Al comentar la parábola
del rico epulón, un hombre vestido “de púrpura y lino finísimo” que “cada día
se concedía banquetes opulentos”, el Papa Francisco observó
que no se dice de él que era una persona mala; es más, “quizás era un hombre
religioso, a modo suyo. Tal vez rezaba alguna oración y dos o tres veces al año
iba al Templo para cumplir los sacrificios y daba grandes ofertas a los
sacerdotes, y ellos, con esa pusilanimidad clerical, se lo agradecían y le daban
un puesto de honor para sentarse”. Pero no se daba cuenta de que en su puerta
había un pobre mendicante, Lázaro,
hambriento, todo llagado, “símbolo de la extrema necesidad que tenía”.
El Santo Padre explicó la situación
del hombre rico con estas palabras:
“Cuando
salía de su casa, y no… tal vez el auto con el que salía tenía los
vidrios oscurecidos para no ver afuera… tal vez, no lo sé. Pero seguramente sí,
su alma, los ojos de su alma, estaban oscurecidos para no ver. Sólo veía su
vida, y no se daba cuenta de lo que le había sucedido a este hombre, que no era
malo: estaba enfermo. Enfermo de mundanidad. Y la mundanidad trasforma las
almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un mundo artificial,
hecho por ellos… La mundanidad anestesia el alma. Y por esta razón, este hombre
mundano, no era capaz de ver la realidad”.
Y
la realidad – dijo el Papa – es la de tantos pobres que viven junto a nosotros:
“Tantas
personas que viven su vida de manera difícil, de modo difícil; pero si yo tengo
un corazón mundano, jamás comprenderé esto. Con el corazón mundano no se puede
entender la necesidad y la necesidad de los demás. Con el corazón mundano se
puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer tantas cosas. Pero
Jesús, en la Última Cena, en la oración al Padre, ¿qué ha rezado? ‘Pero, por
favor, Padre, custodia a estos discípulos, para que no caigan en el mundo, para
que no caigan en la mundanidad’. Es un pecado sutil, es más que un pecado: es
un estado pecador del alma”.
En
estas dos historias – afirmó el Papa – hay dos juicios: una maldición
para el hombre que confía en el mundo y una bendición para quien confía en el
Señor. El hombre rico aleja su corazón de Dios: “Su alma está desierta”, una
“tierra de salobridad donde nadie puede vivir”, “porque los mundanos, a decir
verdad, están solos con su egoísmo”. Tenía “el corazón enfermo, tan apegado a
este modo de vivir mundano que difícilmente se podía curar”. Además – añadió el Pontífice – mientras el pobre
tenía un nombre, Lázaro, el rico no lo tiene: “No tenía nombre, porque los
mundanos pierden el nombre. Son sólo uno de la multitud pudiente, que no
necesita nada. Los mundanos pierden el nombre”.
Refiriéndose
a la petición del hombre rico – que ya en medio de los tormentos del infierno,
pide que se envíe a alguien de entre los muertos a exhortar a los familiares
que aún viven, y Abraham responde que si no escucharon a Moisés y a los
Profetas ni siquiera serán persuadidos si uno resurge de los muertos – el Papa
afirmó que los mundanos quieren
manifestaciones extraordinarias, y sin embargo, “en la Iglesia todo es claro. Jesús ha hablado claramente:
ese es el camino. Pero al final, hay una palabra de consuelo”:
“Cuando
aquel pobre hombre mundano, en los tormentos, pide que se envíe a Lázaro con
poco de agua para ayudarlo, ¿cómo responde Abraham? Abraham es la figura de Dios,
delPadre. ¿Cómo responde?: ‘Hijo, acuérdate…’. Los mundanos han perdido el nombre;
también nosotros, si tenemos el corazón mundano, hemos perdido el nombre. Pero no somos huérfanos.
Hasta el final, hasta el último momento existe la seguridad de que tenemos un
Padre que nos espera. Encomendémonos a Él. ‘Hijo’. Nos dice ‘hijo’, en medio de
aquella mundanidad: ‘Hijo’. No somos huérfanos”.
(María Fernanda Bernasconi -
RV).