viernes, 20 de marzo de 2015

El Papa recuerda la importancia de los ''cristianos escondidos'' de Japón

''Aunque la comunidad católica es pequeña la sociedad japonesa estima vuestras Iglesias locales por sus numerosas aportaciones, nacidas de la identidad cristiana, al servicio de las personas independientemente de su religión. Elogio vuestro esfuerzo en los ámbitoºs de la educación, la salud, la atención a los mayores, a los enfermos y discapacitados y vuestras obras de caridad que han sido muy importantes en la respuesta a la trágica devastación causada por el terremoto y el tsunami de hace cuatro años. También expreso mi profundo agradecimiento por vuestras iniciativas en favor de la paz, especialmente por seguir recordando al mundo el inmenso sufrimiento de la gente de Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial hace setenta años. De este modo no sólo hacéis frente a las necesidades de la comunidad, sino que también creáis oportunidades para el diálogo entre la Iglesia y la sociedad''.

El Papa Francisco se dirige así a los obispos de la Conferencia Episcopal de Japón que acaban de concluir su visita ad Limina y que celebran este mes el ''descubrimiento'', hace ciento cincuenta años de ''los cristianos escondidos'' en ese país. Un tema central en el discurso que el Santo Padre ha entregado a los prelados esta mañana.

''La Iglesia en Japón -escribe- ha experimentado abundantes bendiciones, pero ha conocido igualmente el sufrimiento. De esas alegrías y tristezas, vuestros antepasados en la fe os han dejado el legado de un patrimonio vivo que adorna la Iglesia de hoy y alienta su viaje hacia el futuro. Este patrimonio se arraiga en los primeros misioneros que llegaron a vuestras orillas para proclamar la palabra de Dios, Jesucristo. 

Pensemos ante todo en San Francisco Javier,.... Para muchos de ellos, así como para algunos de los primeros miembros de la comunidad católica japonesa, el testimonio de Cristo llegó hasta el derramamiento de sangre ... Como es el caso de San Pablo Miki y sus compañeros cuya inquebrantable fe en medio de la persecución se convirtió en un estímulo para la pequeña comunidad cristiana a perseverar en cada prueba''.

Otra faceta de este rico patrimonio es el descubrimiento de los "cristianos escondidos", es decir de aquellos que cuando todos los misioneros laicos y sacerdotes fueron expulsados del país, conservaron la fe cristiana. ''Las brasas de la fe, que el Espíritu Santo encendió con la predicación de los evangelizadores y se alimentó con el testimonio de los mártires siguieron ardiendo -subraya el Pontífice- gracias a los fieles laicos que conservaron la vida de oración y la catequesis de la comunidad católica en medio de grandes peligros y persecuciones''.

Estos dos pilares de la historia católica en Japón, la actividad misionera y los cristianos escondidos ''siguen sosteniendo la vida de la Iglesia hoy y brindan una guía para vivir la fe. En todas las épocas y lugares -prosigue Francisco- la Iglesia es siempre una Iglesia misionera, que quiere evangelizar y hacer discípulos entre todas las naciones, enriqueciendo la comunidad de creyentes e inculcándoles la responsabilidad de alimentar esta fe en el hogar y en la sociedad''.

La obra de la evangelización, sin embargo, ''no es responsabilidad exclusiva de aquellos que dejan sus hogares para ir a tierras lejanas a predicar el Evangelio. De hecho, por nuestro bautismo, estamos llamados a ser evangelizadores y dar testimonio de la Buena Nueva de Jesús dondequiera que estemos. Para ser una comunidad evangelizadora estamos llamados a salir, incluso si eso significa simplemente abrir la puerta de nuestras casas y salir para encontrar a nuestros vecinos... Si queremos que nuestros esfuerzos misioneros den frutos, el ejemplo de los "cristianos escondidos" tiene mucho que enseñarnos. Aunque numéricamente pocos y enfrentándose diariamente a la persecución fueron capaces de conservar la fe preocupándose por su relación personal con Jesús, una relación basada en una sólida vida de oración y un sincero compromiso con el bien de la comunidad. Los "cristianos escondidos" de Japón nos recuerdan que las tareas de fomentar la vida de la Iglesia y la de la evangelización requieren la participación plena y activa de los fieles laicos. Su misión es doble: participar en la vida de la parroquia y de la Iglesia local y permear el orden social con su testimonio cristiano''.


A través del testimonio de los fieles japoneses "la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra la belleza de este rostro pluriforme'', concluye el Papa citando su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium y advierte: ''Muy a menudo, cuando notamos la ausencia de este testimonio no es porque los fieles no quieran ser discípulos misioneros, sino más bien porque se creen incapaces de esa tarea. Os animo como pastores a inculcar en ellos un profundo reconocimiento de su vocación y ofrecerles expresiones concretas de apoyo y orientación para que puedan responder a este llamamiento con generosidad y valentía''.

Teresa y Jesús: amor que obra la semejanza

Tocada por dentro: «Aguardar a que el Señor obrase»
De jovencita, se había acostumbrado a un modo de orar de intuitiva cercanía a Cristo Hombre. Teresa se representaba a sí misma, junto a Él, abandonado de todos en el huerto de Getsemaní, la noche de la traición. Y acompañaba su desamparo.
Con la lectura del Tercer Abecedario comenzó a practicar el recogimiento interior. Recogerse era para ella abrirse amorosamente a la presencia del Señor: «Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro Bien y Señor, dentro de mí presente» (Vida 4, 7). Son años de acercamiento y búsqueda.
Pero conoció más adelante el enfriamiento del amor, cuando su encanto de mujer la tuvo permanentemente atada al locutorio, en las interminables visitas de quien rondaba sus gracias. Y sin embargo, todos le aseguraban que no había nada malo en ello: «que no era mal ver persona semejante, ni perdía honra, antes que la ganaba» (Vida 7, 7). Y el mismo Cristo se presenta ante ella cuando está con esas amistades, mostrándole cuánto le pesa verla extraviada, desentendida de su amor.
Ni eso le valió. Esta frívola distracción había encadenado los afectos de Teresa. Ni haciéndose fuerza podía deshacerse de sus grilletes. Tuvo que ser de nuevo el sufriente, el injuriado, el escarnecido Cristo de la pasión quien la apasionara para siempre. Y ella le suplica que la haga al fin fuerte y libre, hincada a sus pies, y como María Magdalena, deshecha en llanto.
Y comenzó a cambiar. El protagonismo de Cristo será creciente, avasallador, en la conquista de esta plaza fuerte que es Teresa, la de corazón recio. Una conquista de besos y vibrantes palabras de amor que zarandearon los cimientos de esta mujer: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles». Y se obró el milagro.
«Tenía este modo de oración, que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí; y hallábame mejor –a mi parecer– de las partes adonde le veía más solo. Parecíame a mí que, estando solo y afligido, como persona necesitada, me había de admitir a mí. De estas simplicidades tenía muchas; en especial me hallaba muy bien en la oración del huerto; allí era mi acompañarle; pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había tenido; si podía, deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor; mas acuérdome que jamás osaba determinarme a hacerlo, como se me representaban mis pecados tan graves. Estábame allí lo más que me dejaban mis pensamientos con él, porque eran muchos los que me atormentaban. Muchos años, las más noches, antes que me durmiese (cuando para dormir me encomendaba a Dios), siempre pensaba un poco en este paso de la oración del huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron se ganaban muchos perdones. Y tengo para mí que por aquí ganó muy mucho mi alma, porque comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto, como el no dejar de santiguarme para dormir» (Vida 9, 4).

Estarse con Él: «Acallado el entendimiento»

 Hay muchos modos de mirar, de mirarse. La mirada en Teresa es oración. Ese mirarse de Cristo y ella trasluce una relación personal, de inmediata viveza, en la que cada uno sabe de la presencia atenta y amorosa del otro. Y no hace falta más. Viven esa etapa de la relación en que se puede amar mirándose al fondo de los ojos, y descubriendo allí la propia alma. Las palabras son entonces lo de menos. Y, si llegan a surgir, son tan sólo un latido, un suspiro, una súplica, un susurro. Palabras de amor, sencillas y cálidas:
«Pues, tornando a lo que decía (de pensar a Cristo a la columna), es bueno discurrir un rato y pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y quién es el que las tuvo, y el amor con que las pasó; mas que no se canse siempre en andar a buscar esto, sino que se esté allí con él, acallado el entendimiento. Si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con él, y acuerde que no merecía estar allí. Cuando pudiere hacer esto (aunque sea al principio de comenzar oración), hallará grande provecho, y hace muchos provechos esta manera de oración; al menos, hallóle mi alma» (Vida 13, 22).

Cristo Hombre: «Tan buen amigo al lado»
Cristo Hombre expresa la inaudita proximidad de Dios y su deseo de compartir la suerte humana. «Compañero nuestro», empeñado en amar hasta el extremo en la dificultad: «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».
Por ello, se lamentará Teresa del tiempo en que se dejó contagiar por teorías contrarias a la Humanidad de Cristo, de corte neoplatónico, que invitaban a desentenderse de todo lo corpóreo. Pronto percibe que va por mal camino, que en lugar de avanzar en la relación, se queda fría y como «en el aire». Su carácter humanizador la lleva a reaccionar enérgicamente y convertirse en vigorosa defensora de un modo de orar en el que Cristo sea el centro. No importa la etapa espiritual en que uno se encuentre. Por Él nos vienen todos los bienes. Ella renuncia gustosa a cualquier gracia que le pudiera llegar por otra vía. La mística de Teresa está transida de Cristo: «Quisiera yo traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle esculpido en mi alma como yo quisiera» (Vida 22, 4).
Y como un amigo ante otro, Cristo llega hasta Teresa, «con quien tenía conversación tan continua». Y la palabra del Señor resuena tan intensa que no la capta el oído, pero se vierte mansamente en la sangre de Teresa como un bálsamo: «yo soy y no te desampararé». Es la suya siempre una palabra que «trae consigo esculpida una verdad».
Y el Señor también se le dejará ver, como a los amigos en la mañana de Pascua, en carne resucitada: «De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura».
Verdad que se esculpe en el alma, hermosura que se imprime en sus adentros. Así es Cristo para ella.

Su persona desprende una majestad infinita, pero con todo, lo que a Teresa le conmueve es la humildad y cercanía con que se le muestra, lejanísima del señorío ficticio de este mundo. Y sobre todo, le deslumbra tanto amor…
 «Pues quiero concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes, y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque, si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle su Majestad, pues sabe lo mucho que nos conviene, por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró. Amén» (Vida 22, 14).
Fuente: Carmelitas Descalzas de Puzol, 

Yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen.


Evangelio según San Juan 7,1-2.10.25-30.

Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.

Se acercaba la fiesta judía de las Chozas, Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.

Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías?

Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es".

Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen.

Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió".
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.

“El verdadero poder es el servicio”, decía el Papa hace dos años

En efecto, el martes  19 de marzo de 2013, en la Solemnidad de San José, Esposo de la Bienaventurada Virgen María y Patrono de la Iglesia Universal, el entonces recién elegido Papa Francisco celebraba la Santa Misa por el inicio oficial del su ministerio petrino. Misa solemne en la que participaron unos 200 mil fieles y peregrinos junto a las delegaciones oficiales de más de 130 países.
Antes de la misa el Papa Francisco había recorrido la Plaza de San Pedro durante varios minutos, deteniéndose a saludar, besar a algunos niños y bendecir a los miles de fieles presentes. Aquel día, el nuevo Obispo de Roma, que llegaba en un jeep blanco descubierto a una Plaza de San Pedro abarrotada de fieles, saludaba sonriendo y bendiciendo como hoy estamos acostumbrados a ver, mientras pasaba por el recinto, en el que se escuchaba, en tantos idiomas, el cariño y la devoción de la multitud.
El nuevo Papa ingresaba en la Plaza de San Pedro a las 8.50 hora local, en medio de miles de aplausos y vivas, así como del ondear de cientos de banderas, entre ellas muchas argentinas, y pancartas de movimientos eclesiales y otras de bienvenida en las que se podía leer “estamos contigo”.  Francisco, muy sonriente, no dudaba en besar a tantos pequeños que le acercaban sus padres y madres, e incluso en bajar del jeep para saludar a un discapacitado.
Tras el recorrido, el Obispo de Roma entró en la Basílica vaticana para vestir los paramentos de la Misa y bajar a orar ante la tumba de San Pedro. Después, en la Plaza de San Pedro le fue colocado el palio, y el anillo del Pescador, símbolos del pontificado.
En su homilía, el Papa Francisco comenzó diciendo:
“Queridos hermanos y hermanas: Doy gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y Patrono de la Iglesia Universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud”.
Y se preguntaba:
“¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús”.
El Papa Francisco también se preguntaba: “¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia?”:
“Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;  y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu”.
José – prosiguió diciendo en su homilía – es “custodio” porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas.
También explicaba que, en el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Por eso pidió que seamos custodios de los dones de Dios:
“Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para ‘custodiar’, también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura”.
Francisco añadía una ulterior anotación:
“El preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura”.
Y al recordar que hoy, junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que también comporta un poder, el Papa Francisco explicaba:
“Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25, 31-46). Sólo el que sirve con amor sabe custodiar”.
Y concluía con las siguientes palabras:
“Imploro la intercesión de la Virgen María, de San José, de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, de San Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos ustedes les digo: Recen por mí. Amén”.
Además, esa misma mañana, a las 7.30 hora de Roma, y cuando en Argentina eran las 3 y media de la madrugada, Francisco llamó por teléfono al rector de la Catedral de Buenos Aires para transmitir un saludo a los fieles presentes en la Plaza de Mayo – que se encuentra frente a la misma Catedral Metropolitana de la que hasta hacía pocos días el nuevo Papa era su Arzobispo –. Toda la gente reunida en la plaza pudo escuchar la voz y el mensaje de un Padre que se dirigía a sus hijos y a quienes les agradecía, porque sabía que estaban rezando por él.
“Les quiero pedir un favor – decía el Papa a sus compatriotas –. Les quiero pedir que caminemos juntos todos”:
“Cuidemos los unos a los otros, cuídense entre ustedes, no se hagan daño, cuídense, cuídense la vida. Cuiden la familia, cuiden la naturaleza, cuiden a los niños, cuiden a los viejos; que no haya odio, que no haya pelea, dejen de lado la envidia, no critiquen a nadie. Dialoguen, que entre ustedes se viva el deseo de cuidarse”.
“Que vaya creciendo el corazón y acérquense a Dios. Dios es bueno, siempre perdona, comprende, no le tengan miedo; es Padre, acérquense a Él. Que la Virgen los bendiga mucho, no se olviden de este obispo que está lejos pero los quiere mucho. Recen por mí”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
(from Vatican Radio)

SAN JOSÉ POR SANTA TERESA DE JESÚS. Carmelitas descalzas de Daimiel