lunes, 26 de mayo de 2014

“Aquí nació la Iglesia y nació en salida”, el Papa en el Cenáculo

Es un gran don que el Señor nos hace al reunirnos aquí, en el Cenáculo, para celebrar la Eucaristía.


Mientras los saludo con fraterna alegría, deseo dirigir un pensamiento afectuoso a los Patriarcas Orientales Católicos que se han sumado en estos días a mi peregrinaje. Deseo agradecerles por su significativa presencia, para mí particularmente preciosa, y les aseguro que tienen un lugar especial en mi corazón y en mi oración.
 

Aquí, donde Jesús consumó la Última Cena con los Apóstoles; donde, Resucitado, se apareció en medio de ellos; donde el Espíritu Santo descendió con potencia sobre María y los discípulos, aquí nació la Iglesia, y nació en salida. Desde aquí salió, con el Pan partido entre las manos, las llagas de Jesús en los ojos, y el Espíritu de Amor en el corazón.
Jesús resucitado, enviado por el Padre en el Cenáculo, comunicó a los Apóstoles su mismo Espíritu y con su fuerza los envió a renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).
Salir, partir, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida custodia la memoria de aquello que ocurrió aquí. El Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.



El Cenáculo nos recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que Jesús realizó como ejemplo para sus discípulos. Lavarse los pies los unos a los otros significa acogerse, aceptarse, amarse, servirse mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al enfermo, al excluido. A aquél que me parece antipático, a aquél que me da fastidio.
El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el Sacrificio. En cada Celebración Eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestros dolores…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.
 

El Cenáculo también nos recuerda la amistad. “Ya no los llamo servidores, –dijo Jesús a los Doce– (…) yo los llamo amigos” (Jn 15,15). El Señor nos hace amigos suyos, nos confía la voluntad del Padre y se nos da Sí mismo. Ésta es la experiencia más hermosa del cristiano, y en modo particular del sacerdote: hacerse amigo del Señor Jesús. Descubrir en su corazón que Él es Amigo.

El Cenáculo nos recuerda la despedida del Maestro y la promesa de reencontrarse con sus amigos. “Cuando vaya…, volveré y les llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes” (Jn 14,3). Jesús no nos deja, no nos abandona nunca, nos precede en la Casa del Padre y allá nos quiere llevar con Él.
 

Pero el Cenáculo recuerda también la mezquindad, la curiosidad –“¿quién es aquél que traiciona?”–, la traición. Y puede ser cualquiera de nosotros, y no sólo y siempre los demás quien haga revivir estas actitudes, cuando miramos con suficiencia al hermano, lo juzgamos; cuando traicionamos a Jesús con nuestros pecados.
 

El Cenáculo nos recuerda el compartir, la fraternidad, la armonía, la paz entre nosotros. ¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo! ¡Cuánta caridad ha salido de aquí, como un río de su fuente, que al inicio es un arroyo y después se ensancha y se hace grande… Todos los santos han bebido de aquí. El gran río de la santidad de la Iglesia siempre encuentra su origen aquí, siempre de nuevo, del Corazón de Cristo, de la Eucaristía, de su Santo Espíritu.
El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva familia, la Iglesia –Nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica– constituida por Cristo Resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María. Las familias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos los hijos de Dios de todo pueblo y lengua, todos hermanos e hijos de un Único Padre que está en los Cielos.
Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Resucitado y de la Iglesia.
De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo vital del Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la espera de una renovada efusión del Espíritu Santo: ¡“Envía, Señor, tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra”! (cf. Sal 104,30).

"Hombre, ¿quién eres? ¿En qué te has convertido? ¿Qué horror has sido capaz de hacer?”: El Papa reza en el memorial del holocausto

Una de les etapas más conmovedoras del recorrido del Papa por Jerusalén en la mañana de este lunes fue la visita al Memorial de Yad Vashem, monumento a la memoria del Holocausto, que contiene algunas urnas con las cenizas de las víctimas de varios campos de concentración nazis. El Papa recorrió a pie con el director del Centro el perímetro del mausoleo. En la sala de la remembranza, después de encender la llama del recuerdo, deponer una corona de flores, saludar a algunos supervivientes del holocausto y leerse un texto del Antiguo Testamento, ante el primer ministro y las autoridades, Francisco hizo una reflexión sobre la fuerza y el dolor del mal deshumano del hombre y sobre las “estructuras del pecado”, que contrastan con la dignidad de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Éstas fueron las palabras del Papa:

“Adán, ¿dónde estás?” (cf. Gn 3,9).
¿Dónde estás, hombre? ¿Dónde te has metido?
En este lugar, memorial de la Shoah, resuena esta pregunta de Dios: “Adán, ¿dónde estás?”.
Esta pregunta contiene todo el dolor del Padre que ha perdido a su hijo.
El Padre conocía el riesgo de la libertad; sabía que el hijo podría perderse… pero quizás ni siquiera el Padre podía imaginar una caída como ésta, un abismo tan grande.
Ese grito: “¿Dónde estás?”, aquí, ante la tragedia inconmensurable del Holocausto, resuena como una voz que se pierde en un abismo sin fondo…
Hombre, ¿quién eres? Ya no te reconozco.
¿Quién eres, hombre? ¿En qué te has convertido?
¿Cómo has sido capaz de este horror?
¿Qué te ha hecho caer tan bajo?
… ¿Quién te ha corrompido? ¿Quién te ha desfigurado?
¿Quién te ha contagiado la presunción de apropiarte del bien y del mal?
¿Quién te ha convencido de que eres dios? No sólo has torturado y asesinado a tus hermanos, sino que te los has ofrecido en sacrificio a ti mismo, porque te has erigido en dios.
Señor, escucha nuestra oración, escucha nuestra súplica, sálvanos por tu misericordia. Sálvanos de esta monstruosidad.
Señor omnipotente, un alma afligida clama a ti. Escucha, Señor, ten piedad.
Hemos pecado contra ti. Tú reinas por siempre (cf. Ba 3,1-2).
Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer, de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida.
¡Nunca más, Señor, nunca más!
ER RV