Es un gran don que el Señor nos hace al reunirnos aquí, en el Cenáculo,
para celebrar la Eucaristía.
Mientras los saludo con fraterna alegría, deseo dirigir un pensamiento afectuoso a los Patriarcas Orientales Católicos que se han sumado en estos días a mi peregrinaje. Deseo agradecerles por su significativa presencia, para mí particularmente preciosa, y les aseguro que tienen un lugar especial en mi corazón y en mi oración.
Aquí, donde Jesús
consumó la Última Cena con los Apóstoles; donde, Resucitado, se apareció en
medio de ellos; donde el Espíritu Santo descendió con potencia sobre María y
los discípulos, aquí nació la Iglesia, y nació en salida. Desde aquí salió, con
el Pan partido entre las manos, las llagas de Jesús en los ojos, y el Espíritu
de Amor en el corazón.
Jesús resucitado, enviado por el Padre en el Cenáculo, comunicó a los Apóstoles su mismo Espíritu y con su fuerza los envió a renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).
Salir, partir, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida custodia la memoria de aquello que ocurrió aquí. El Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.
Jesús resucitado, enviado por el Padre en el Cenáculo, comunicó a los Apóstoles su mismo Espíritu y con su fuerza los envió a renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).
Salir, partir, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida custodia la memoria de aquello que ocurrió aquí. El Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.
El Cenáculo nos
recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que Jesús realizó como ejemplo
para sus discípulos. Lavarse los pies los unos a los otros significa acogerse,
aceptarse, amarse, servirse mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al
enfermo, al excluido. A aquél que me parece antipático, a aquél que me da
fastidio.
El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el Sacrificio. En cada Celebración Eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestros dolores…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.
El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el Sacrificio. En cada Celebración Eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestros dolores…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.
El Cenáculo también
nos recuerda la amistad. “Ya no los llamo servidores, –dijo Jesús a los Doce–
(…) yo los llamo amigos” (Jn 15,15). El Señor nos hace amigos suyos, nos confía
la voluntad del Padre y se nos da Sí mismo. Ésta es la experiencia más hermosa
del cristiano, y en modo particular del sacerdote: hacerse amigo del Señor
Jesús. Descubrir en su corazón que Él es Amigo.
El Cenáculo nos
recuerda la despedida del Maestro y la promesa de reencontrarse con sus amigos.
“Cuando vaya…, volveré y les llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén
también ustedes” (Jn 14,3). Jesús no nos deja, no nos abandona nunca, nos
precede en la Casa del Padre y allá nos quiere llevar con Él.
Pero el Cenáculo
recuerda también la mezquindad, la curiosidad –“¿quién es aquél que
traiciona?”–, la traición. Y puede ser cualquiera de nosotros, y no sólo y
siempre los demás quien haga revivir estas actitudes, cuando miramos con
suficiencia al hermano, lo juzgamos; cuando traicionamos a Jesús con nuestros pecados.
El Cenáculo nos
recuerda el compartir, la fraternidad, la armonía, la paz entre nosotros.
¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo! ¡Cuánta caridad ha salido de
aquí, como un río de su fuente, que al inicio es un arroyo y después se
ensancha y se hace grande… Todos los santos han bebido de aquí. El gran río de
la santidad de la Iglesia siempre encuentra su origen aquí, siempre de nuevo,
del Corazón de Cristo, de la Eucaristía, de su Santo Espíritu.
El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva familia, la Iglesia –Nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica– constituida por Cristo Resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María. Las familias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos los hijos de Dios de todo pueblo y lengua, todos hermanos e hijos de un Único Padre que está en los Cielos.
Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Resucitado y de la Iglesia.
De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo vital del Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la espera de una renovada efusión del Espíritu Santo: ¡“Envía, Señor, tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra”! (cf. Sal 104,30).
El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva familia, la Iglesia –Nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica– constituida por Cristo Resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María. Las familias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos los hijos de Dios de todo pueblo y lengua, todos hermanos e hijos de un Único Padre que está en los Cielos.
Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Resucitado y de la Iglesia.
De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo vital del Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la espera de una renovada efusión del Espíritu Santo: ¡“Envía, Señor, tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra”! (cf. Sal 104,30).