sábado, 26 de abril de 2014

Wojtyła

Karol Wojtyła nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice, ciudad de Polonia meridional, donde vivió hasta 1938, cuando se inscribió en la facultad de filosofía de la Universidad Jagellónica y se trasladó a Cracovia. En otoño de 1940 trabajó como obrero en las canteras de piedra y luego en una fábrica química. En octubre de 1942 entró en el seminario clandestino de Cracovia y el 1 de noviembre de 1946 recibió la ordenación sacerdotal.
El 4 de julio de 1958 Pío XII lo nombró obispo auxiliar de Cracovia. Recibió la ordenación episcopal el 28 de septiembre sucesivo. Como lema episcopal eligió la expresión marianaTotus tuus de san Luis María Grignion de Montfort.
Primero como auxiliar y luego, desde el 13 de enero de 1964, como arzobispo de Cracovia, participó en todas las sesiones del Concilio Vaticano II. El 26 de junio de 1967 fue creado cardenal por Pablo VI.
En 1978 participó en el cónclave convocado tras la muerte de Montini y en el sucesivo por la improvisa muerte de Luciani. El 16 de octubre por la tarde, después de ocho escrutinios, fue elegido Papa. Es el primer Pontífice eslavo de la historia y el primero no italiano después de casi medio milenio, desde el tiempo de Adriano VI (1522-1523).
Personalidad polifacética y carismática, se impuso inmediatamente por la gran capacidad comunicativa y por el estilo pastoral fuera de los esquemas. El temple y el vigor de una edad relativamente joven le permitieron emprender una actividad muy intensa, marcada sobre todo por la multiplicación de las visitas y los viajes: en su conjunto fueron 104 los viajes internacionales y 146 los viajes en Italia, visitando 129 países de los cinco continentes.
Desde el inicio trabajó para dar voz a la así llamada Iglesia del silencio. La insistencia sobre los temas del hombre y la libertad religiosa se convirtió en una constante de su magisterio. En tal medida que hoy es ampliamente reconocido por la aportación destacada de su acción en los hechos que determinaron la caída del muro de Berlín en 1989 y la caída sucesiva de los regímenes filosoviéticos. En este contexto se inserta probablemente el gravísimo episodio del atentado del que fue víctima el 13 de mayo de 1981 de manos del turco Ali Agca.
Junto a la polémica anticomunista, se desarrolló también una lectura crítica del capitalismo, sometido a un análisis en tres de sus catorce encíclicas: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991). Asidua fue además su actividad en favor de la paz, que se entrelaza con la búsqueda del diálogo con las grandes religiones —en especial con el judaísmo y con el islam— y el nuevo impulso dado al camino ecuménico.
En 1983 promulgó el nuevo Codex iuris canonici y después realizó una reforma de la Curia romana con la constitución apostólica Pastor bonus de 1988. Favoreció además la dimensión de la colegialidad episcopal en el gobierno de la Iglesia, sobre todo, a través de la convocatoria de quince Sínodos de los obispos. Entre los números de un pontificado larguísimo —por duración, segundo después del de Pío IX (1846-1878)— se suman también las frecuentes ceremonias de beatificaciones y canonizaciones, durante las cuales se proclamaron 1.338 beatos y 482 santos.
Con el paso de los años la atención del Pontífice se centró sobre todo en la celebración del gran jubileo del año 2000. El acontecimiento adquirió un significado altamente simbólico en el marco de su misión pastoral y de un fuerte alcance penitencial, expresado de modo emblemático en la jornada del perdón (12 de marzo).
La clausura del jubileo abrió la fase conclusiva del pontificado, marcada, sobre todo, por el progresivo agravamiento de las condiciones de salud del Papa, que tras una larga y desgarradora agonía murió el 2 de abril de 2005 por la noche.A sólo 26 días de su muerte, Benedicto XVI concedió la dispensa de los cinco años de espera prescritos, permitiendo el inicio de la causa de canonización. Y el mismo Papa lo proclamó beato el 1 de mayo de 2011.
De News.va

El misterio Juan XXIII


En junio de 1963, pocos días después de la muerte de Juan XXIII, el cronista que entonces tenía en Roma la prestigiosa revista “Études”, de los jesuitas de Francia, el P. Robert Rouquette, escribió un artículo memorable sobre“el misterio Rocalli”. Como hoy - a mi modesto entender - se podría escribir algo semejante sobre “el misterio Bergoglio”. Es evidente, creo yo, el punto de convergencia que se advierte en estos dos hombres enteramente singulares: Juan XXIII, en los años 60 del siglo XX, y Francisco, en la segunda década del siglo XXI.

Refiriéndose a Juan XXIII, Rouquette decía en el artículo que acabo de mencionar: “Me sorprendería si un día me entero de que a Pío XII lo han canonizado, pero no me sorprenderé si Juan XXIII sube a los altares”. El tiempo, al menos de momento, le ha dado la razón al cronista de los jesuitas franceses en el Concilio. Y es que Juan XXIII, como ahora el papa Francisco, entrañó siempre algo (quizá mucho) de misterio. El misterio de una profunda humanidad que toca fibras muy hondas en nuestras vidas. En las vidas (me parece) de todos los seres humanos.

Algunas referencias bastarán para indicar lo que quiero decir. El 6 de marzo de 1939, después de enterrar a su madre le escribía Roncalli a un amigo: “Mi pobre madre me había dicho que no quería morir en mi casa de la nunciatura, una casa burguesa y confortable. Ella quería morir en su casa pobre y campesina, entre los suyos, como una sencilla mujer de pueblo”. Para Roncalli, en efecto, tal como lo dejó escrito en su testamento, la pobreza de su familia era el gran don que Dios le había hecho en su vida. Le tenía horror al “espíritu de carrera”. Exactamente lo mismo que, para él, “los ambiciosos son las criaturas más ridículas y más pobres de este mundo”.

Seguramente no son muchos los que saben que en Roma siempre se le tuvo por “el campesino de la diplomacia vaticana”. Por eso fue destinado como nuncio a Constantinopla, considerada como el último puesto de la diplomacia pontificia. Y si un buen día, en 1944, se le destinó a la siempre prestigiosa nunciatura de Paris, todo se debió a los problemas que a Charles de Gaulle le causó el nuncio Valerio Valeri. A lo que Pío XII respondió, como represalia, humillando a los franceses al mandarles, para la nunciatura, al “campesino de la diplomacia” vaticana, que era, ni más ni menos, que el nuncio Roncalli.
Este fue el hombre que, “por un impulso inesperado”, convocó el Concilio Vaticano II, cuando nadie pensaba en semejante cosa. El hombre que, gracias a su bonhomía, su simplicidad y su humildad transparente, humanizó el papado. Y el hombre que no tuvo pelos en la lengua para decirle, en pleno Concilio, a un observador anglicano: “Han sido los teólogos los que nos han metido en todas estas dificultades; ahora, es a los cristianos ordinarios, como Vd y yo, a los que nos toca salir de todo esto”.

Juan XXIII estuvo en Granada. Cuando era arzobispo de Venecia, vino un verano a conocer nuestra ciudad. Se hospedó en el entonces Hotel Inglaterra, en la calle Cetti Merien, entre la Gran Vía y la calle Elvira. Por la mañana temprano salió del hotel. Y a una mujer que encontró en la calle le preguntó dónde había una iglesia. Quería decir misa. La mujer le dijo que allí cerca estaba la iglesia de los Hospitalicos. Pero añadió la señora: “Mire, Vd parece un cura importante; le llevaré a San Juan de Dios, nuestro patrón”. Y en San Juan de Dios celebró la Eucaristía el hombre de Dios que revolucionó la Iglesia de entonces.

¿Es un misterio este santo hombre? ¿Lo es el actual obispo de Roma, el papa Francisco? Un “misterio” es una cosa difícil de explicar; y que no tiene explicación, a diferencia del “enigma”, que siempre la tiene. Ni Juan XXIII, ni Francisco, han tomado decisiones como para cambiar la Iglesia y el mundo. Pero es un misterio la vida de estos dos hombres. Porque, sin tomar decisiones para un cambio decisivo, ellos son la presencia de un profundo misterio. El misterio de nuestra humanidad. Quiero decir: humanos somos todos. Pero somos también inhumanos. A veces, demasiado inhumanos. Y si algo nos dejó claro Jesús, en su Evangelio, es que, siendo profundamente humanos, es como únicamente podemos imprimir al mundo y a la Iglesia la fuerza de cambio que tanta falta nos hace.

 José María Castillo