lunes, 5 de junio de 2017

Las palabras que no pudo pronunciar el catedrático abucheado en el debate Universidad Laica


«La censura no debe tener cabida en la universidad», escribe el catedrático de Filología de la Complutense, Felipe Hernández. Encuentros Complutense organizó el 9 de mayo, con la asociación Europa Laica, un debate en la Biblioteca Histórica con el título Universidad laica, en el que todos los participantes se pronunciaron a favor de la eliminación de las capillas y símbolos cristianos de la universidad. En el turno de intervenciones del público el catedrático pidió la palabra para argumentar sus discrepancias, pero tuvo que dejar su discurso a medias por los gritos y abucheos de muchos de los asistentes. En este artículo expone lo que ese día le impidieron decir
Como otros muchos colegas, yo también había recibido un correo institucional con la invitación al acto organizado por la Universidad Complutense de Madrid, el 9 de mayo, sobre Universidad laica. Allí acudí con la esperanza –que luego resultó frustrada– de asistir a algo parecido a un debate, a un verdadero encuentro, con intercambio razonado de ideas y argumentos sobre un tema, organizado en un ámbito tan proclive al debate como es –o debería serlo– la propia universidad. Pero la verdad es que el acto, de debate o diálogo tuvo poco: los seis miembros de la mesa, incluido su moderador –profesor de la Complutense, pero integrante también de la junta directiva de Madrid Laica, ya representada en la mesa por otro miembro–, hilvanaron un largo monólogo de casi dos horas de duración con un mismo hilo conductor: que la existencia de capillas y otros símbolos cristianos en la Universidad Complutense, como en otros espacios públicos, es un hecho anacrónico y singular de España, herencia de su nacionalcatolicismo, a diferencia de lo que ocurre en el resto de países civilizados, y muestra de los privilegios que aún conserva la Iglesia católica en nuestro país.
Como al finalizar las intervenciones el moderador abrió el turno para que lo hiciera el público asistente –por cierto, poco numeroso–, pedí la palabra para, en uso de una legítima libertad de expresión, exponer educadamente mis discrepancias sobre mucho de lo que allí se había manifestado. Se me concedió, pero en pleno uso de la palabra tuve que interrumpirla abruptamente y abandonar el micrófono por las protestas y gritos de la mayoría del público y la pasividad de la mesa. Agradezco, pues, que se me dé ahora la oportunidad que entonces no tuve.
Oxford, Cambridge, Harvard… mantienen los símbolos cristianos
Comencé mi intervención aclarando que mi intención no era provocativa, sino deseosa en lo posible de enriquecer el debate, poniendo sobre la mesa ideas diferentes a las que se habían expuesto hasta ese momento. En primer lugar, que la Universidad Complutense no es una rara avis en el panorama occidental, sino que universidades tan prestigiosas como Oxford, Cambridge o Harvard, por citar algunos ejemplos, siguen manteniendo sin problemas esos símbolos cristianos que se quieren eliminar de la Complutense. Recordé, en concreto, el lema del escudo oficial de la Universidad de Oxford (Dominus illuminatio meaEl Señor es mi inspiración); del Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, institución germinal de la física moderna, en la que trabajaron Newton y tantos premios Nobel, cuya entrada está enmarcada por un versículo del salmo 111 de la Biblia («Grandes son las obras del Señor para los que se deleitan en su estudio»); e incluso del lema, bajo una cruz, del escudo oficial del Ayuntamiento de Londres: Domine, dirige nos (Señor, dirígenos).
Como en la mesa había representación académica del ámbito jurídico, mostré también mi extrañeza de que nadie se hubiera referido a la sentencia de marzo de 2011 del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que, casi por unanimidad y a propósito de la presencia de crucifijos en la escuela pública italiana, determinó que dicha presencia no viola en modo alguno el derecho a la libertad de pensamiento y religión, sino que, por el contrario, sintetiza los valores sobre los que se apoya la cultura europea y la propia civilización occidental, como son el respeto a la dignidad de la persona humana y su libertad.
Después me referí también al escudo oficial de la propia Universidad Complutense, que presidía el acto, y recordé que si figura en él un gran cisne es en recuerdo y homenaje a su fundador, el cardenal Cisneros –de cuya muerte se cumple precisamente este año el quinto centenario– y que lo que hay bajo ese cisne es el cordón de san Francisco, orden a la que pertenecía Cisneros. Aludí también a la magna obra filológica que intentaba promover Cisneros cuando fundó la Complutense, la Biblia políglota, y recordé asimismo el lema central del escudo de la universidad, tomado del poeta latino Lucrecio II, 148: Libertas perfundet omnia luce (La Libertad inundará todo con su luz). En nombre de esa libertad reivindiqué, hasta donde me dejaron, el derecho que tenemos todos los universitarios (estudiantes, profesores…) católicos –religión mayoritaria en España y, por tanto, también en la Complutense– a ejercer nuestra fe también en los espacios públicos, incluida la universidad, como garantiza el artículo 16 de la Constitución Española.
La iglesia, fundadora de universidades
A las dos representantes feministas de la mesa quise también recordarles que el cristianismo no va contra los derechos humanos y, más en concreto, de la mujer, sino que, por el contrario, como han reconocido incluso filósofos e intelectuales alejados de él, hay una cadena de eslabones luminosos. Se inicia con el Evangelio, continúa con la fundación de las universidades por la Iglesia durante la Edad Media y el Renacimiento, prosigue con los principios rectores de los pensadores y legisladores ingleses, americanos y franceses (y, antes, también españoles: recuérdense las admirables aportaciones de la llamada Escuela de Salamanca, de Domingo de Soto, Luis de Molina, Francisco Suárez o Bartolomé de las Casas, con esa primera gran reivindicación de la libertad individual y de la soberanía del pueblo, inusitada para su época) que abolieron la esclavitud y definieron la esencia de la democracia, y que han tenido su última plasmación en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por supuesto, en esa historia de grandes luces también ha habido, y hay, espacio para las sombras, pero ¿qué institución en la que participen seres humanos no las tiene, sobre todo si es milenaria?
Entre esas luces quise referirme particularmente a lo que supone la consideración, fundamental en el cristianismo, de hombre y mujer como imagen de Dios, lo que confiere al ser humano una dignidad sagrada (res sacra, que diría Séneca) e inalienable, con los mismos derechos y obligaciones; que, al ser todos hijos e hijas de Dios, somos también hermanos y depositarios de su Espíritu que vivimos en una casa común que debemos cuidar y estamos unidos por un vínculo, también sagrado, de amor y fraternidad; y que esta consideración se extiende, sin excepciones, a todos los seres humanos, particularmente a los más excluidos y vulnerables, tanto en aquel mundo en el que históricamente surgió el cristianismo –mujeres, niños, esclavos, refugiados, emigrantes, pobres, ancianos, enfermos…–, como en este, esas periferias que tanto preocupan al Papa y para los que la Iglesia debería ser siempre un acogedor hospital de campaña.
La censura no cabe en una universidad
Lo último que a duras penas pude decir a ese público, ya sin micrófono, es que la censura no debe tener cabida en la universidad, porque lo propio no solo de la universidad, sino de cualquier ámbito civilizado, es un verdadero encuentro, un dia-logos, un intercambio razonado, respetuoso y libre, y a ser posible amable, de argumentos y opiniones. En este tema, ¿es también España diferente? ¿Algún presidente español podrá acabar algún día sus discursos, como la hacía el presidente –demócrata– Obama, con un «Dios bendiga América», sin que nadie se rasgue las vestiduras?
Tengo, por último, la impresión de que este debate no preocupa actualmente demasiado ni a la sociedad española en su conjunto, ni particularmente a sus campus universitarios, por más que una minoría, muy mediática e influyente, se empeñe continuamente en reavivarlo. Al menos, las encuestas que diversos medios de comunicación han realizado sobre el tema muestran a una inmensa mayoría que no ve problemas en que haya capillas y otros símbolos religiosos en los espacios públicos. Otra cosa es la composición de las juntas de facultades y otros órganos de representación, que quizá no reflejen del todo esa realidad, en buena medida por la desidia de los que erróneamente suelen inhibirse –y me incluyo entre ellos– en los procesos electorales que periódicamente se convocan. No es, en definitiva, una cuestión de derechas ni de izquierdas, sino de derechos y libertades, en mayúsculas, y de que, en el ámbito concreto que nos ocupa, la universidad sea verdaderamente eso, universal, y nos represente y acoja a todos como alma mater que es o debería ser.
Si alguien lee la reseña tan parcial que del acto ha publicado la revista oficial de la Universidad Complutense, la Tribuna Complutense (reproducción exacta, por cierto, de la publicada por Laicismo.org), verá que, al menos en este caso, no se han respetado esos principios de libertad y pluralidad que deben iluminar toda universidad, máxime si es pública, como la Complutense.
Felipe G. Hernández Muñoz
Catedrático del Departamento de Filología Griega y Lingüística Indoeuropea. Facultad de Filología. Universidad Complutense de Madrid

Alfa y Omega

COMENTARIO AL EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS (12,1-12) POR EL PAPA FRANCISCO



Está claro a quién se dirige Jesús con esta parábola: a los jefes de los sacerdotes, a los escribas y a los ancianos del pueblo. Para ellos, el Señor usa «la imagen de la vid», que «en la Biblia es la imagen del pueblo de Dios, la imagen de la Iglesia y también la imagen de nuestra alma». 

Así, «el Señor planta una viña, la rodea de una cerca, cava un lagar y edifica una torre». Precisamente en este trabajo se reconoce «todo el amor y la ternura de Dios para hacer a su pueblo: esto el Señor lo ha hecho siempre con tanto amor y con tanta ternura. Él recuerda siempre a este pueblo cuando le era fiel, cuando lo seguía en el desierto, cuando buscaba su Rostro». 

Pero «después la situación se volvió al revés y el pueblo se adueñó de este don de Dios», al grito de “nosotros somos nosotros, somos libres”. Ese pueblo «no piensa, no recuerda que fueron las manos, el corazón de Dios quien lo hizo, y así se convierte en un pueblo sin memoria, un pueblo sin profecía, un pueblo sin esperanza».

Es, por lo tanto, «a los dirigentes de este pueblo» a quienes Jesús se dirige «con esta parábola: un pueblo sin memoria ha perdido la memoria del don, del regalo; y atribuye a sí mismo lo que es. Jesús mismo destaca la importancia de la memoria: un pueblo sin memoria no es un pueblo, olvida sus raíces, olvida su historia».

Moisés, en el libro del Deuteronomio, repite numerosas veces este concepto: «¡Recordad, recuerda!». Este es, en efecto, «el libro de la memoria del pueblo, del pueblo de Israel; es el libro de la memoria de la Iglesia, aunque es también el libro de nuestra memoria personal». Es precisamente «la dimensión deuteronómica de la vida, de la vida de un pueblo o de la vida de una persona, que hace siempre volver a las raíces para recordar y poder no equivocarse en el camino». 

En cambio, las personas a quienes Jesús se dirige con la parábola «habían perdido la memoria: habían perdido la memoria del don, del regalo de Dios que había hecho a ellos». «Perdida la memoria, es un pueblo incapaz de hacer espacio para los profetas». Jesús mismo, en efecto, «les dice que han asesinado a los profetas, porque los profetas estorban, los profetas nos dicen siempre lo que nosotros no queremos escuchar». 

Y así, «Daniel en Babilonia se lamenta: “nosotros, hoy, no tenemos profetas”». Palabras que encierran la realidad «de un pueblo sin profetas» que les indican «el camino y les recuerdan: el profeta es el que tiene la memoria y hace ir adelante». Es así que «Jesús dice a los jefes del pueblo: “vosotros habéis perdido la memoria y no tenéis profetas. Es más: cuando teníais a los profetas, vosotros los habéis asesinado”».

Por lo demás, la actitud de los jefes del pueblo era evidente: «Nosotros no tenemos necesidad de los profetas, nosotros somos nosotros». Pero «sin memoria y sin profetas se convierte en un pueblo sin esperanza, un pueblo sin horizonte, un pueblo cerrado en sí mismo que no se abre a las promesas de Dios, que no espera las promesas de Dios». Por lo tanto, «un pueblo sin memoria, sin profecía y sin esperanza: este es el pueblo que los jefes de los sacerdotes, los escribas, los ancianos han hecho del pueblo de Israel».

Y «¿dónde está la fe? En la muchedumbre»: en el Evangelio se lee que «buscaban capturar a Jesús, pero tuvieron miedo de la gente». Esas personas, en efecto, «habían entendido la verdad y, en medio de sus pecados tenían memoria, estaban abiertos a la profecía y buscaban la esperanza». Un ejemplo, en este sentido, viene de «dos ancianillos, Simeón y Anna, personas de memoria, de profecía y de esperanza».

En cambio «los jefes del pueblo» legitimaban su pensamiento rodeándose «de abogados, doctores de la ley, que elaboran un sistema jurídico cerrado: había casi 600 preceptos». Y así «cerrado, seguro» era su pensamiento, con la idea que «se salvarán los que hacen esto; no nos importan los demás». Por lo que respecta «la profecía: mejor que no vengan los profetas». Este «es el sistema a través del cual se legitiman: doctores de la ley, teólogos que siempre caminan en la vía de la casuística y no permiten la libertad del Espíritu Santo; no reconocen el don de Dios, el don del Espíritu y enjaulan al Espíritu porque no permiten la profecía en la esperanza».

Es precisamente «este el sistema religioso del cual habla Jesús». Un sistema «de corrupción, de mundanidad y de concupiscencia», como dice el pasaje tomado de la segunda carta de san Pedro (1, 2-7), propuesto en la primera lectura. Incluso Jesús mismo «fue tentado de perder la memoria de su misión, para no dar lugar a la profecía y de elegir la seguridad en lugar de la esperanza». Este es el sentido de «las tres tentaciones del desierto: “realiza un milagro y muestra tu poder”, “tírate del alero del templo y así todos creerán”; “adórame”».

«A esta gente Jesús, porque conocía en sí mismo las tentaciones» del «sistema cerrado», la reprende por recorrer «medio mundo para obtener un prosélito» y para «hacerlo esclavo». Y así «este pueblo tan organizado, esta iglesia así organizada, hace esclavos». De tal modo que «se entiende cómo reacciona Pablo, cuando habla de la esclavitud de la ley y de la libertad que te da la gracia». Porque «un pueblo es libre, una Iglesia es libre cuando tiene memoria, cuando deja el lugar a los profetas, cuando no pierde la esperanza».

«Que el Señor nos enseñe esta lección, también para nuestra vida». Preguntémonos, en un auténtico examen de conciencia: «¿tengo memoria de las maravillas que el Señor hizo en mi vida? ¿Tengo memoria de los dones de Dios? ¿Soy capaz de abrir el corazón a los profetas, es decir a quien me dice: “esto no funciona, deber ir por ahí, sigue adelante, arriesga”, como hacen los profetas? ¿Estoy abierto a ello o tengo miedo y prefiero encerrarme en la jaula de la ley?». Y al final: «¿Tengo esperanza en las promesas de Dios, como la tuvo nuestro padre Abrahán, que salió de su tierra sin saber a dónde dirigirse, sólo porque confiaba en Dios?»

(Homilía en Santa Marta del 30 de mayo 2016)

EVANGELIO DE HOY: LOS VIÑADORES MALVADOS



Lectura del santo evangelio según san Marcos (12,1-12):

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes, a los escribas y a los ancianos: 

Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. 

A su tiempo, envió un criado a los labradores, para percibir su tanto del fruto de la viña. Ellos lo agarraron, lo apalearon y lo despidieron con las manos vacías. 

Les envió otro criado; a éste lo insultaron y lo descalabraron. Envió a otro y lo mataron; y a otros muchos los apalearon o los mataron. 

Le quedaba uno, su hijo querido. Y lo envió el último, pensando que a su hijo lo respetarían. Pero los labradores se dijeron: "Éste es el heredero. Venga, lo matamos, y será nuestra la herencia." Y, agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. 

¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros. ¿No habéis leído aquel texto: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"?»

Intentaron echarle mano, porque veían que la parábola iba por ellos; pero temieron a la gente, y, dejándolo allí, se marcharon.

Palabra del Señor