lunes, 11 de mayo de 2015

AMADOS DE DIOS

Pocos días como hoy concurren las lecturas con tanta fuerza y evidencia para afirmar el núcleo de la revelación: “Dios es amor” (1Jn 4, 7). 
Quizá no valoramos la expresión suficientemente, por ser manida y estar un tanto gastada, como si fuera fórmula aprendida del catecismo.
Y sin embargo, cuando uno experimenta en propia carne que Dios no lleva cuentas del mal, que perdona y “no hace distinciones” (Act 10, 34 ), seas de la nación que seas, que te quiere por ti mismo, se llega a ser consciente de que el amor de Dios no depende de la propia respuesta, ni siquiera de la fidelidad que tengamos, porque “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como victima de propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10).
Si descubres que el amor con el que eres amado, no es de compromiso, ni pasajero, sino que Jesucristo afirma: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9), ¿qué resistencia cabe ante tal derroche de amor y declaración de fidelidad?
Te puedo asegurar que si en algún momento de tu vida percibes en tu corazón la brisa del amor divino, quedarás conmovido como el profeta, postrado por sobrecogimiento, al mismo tiempo que sentirás la anchura interior y el abrazo envolvente de la misericordia.
Deja que entre en ti la declaración de amor más sincera, estable, gratuita, regeneradora, fiel, permanente, la declaración divina, y nada será igual. La existencia de cada uno de nosotros transcurre en la diferencia entre mendigar amor o en sabernos amados, en caminar heridos de nostalgia, o remecidos de agradecimiento.
¡Que distinto es levantarse cada mañana, sabiendo que alguien te mira, te espera, te acompaña, te quiere, de no saber para qué ni para quién vives!
“Tú eres amado”. Te puedo asegurar que estas palabras cambiaron mi vida, aunque por torpeza a veces las olvide, pero cuando se han grabado en el corazón en momentos de intensa soledad, siempre cabe volver a ellas. Se reconoce que son sinceras, restauradoras, discretas y, como cuando después de una gran sequía vuelven las lluvias suaves y templadas, todo el ser se estremece y le parece soñar, pero es verdad. ¡Somos amados!

No desperdicies la generosidad de Dios, de ella depende que gustes la felicidad posible en esta vida. Te lo deseo.
José Moreno de Buenafuente

NO DESVIARNOS DEL AMOR


El evangelista Juan pone en boca de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen, con una intensidad especial, algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo de los tiempos para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en nuestros días.

«Permaneced en mi amor». Es lo primero. No se trata solo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de todo orden. Lo importante será siempre no desviarse del amor.

Permanecer en el amor de Jesús no es algo teórico ni vacío de contenido. Consiste en «guardar sus mandamientos», que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Este es mi mandamiento; que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se multiplican. Solo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En cualquier época y situación, lo decisivo para el cristianismo es no salirse del amor fraterno.

Jesús no presenta este mandato del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros falta verdadero amor, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría.

Sin amor no es posible dar pasos hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No sabremos cómo generar alegría. Aún sin quererlo, seguiremos cultivando un cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón.

A nuestro cristianismo le falta, con frecuencia, la alegría de lo que se hace y se vive con amor. A nuestro seguimiento a Jesucristo le falta el entusiasmo de la innovación, y le sobra la tristeza de lo que se repite sin la convicción de estar reproduciendo lo que Jesús quería de nosotros.


José Antonio Pagola