¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del
hombre ciego de nacimiento, a quien Jesús dona la vista. El largo relato- ¡es
largo!- inicia con un ciego que comienza a ver y concluye -esto es curioso- con
los presuntos videntes que continúan permaneciendo ciegos en el alma.
El
milagro es narrado por Juan en apenas dos versículos, porque el evangelista
quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino sobre aquello que
ocurre después, sobre las discusiones que origina. También sobre las habladurías,
¿no? Tantas veces una buena acción, una obra de caridad origina habladurías,
discusiones porque hay algunos que no quieren ver la verdad.
El evangelista
Juan quiere atraer la atención sobre esto que también ocurre en nuestros días,
cuando se cumple una acción buena. El ciego curado es en primer lugar
interrogado por la multitud sorprendida- han visto el milagro y lo interrogan;
luego por los doctores de la ley; y éstos interrogan también a sus padres. Al
final el ciego curado llega a la fe, y ésta es la gracia más grande que le
viene dada por Jesús: no sólo poder ver, sino conocer a Él, ver a Él, como «la
luz del mundo» (Jn 9,5).
Mientras el ciego se acerca gradualmente a la
luz, los doctores de la ley al contrario se hunden cada vez más en su ceguera
interior. Encerrados en su presunción, creen tener ya la luz; por esto no se
abren a la verdad de Jesús. Ellos hacen todo lo posible por negar la evidencia.
Ponen en duda la identidad del hombre curado; después niegan la acción de Dios
en la curación, tomando como pretexto que Dios no obra el sábado; llegan
incluso a dudar que aquel hombre hubiese nacido ciego. Su cerrazón a la luz se
vuelve agresiva y desemboca en la expulsión del hombre curado del templo.
Expulsado del templo.
El camino del ciego en cambio es un camino por
etapas, que parte del conocimiento del nombre de Jesús. No conoce a otro que a
Él; de hecho dice: « Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre
mis ojos» (v. 11). Como consecuencia de las insistentes preguntas de los
doctores, primero lo considera un profeta (v. 17) y después un hombre cercano a
Dios (v. 31). Luego que ha sido alejado del templo, excluido de la sociedad,
Jesús lo vuelve a encontrar y le “abre los ojos” por segunda vez, revelándole
la propia identidad: «Yo soy el Mesías», le dice. A este punto aquel que había
sido ciego exclama: «¡Creo, Señor!» (v. 38), y se inclina ante Jesús . Este es
un relato del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de tanta
gente: también nuestra gente ¿eh?, porque nosotros tenemos, algunas veces,
momentos de ceguera interior.
Nuestra vida, a veces, es parecida a aquella del
ciego que se ha abierto a la luz, que se ha abierto a Dios y a la gracia. A
veces, lamentablemente, es un poco como aquella de los doctores de la ley: desde
lo alto de nuestro orgullo juzgamos a los demás, y ¡hasta al Señor! Hoy estamos
invitados a abrirnos a la luz de Cristo para llevar fruto a nuestra vida, para
eliminar los comportamientos que no son cristianos: todos somos cristianos,
pero todos nosotros, todos ¿eh?, tenemos algunas veces comportamientos no
cristianos; comportamientos que son pecados ¿no?
Y debemos arrepentirnos de esto y eliminar este comportamiento para caminar decididamente sobre el camino de la santidad, que tiene su inicio en el Bautismo, y en el Bautismo hemos sido iluminados, para que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5,8), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia. Hoy les sugiero, cuando regresen a casa, que tomen el Evangelio de Juan y lean aquel pasaje del capítulo 9: y esto les hará bien, porque así verán este camino de la ceguera a la luz y aquel otro camino malo hacia una ceguera más profunda. Y preguntémonos: ¿cómo es nuestro corazón? ¿cómo es mi corazón?, ¿cómo es tu corazón? ¿Cómo es nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o cerrado hacia el prójimo? Tenemos siempre en nosotros alguna cerrazón nacida del pecado, nacida de los errores: no tengamos miedo, ¡no tengamos miedo! Abrámonos a la luz del Señor: Él nos espera siempre. Él nos espera siempre. Para hacernos ver mejor. Para darnos más luz, para perdonarnos. No se olviden de esto: Él nos espera siempre.
Y debemos arrepentirnos de esto y eliminar este comportamiento para caminar decididamente sobre el camino de la santidad, que tiene su inicio en el Bautismo, y en el Bautismo hemos sido iluminados, para que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5,8), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia. Hoy les sugiero, cuando regresen a casa, que tomen el Evangelio de Juan y lean aquel pasaje del capítulo 9: y esto les hará bien, porque así verán este camino de la ceguera a la luz y aquel otro camino malo hacia una ceguera más profunda. Y preguntémonos: ¿cómo es nuestro corazón? ¿cómo es mi corazón?, ¿cómo es tu corazón? ¿Cómo es nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o cerrado hacia el prójimo? Tenemos siempre en nosotros alguna cerrazón nacida del pecado, nacida de los errores: no tengamos miedo, ¡no tengamos miedo! Abrámonos a la luz del Señor: Él nos espera siempre. Él nos espera siempre. Para hacernos ver mejor. Para darnos más luz, para perdonarnos. No se olviden de esto: Él nos espera siempre.
Confiemos a la Virgen María el camino cuaresmal,
para que también nosotros, como el ciego curado, podamos con la gracia de
Cristo “venir a la luz”, ir más adelante en la luz y renacer a la vida nueva.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera- Radio
Vaticano)