado, encerrado en sí mismo e impaciente con los demás.
Qué bonito sería si en todas partes, y
también más allá de nuestras fronteras, pudiéramos alentar y valorar esta
profecía y este milagro. Renovemos nuestra fe en la palabra del Señor que
invita a nuestras familias a esa apertura; que invita a todos a participar a la
profecía de la alianza entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a
Dios.
Todo el que quiera traer a este mundo una
familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que tenga como
propósito vencer al mal –una familia que muestra que el Espíritu está vivo y
actuante– encontrará nuestra gratitud y nuestra estima, no importando el
pueblo, la región o la religión a la que pertenezca.
Que Dios nos conceda a todos, como
discípulos del Señor, la gracia de ser dignos de esta pureza de corazón que no
se escandaliza del Evangelio.