Mientras se encuentra en pleno desarrollo la XIV Asamblea
General Ordinaria, conmemorar el cinquantesimo aniversario de la
institución del Sínodo de los Obispos es para nosotros motivo de alegría, de
alabanza y de agradecimiento al Señor. Desde el Concilio Vaticano II a la
actual Asamblea sinodal sobre la familia, hemos experimentado de manera poco a
poco más intensa la necesidad y la belleza de "caminar juntos".
En esta alegre circunstancia deseo dirigir un cordial
saludo a Su Eminencia el Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General, con
el Sub-Secretario Su Excelencia Monseñor Fabio Fabene, los Oficiales, los
Consultores y los otros Colaboradores de la Secretaría General del Sínodo de
los Obispos. Junto a ellos, saludo y agradezco por su presencia a los Padres
sinodales y a los otros Participantes a la Asamblea en curso, así como a todos
los presentes en esta Aula.
En este momento también queremos recordar a aquellos que,
en el transcurso de cincuenta años, han trabajado al servicio del Sínodo,
comenzando por los Secretarios Generales que se han alternado: los
Cardenales Władysław Rubin, Jozef Tomko, Jan Pieter Schotte y el Arzobispo
Nikola Eterović. Aprovecho esta ocasión para expresar de corazón mi
gratitud a todos cuantos, vivos o difuntos, han contribuido con un compromiso
generoso y competente al desarrollo de la actividad sinodal.
Desde el inicio de mi ministerio como Obispo de Roma he
intentado valorizar el Sínodo, que constituye una de las herencias más
preciosas de la última reunión conciliar. Para el Beato Pablo VI, el Sínodo de
los Obispos debía volver a proponer la imagen del Concilio ecuménico y
reflexionar sobre su espíritu y el método. El mismo Pontífice anunciaba que el
organismo sinodal «con el pasar del tiempo podrá ser mayormente perfeccionado».
A él hacia eco, veinte años más tarde, San Juan Pablo II, cuando afirmaba que
«tal vez este instrumento podrá aun ser mejorado. Quizás la colegial responsabilidad
pastoral puede expresarse en el Sínodo aún más plenamente» . Finalmente, en el
2006, Benedicto XVI aprobaba algunas variaciones al Ordo Synodi Episcoporum,
también a la luz de las disposiciones del Código de Derecho Canónico y del
Código de los Cánones de las Iglesias orientales, promulgados en el interin .
Debemos proseguir por este camino. El mundo en el que
vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones,
exige de la Iglesia el potenciamiento de las sinergias en todos los ámbitos de
su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios
espera de la Iglesia del tercer milenio
Lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo
contenido en la palabra “Sínodo”. Caminar juntos – Laicos, Pastores, Obispo de
Roma – es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil
ponerlo en práctica.
Después de haber reafirmado que el Pueblo de Dios está
constituido por todos los Bautizados llamados a “formar una casa espiritual y
un sacerdocio santo”, el Concilio Vaticano II proclama que “la totalidad de los
Fieles, teniendo la unción que viene del Santo (Cfr. 1 Jn 2,20 y 27), no puede
equivocarse en creer, y manifiesta esta propiedad mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el Pueblo, cuando desde los Obispos hasta el
último de los Fieles laicos muestra su consenso universal en cosas de fe y
moral”.
En la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium he
subrayado como “el Pueblo de Dios es santo en razón de esta unción que lo hace
infalible in credendo”, agregando que “todo Bautizado, cualquiera que sea su
función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un sujeto activo
de evangelización y sería inadecuado pensar a un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados en el cual el resto del Pueblo fiel
sería solamente receptivo de sus acciones”. El sensus fidei impide separar
rígidamente entre Ecclesia docens ed Ecclesia dicens, ya que también la Grey
posee un “instinto” propio para discernir los nuevos caminos que el Señor abre
a la Iglesia.
Ha sido esta convicción a guiarme cuando he deseado que el
Pueblo de Dios viniera consultado en la preparación de la doble cita sinodal
sobre la familia. Ciertamente, una consultación de este tipo en ningún modo
podría bastar para escuchar el sensus fidei. Pero, ¿cómo sería posible hablar
de la familia sin interpelar las familias, escuchando sus alegrías y sus
esperanzas, sus dolores y sus angustias? Por medio de las respuestas de los dos
cuestionarios enviados a las Iglesia particulares, hemos tenido la posibilidad
de escuchar al menos algunas de ellas en relación a las cuestiones que tocan
muy de cerca y sobre el cual tienen mucho que decir.
Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la
conciencia que escuchar “es más que oír”. Es una escucha reciproca en la cual
cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, Colegio Episcopal, Obispo de
Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el
“Espíritu de verdad” (Jn 14,17), para conocer lo que Él “dice a las Iglesias”
(Ap 2,7).
El Sínodo de los Obispos es el punto de convergencia de
este dinamismo de escucha llevado a todos los niveles de la vida de la Iglesia.
El camino sinodal inicia escuchando al Pueblo, que “también participa en la función
profética de Cristo”, según un principio querido en la Iglesia del primer
milenio: “Quod omnes tangit ab ómnibus tractari debet”. El camino del Sínodo
prosigue escuchando a los Pastores. Por medio de los Padres sinodales, los
Obispos actúan como auténticos custodios, intérpretes y testimonios de la fe de
toda la Iglesia, que debe saber distinguir atentamente de los flujos muchas
veces cambiantes de la opinión pública. A la vigilia del Sínodo del año pasado
afirmaba: “da el Espíritu Santo para que los Padres sinodales pidan, sobre
todo, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta sentir junto con Él el grito
del Pueblo, escucha del Pueblo, hasta respirar la voluntad a la cual Dios nos
llama”. Además, el camino sinodal culmina en la escucha del Obispo de Roma,
llamado a pronunciarse como “Pastor y Doctor de todos los cristianos”: no a
partir de sus convicciones personales, sino como testigo supremo de la fides
totius Ecclesiae, “garante de la obediencia y de la conformidad de la Iglesia a
la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la tradición de la Iglesia”.
El hecho que el Sínodo actué siempre cum Petro et sub
Petro – por lo tanto no sólo cum Petro, sino también sub Petro – no es una
limitación de la libertad, sino una garantía de la unidad. De hecho el Papa es
por voluntad del Señor, “el perpetuo y visible principio y fundamento de la
unidad tanto de Obispos cuanto de la multitud de los Fieles”. A esto se une el
concepto de ““jerarchica communio”, usado por el Concilio Vaticano II: Los
Obispos están unidos al Obispo de Roma por el vínculo de la comunión episcopal
(cum Petro) y al mismo tiempo están jerárquicamente sometidos a él como jefe
del Colegio (sub Petro)
El carácter sinodal, como dimensión constitutiva de la
Iglesia, nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el
mismo ministerio jerárquico. Si comprendemos que, como dice San Juan
Crisóstomo, “Iglesia y Sínodo son sinónimos” – porque la Iglesia no
es otra cosa que el “caminar juntos” de la Grey de Dios por los senderos de la
historia que sale al encuentro de a Cristo Señor – entendemos
también que en su interior nadie puede ser “elevado” por encima de los demás.
Al contrario, en la Iglesia es necesario que alguno “se abaje” para ponerse al
servicio de los hermanos a lo largo del camino.
Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al
Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la “roca” (Cfr. Mt 16, 18),
aquel que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (Cfr. Lc 22, 32). Pero en
esta Iglesia, como en una pirámide dada vuelta, la cima se encuentra por debajo
de la base. Por esto quienes ejercen la autoridad se llaman “ministros”:
porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de
todos. Cada Obispo, sirviendo al Pueblo de Dios, llega a ser para la porción de
la Grey que le ha sido encomendada, vicarius Christi, vicario de Jesús, quien
en la última cena se inclinó para lavar los pies de los apóstoles (Cfr. Jn 13,
1-15). Y, en un horizonte semejante, el mismo Sucesor de Pedro es el servus
servorum Dei.
¡Jamás lo olvidemos! Para los discípulos de Jesús, ayer,
hoy y siempre, la única autoridad es la autoridad del servicio, el único poder
es el poder de la cruz, según las palabras del Maestro: “Pero Jesús los llamó y
les dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y
los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así.
Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el
que quiera ser el primero que se haga su esclavo” (Mt 20, 25-27).
Entre ustedes no será así: en esta expresión alcanzamos el
corazón mismo del misterio de la Iglesia y recibimos la luz necesaria para
comprender el servicio jerárquico.
En una Iglesia sinodal, Sínodo de los Obispos es sólo la
más evidente manifestación de un dinamismo de comunión que inspira todas las
decisiones eclesiales.
El primer nivel de ejercicio de la sinodalidad se realiza
en las Iglesias particulares. Después de haber citado la noble institución del
Sínodo diocesano, en el cual Presbíteros y Laicos están llamados a colaborar
con el Obispo para el bien de toda la comunidad eclesial, el Código de derecho
canónico dedica amplio espacio a aquellos que usualmente se llaman los
“organismos de comunión” de la Iglesia particular: el Consejo presbiteral, el
Colegio de los Consultores, el Capítulo de los Canónigos y el Consejo pastoral.
Solamente en la medida en la cual estos organismos permanecen conectados con lo
“bajo” y parten de la gente, de los problemas de cada día, puede comenzar a
tomar forma una Iglesia sinodal: tales instrumentos, que algunas veces proceden
con cansancio, deben ser valorizados como ocasión de escucha y de
participación.
El segundo nivel es aquel de las Provincias y de las
Regiones Eclesiásticas, de los Consejos Particulares y, en modo especial, de
las Conferencias Episcopales. Debemos reflexionar para realizar todavía más, a
través de estos organismos, las instancias intermedias de la colegialidad,
quizás integrando y actualizando algunos aspectos del antiguo orden
eclesiástico. El auspicio del Consejo de que tales organismos puedan contribuir
a acrecentar el espíritu de la colegialidad episcopal todavía no se ha
realizado plenamente. En una Iglesia sinodal, como ya afirmé, “no es
oportuno que el Papa sustituya a los Episcopados locales en el discernimiento
de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido,
advierto la necesidad de proceder a una saludable descentralización”.
El último nivel es aquel de la Iglesia universal. Aquí el
Sínodo de los Obispos, representando al episcopado católico, se transforma en
expresión de la colegialidad episcopal al interno de una Iglesia toda sinodal.
Eso manifiesta la collegialitas affectiva, la cual puede volverse en algunas
circunstancias “efectiva”, que une a los Obispos entre ellos y con el Papa, en
el cuidado por el Pueblo de Dios.
El compromiso de edificar una Iglesia sinodal – misión a la cual
todos estamos llamados, cada uno en el papel que el Señor le confía – está
grávido de implicaciones ecuménicas. Por esta razón, hablando con una
delegación del Patriarcado de Constantinopla, he reiterado recientemente la
convicción de que "el atento examen sobre cómo se articulan en la vida de
la Iglesia el principio de la sinodalidad y el servicio de quien preside
ofrecerá una aportación significativa al progreso de las relaciones entre
nuestras Iglesias".
Estoy convencido de que, en una Iglesia sinodal, también
el ejercicio del primado Petrino recibirá mayor luz. El Papa no está, por sí
mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como Bautizado entre los
Bautizados y dentro del Colegio episcopal como Obispo entre los Obispos,
llamado a la vez, como Sucesor del apóstol Pedro- a guiar a la Iglesia de Roma,
que preside en el amor a todas las iglesias.
Mientras reitero la necesidad y la urgencia de pensar a
«una conversión del papado», de buen grado repito las palabras de mi predecesor
el Papa Juan Pablo II: "Como Obispo de Roma soy consciente [...], que la
comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la
fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy
convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al
constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades
cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de
ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su
misión, se abra a una situación nueva".
Nuestra mirada se extiende también a la humanidad. Una Iglesia
sinodal es como un emblema levantado entre las naciones (cfr. Is 11, 12) en un
mundo que – aun invocando participación, solidaridad y la transparencia en la
administración de la cosa pública – a menudo entrega el destino de poblaciones
enteras en manos codiciosas de pequeños grupos de poder. Como Iglesia que
"camina junto" a los hombres, partícipe de las dificultades de la
historia, cultivamos el sueño que el redescubrimiento de la dignidad inviolable
de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad podrán ayudar a la
sociedad civil a edificarse en la justicia y la fraternidad, generando un mundo
más bello y más digno del hombre para las generaciones que vendrán después de
nosotros.
(Traducción del italiano: María Fernanda Bernasconi, Raúl
Cabrera, María Cecilia Mutual, Griselda Mutual, Renato Martinez)