lunes, 5 de junio de 2017

COMENTARIO AL EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS (12,1-12) POR EL PAPA FRANCISCO



Está claro a quién se dirige Jesús con esta parábola: a los jefes de los sacerdotes, a los escribas y a los ancianos del pueblo. Para ellos, el Señor usa «la imagen de la vid», que «en la Biblia es la imagen del pueblo de Dios, la imagen de la Iglesia y también la imagen de nuestra alma». 

Así, «el Señor planta una viña, la rodea de una cerca, cava un lagar y edifica una torre». Precisamente en este trabajo se reconoce «todo el amor y la ternura de Dios para hacer a su pueblo: esto el Señor lo ha hecho siempre con tanto amor y con tanta ternura. Él recuerda siempre a este pueblo cuando le era fiel, cuando lo seguía en el desierto, cuando buscaba su Rostro». 

Pero «después la situación se volvió al revés y el pueblo se adueñó de este don de Dios», al grito de “nosotros somos nosotros, somos libres”. Ese pueblo «no piensa, no recuerda que fueron las manos, el corazón de Dios quien lo hizo, y así se convierte en un pueblo sin memoria, un pueblo sin profecía, un pueblo sin esperanza».

Es, por lo tanto, «a los dirigentes de este pueblo» a quienes Jesús se dirige «con esta parábola: un pueblo sin memoria ha perdido la memoria del don, del regalo; y atribuye a sí mismo lo que es. Jesús mismo destaca la importancia de la memoria: un pueblo sin memoria no es un pueblo, olvida sus raíces, olvida su historia».

Moisés, en el libro del Deuteronomio, repite numerosas veces este concepto: «¡Recordad, recuerda!». Este es, en efecto, «el libro de la memoria del pueblo, del pueblo de Israel; es el libro de la memoria de la Iglesia, aunque es también el libro de nuestra memoria personal». Es precisamente «la dimensión deuteronómica de la vida, de la vida de un pueblo o de la vida de una persona, que hace siempre volver a las raíces para recordar y poder no equivocarse en el camino». 

En cambio, las personas a quienes Jesús se dirige con la parábola «habían perdido la memoria: habían perdido la memoria del don, del regalo de Dios que había hecho a ellos». «Perdida la memoria, es un pueblo incapaz de hacer espacio para los profetas». Jesús mismo, en efecto, «les dice que han asesinado a los profetas, porque los profetas estorban, los profetas nos dicen siempre lo que nosotros no queremos escuchar». 

Y así, «Daniel en Babilonia se lamenta: “nosotros, hoy, no tenemos profetas”». Palabras que encierran la realidad «de un pueblo sin profetas» que les indican «el camino y les recuerdan: el profeta es el que tiene la memoria y hace ir adelante». Es así que «Jesús dice a los jefes del pueblo: “vosotros habéis perdido la memoria y no tenéis profetas. Es más: cuando teníais a los profetas, vosotros los habéis asesinado”».

Por lo demás, la actitud de los jefes del pueblo era evidente: «Nosotros no tenemos necesidad de los profetas, nosotros somos nosotros». Pero «sin memoria y sin profetas se convierte en un pueblo sin esperanza, un pueblo sin horizonte, un pueblo cerrado en sí mismo que no se abre a las promesas de Dios, que no espera las promesas de Dios». Por lo tanto, «un pueblo sin memoria, sin profecía y sin esperanza: este es el pueblo que los jefes de los sacerdotes, los escribas, los ancianos han hecho del pueblo de Israel».

Y «¿dónde está la fe? En la muchedumbre»: en el Evangelio se lee que «buscaban capturar a Jesús, pero tuvieron miedo de la gente». Esas personas, en efecto, «habían entendido la verdad y, en medio de sus pecados tenían memoria, estaban abiertos a la profecía y buscaban la esperanza». Un ejemplo, en este sentido, viene de «dos ancianillos, Simeón y Anna, personas de memoria, de profecía y de esperanza».

En cambio «los jefes del pueblo» legitimaban su pensamiento rodeándose «de abogados, doctores de la ley, que elaboran un sistema jurídico cerrado: había casi 600 preceptos». Y así «cerrado, seguro» era su pensamiento, con la idea que «se salvarán los que hacen esto; no nos importan los demás». Por lo que respecta «la profecía: mejor que no vengan los profetas». Este «es el sistema a través del cual se legitiman: doctores de la ley, teólogos que siempre caminan en la vía de la casuística y no permiten la libertad del Espíritu Santo; no reconocen el don de Dios, el don del Espíritu y enjaulan al Espíritu porque no permiten la profecía en la esperanza».

Es precisamente «este el sistema religioso del cual habla Jesús». Un sistema «de corrupción, de mundanidad y de concupiscencia», como dice el pasaje tomado de la segunda carta de san Pedro (1, 2-7), propuesto en la primera lectura. Incluso Jesús mismo «fue tentado de perder la memoria de su misión, para no dar lugar a la profecía y de elegir la seguridad en lugar de la esperanza». Este es el sentido de «las tres tentaciones del desierto: “realiza un milagro y muestra tu poder”, “tírate del alero del templo y así todos creerán”; “adórame”».

«A esta gente Jesús, porque conocía en sí mismo las tentaciones» del «sistema cerrado», la reprende por recorrer «medio mundo para obtener un prosélito» y para «hacerlo esclavo». Y así «este pueblo tan organizado, esta iglesia así organizada, hace esclavos». De tal modo que «se entiende cómo reacciona Pablo, cuando habla de la esclavitud de la ley y de la libertad que te da la gracia». Porque «un pueblo es libre, una Iglesia es libre cuando tiene memoria, cuando deja el lugar a los profetas, cuando no pierde la esperanza».

«Que el Señor nos enseñe esta lección, también para nuestra vida». Preguntémonos, en un auténtico examen de conciencia: «¿tengo memoria de las maravillas que el Señor hizo en mi vida? ¿Tengo memoria de los dones de Dios? ¿Soy capaz de abrir el corazón a los profetas, es decir a quien me dice: “esto no funciona, deber ir por ahí, sigue adelante, arriesga”, como hacen los profetas? ¿Estoy abierto a ello o tengo miedo y prefiero encerrarme en la jaula de la ley?». Y al final: «¿Tengo esperanza en las promesas de Dios, como la tuvo nuestro padre Abrahán, que salió de su tierra sin saber a dónde dirigirse, sólo porque confiaba en Dios?»

(Homilía en Santa Marta del 30 de mayo 2016)

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