Jn 3, 13-17
La fiesta que hoy celebramos
los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el
significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener
celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que
busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más de uno se preguntará cómo
es posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada
para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento?
¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario
y las llagas del Crucificado?
Son sin duda preguntas muy
razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos
miramos al Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el
amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra
vida y nuestra muerte hasta el extremo.
No es el sufrimiento el que
salva sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser
humano. No es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor
insondable de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el
acontecimiento en el que mejor se nos revela su amor.
Descubrir la grandeza de la
Cruz no es atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar
la fuerza salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a
reconciliar el mundo consigo.
En esos brazos extendidos que
ya no pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a
los leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios
con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas,
rotas por tantos sufrimientos.
En ese rostro apagado por la
muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en
esa boca que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos
abusos e injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los
pecadores, Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable
a la Humanidad.
Por eso, ser fiel al
Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una
actitud de entrega y solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los
males que nos pueden llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no
es dolorista sino esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo
espíritu de amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección.
José Antonio Pagola