Adán fue
expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para
volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna,
hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él
—como siempre— nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu
del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos
invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para
participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
Desde esta
perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se
impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario
cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo
que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero
hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado,
plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y
de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a
la tentación del orgullo y de la autosuficiencia.
He aquí el pecado, enfermedad
mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano.
Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora
sólo puede volver a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del
amor que —como escribe san Pablo— "se ha manifestado por medio de la fe en
Cristo" (Rm 3, 22).
La
segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar con Dios
(cf. 2 Co 5, 20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos que
reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de Cristo.
Escribe san Pablo: "Al que no había pecado —o sea, a su Hijo hecho
hombre—, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que viniéramos a ser justicia
de Dios en él" (2 Co 5, 21). En el corazón de Cristo, esto es, en
el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y
definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó hasta las consecuencias
extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de
entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una muerte de cruz.
Queridos
hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia
la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, "no tenemos aquí
ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro", dice la carta
a los Hebreos (Hb 13, 14). La Cuaresma permite comprender la relatividad
de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias
necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del
cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén.
Benedicto XVI