viernes, 8 de septiembre de 2017

Misa del Papa en Bogotá: “Jesús nos invita a ir mar adentro”


La primera misa del papa Francisco durante su viaje apostólico en Colombia fue este jueves, en el Parque Simón Bolívar de Bogotá donde le esperaban varios cientos de miles de personas.
El Santo Padre pasó saludando entre los fieles en el papamóvil, y ente ellos a un grupo de personas con discapacidad que habían participado antes a un encuentro en defensa de la vida. Presente el presidente Juan Manuel Santos y su familia.
Una eucaristía en español pidiendo por la paz y la justicia, presidida por el Papa que vestía como los celebrantes paramentos blancos. La misa se celebró en la estructura llamada El Templete, construida en 1986 con motivo de la eucaristía que celebró entonces san Juan Pablo II.
Después de la lectura del evangelio el Santo Padre hizo la siguiente homilía.
«El Evangelista recuerda que el llamado de los primeros discípulos fue a orillas del lago de Genesaret, allí donde la gente se aglutinaba para escuchar una voz capaz de orientarles e iluminarles; y también es el lugar donde los pescadores cierran sus fatigosas jornadas, en las que buscan el sustento para llevar una vida sin penurias, digna y feliz. Es la única vez en todo el Evangelio de Lucas en que Jesús predica junto al llamado mar de Galilea. En el mar abierto se confunden la esperada fecundidad del trabajo con la frustración por la inutilidad de los esfuerzos vanos. Según una antigua lectura cristiana, el mar también representa la inmensidad donde conviven todos los pueblos. Finalmente, por su agitación y oscuridad, evoca todo aquello que amenaza la existencia humana y que tiene el poder de destruirla. Nosotros usamos expresiones similares para definir multitudes: una marea humana, un mar de gente.
Ese día, Jesús tiene detrás de sí, el mar y frente a Él, una multitud que lo ha seguido porque sabe de su conmoción ante el dolor humano… y de sus palabras justas, profundas, certeras. Todos ellos vienen a escucharlo, la Palabra de Jesús tiene algo especial que no deja indiferente a nadie; su Palabra tiene poder para convertir corazones, cambiar planes y proyectos. Es una Palabra probada en la acción, no es una conclusión de escritorio, de acuerdos fríos y alejados del dolor de la gente, por eso es una Palabra que sirve tanto para la seguridad de la orilla como para la fragilidad del mar.
Esta querida ciudad, Bogotá, y este hermoso País, Colombia, tienen mucho de estos escenarios humanos presentados por el Evangelio. Aquí se encuentran multitudes anhelantes de una palabra de vida, que ilumine con su luz todos los esfuerzos y muestre el sentido y la belleza de la existencia humana. Estas multitudes de hombres y mujeres, niños y ancianos habitan una tierra de inimaginable fecundidad, que podría dar frutos para todos.
Pero también aquí, como en otras partes, hay densas tinieblas que amenazan y destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de la inequidad social; las tinieblas corruptoras de los intereses personales o grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por la vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensibles ante el dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las disipa y destruye con su mandato en la barca de Pedro: «Navega mar adentro» (Lc 5,4).
Nosotros podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar intentos fallidos y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada; igual que Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin ningún resultado. Esta Nación también sabe de ello, cuando por un período de 6 años, allá al comienzo, tuvo 16 presidentes y pagó caro sus divisiones («la patria boba»); también la Iglesia en Colombia sabe de trabajos pastorales vanos e infructuosos, pero como Pedro, también somos capaces de confiar en el Maestro, cuya palabra suscita fecundidad incluso allí donde la inhospitalidad de las tinieblas humanas hace infructuosos tantos esfuerzos y fatigas.
Pedro es el hombre que acoge decidido la invitación de Jesús, que lo deja todo y lo sigue, para transformarse en nuevo pescador, cuya misión consiste en llevar a sus hermanos al Reino de Dios, donde la vida se hace plena y feliz. Pero el mandato de echar las redes no está dirigido sólo a Simón Pedro; a él le ha tocado navegar mar adentro, como aquellos en vuestra patria que han visto primero lo que más urge, aquellos que han tomado iniciativas de paz, de vida. Echar las redes entraña responsabilidad.
En Bogotá y en Colombia peregrina una inmensa comunidad, que está llamada a convertirse en una red vigorosa que congregue a todos en la unidad, trabajando en la defensa y en el cuidado de la vida humana, particularmente cuando es más frágil y vulnerable: en el seno materno, en la infancia, en la vejez, en las condiciones de discapacidad y en las situaciones de marginación social. También multitudes que viven en Bogotá y en Colombia pueden llegar a ser verdaderas comunidades vivas, justas y fraternas si escuchan y acogen la Palabra de Dios.
En estas multitudes evangelizadas surgirán muchos hombres y mujeres convertidos en discípulos que, con un corazón verdaderamente libre, sigan a Jesús; hombres y mujeres capaces de amar la vida en todas sus etapas, de respetarla, de promoverla. Hace falta llamarnos unos a otros, hacernos señas, como los pescadores, volver a considerarnos hermanos, compañeros de camino, socios de esta empresa común que es la patria. Bogotá y Colombia son, al mismo tiempo, orilla, lago, mar abierto, ciudad por donde Jesús ha transitado y transita, para ofrecer su presencia y su palabra fecunda, para sacar de las tinieblas y llevarnos a la luz y la vida. Llamar a otros, a todos, para que nadie quede al arbitrio de las tempestades; subir a la barca a todas las familias, santuario de vida; hacer lugar al bien común por encima de los intereses mezquinos o particulares, cargar a los más frágiles promoviendo sus derechos.
Pedro experimenta su pequeñez, lo inmenso de la Palabra y el accionar de Jesús; Pedro sabe de sus fragilidades, de sus idas y venidas, como lo sabemos nosotros, como lo sabe la historia de violencia y división de vuestro pueblo que no siempre nos ha encontrado compartiendo barca, tempestad, infortunios. Pero al igual que a Simón, Jesús nos invita a ir mar adentro, nos impulsa al riesgo compartido, a dejar nuestros egoísmos y a seguirlo. A perder miedos que no vienen de Dios, que nos inmovilizan y retardan la urgencia de ser constructores de la paz, promotores de la vida».

Madrid celebra las fiestas de la Virgen a la que las novias ofrecen melones

Desde este jueves y hasta el 17 de septiembre, el distrito de Arganzuela, en Madrid, acoge las fiestas patronales de la Virgen del Puerto, conocida popularmente como la Melonera. El domingo 17, la ermita de la Virgen (Paseo de la Virgen del Puerto, 4), el vicario episcopal de Acción Caritativa de la diócesis madrileña, Javier Cuevas, presidirá la Misa en honor a la patrona a las 12 horas
Junto al Puente de Segovia se encuentra la ermita de la Virgen del Puerto, construida en 1718 por Pedro de Ribera por orden del corregidor de Madrid, el Marqués de Vadillo. El objetivo era que las lavanderas del río Manzanares tuvieran un lugar de culto cercano a su lugar de trabajo.
La ermita se dedicó a la patrona de Plasencia, Nuestra Señora del Puerto, que a su vez debía su nombre a su primer emplazamiento, en el puerto de Lisboa. La imagen, descubierta por un pastor en el siglo XV, fue trasladada para resguardarla de la invasión árabe.

A la Virgen del Puerto se la conoce popularmente como la Melonera. Esta denominación se debe a los puestos de venta de melones y sandías que se extendían alrededor del puente de Segovia, uno de los principales accesos a la capital. Cuenta la tradición que las mujeres que acudían a la ermita para venerar a la Virgen en la primera semana de septiembre –por la cercanía con la celebración litúrgica de la Natividad, el 8 de septiembre– llevaban dinero para comprar el mejor melón y regalarlo a sus novios. El motivo es que una novia plantada en el altar recuperó a su futuro marido por mediación de la Virgen del Puerto. La joven, como agradecimiento, robó un melón y se lo llevó a María, pero esta se le apareció en sueños y le dijo que lo devolviera y después lo comprase. Si lo compartía con su novio, tendría un buen marido.
El domingo 17, la ermita de la Virgen (Paseo de la Virgen del Puerto, 4), el vicario episcopal de Acción Caritativa de la diócesis madrileña, Javier Cuevas, presidirá la Misa en honor a la patrona a las 12 horas.
Alfa y Omega

8 de septiembre: La Natividad de la Virgen María


No se trata en esta fiesta del nacimiento de Jesús; tampoco hablamos de la Inmaculada Concepción de la Virgen; sí hablaremos del nacimiento de la que habría de ser la Madre de Dios ocurrido nueve meses después. La Iglesia quiso destacar esta fiesta mariana, dentro de sus celebraciones, y la situó en el 8 de septiembre.
Los cristianos, enamorados, han mostrado siempre una curiosidad razonable a la hora de conocer detalles en torno al nacimiento de la Señora; han estudiado, investigado, escrito y predicado sobre su nacimiento; pero, como los datos aportados sobre santa María por los evangelistas son parcos porque lo que les interesa es transmitir los dichos y los hechos de Jesucristo, ya adelantó el resultado: no se sabe nada de él. Los santos indagaron sobre la Natividad de la Virgen: Epifanio, Juan Damasceno, Germán de Constantinopla, Anselmo, Eutimio, etc., y quieren abundar los teólogos medievales y los mariólogos posteriores. Pero, a falta de datos revelados, solo se llega a un «posible» por parecer verosímil. Repetimos, como conclusión última, el resultado de tanto esfuerzo: Dios no quiso decirnos nada sobre la Natividad de la Señora. Y lo aceptamos con humildad.
Sí se puede hacer un paseo por los evangelios apócrifos, nunca oficiales y jamás reconocidos; son libros pletóricos de divagaciones e inexactitudes, llenos de figuras, amantes de lo maravilloso y plenos de imaginación. Acerca de la Natividad de María es conveniente el recurso al Evangelio de Santiago que fue el que consiguió entre los apócrifos mayor difusión.
Sobre sus PADRES. Claro que algún nombre habían de tener; los que han prevalecido fueron los de Joaquín y Ana; pero no es seguro. Los apócrifos hablan de que eran estériles, de sangre real y muy ricos. Claro que todo esto, antes de concederlo, es buena cosa matizarlo.
¿Estériles? Que fueran piadosos y santos parece que es bueno y justo concederlo por el modo habitual de obrar Dios. Pero la idea difundida de que eran ancianos y estériles carece de fundamento revelado y quizá se expuso para resaltar la maravillosa intervención divina al estilo de Isaac o del Bautista. Un asunto solo posible.
¿De sangre real? Que Jesús es de la estirpe de David es cierto por el testimonio de los evangelios de verdad y porque en él se cumplieron las profecías. Pero la conexión con la familia real davídica de igual modo le pudo venir a Jesús por línea materna, como por el matrimonio verdadero de María con José, que era el padre legal de Jesús. Desde luego, las genealogías a quien mencionan es a José; otra cosa es que se preste atención a la opinión que afirma la costumbre que tenían los jóvenes de contraer matrimonio con miembros de la misma tribu y hasta de la misma familia.
¿Tan ricos como para llegar a pagar el doble de los impuestos? Parece que esta sugerencia contrasta con el hecho de la pobreza real sufrida en Belén al nacer Jesús donde no tuvieron ni un pariente, ni una casa. La riqueza que dejó David nueve siglos antes fue la promesa del Mesías, y el hecho de casarse María con un artesano parece contradecir la suposición de potentados a los padres de la Virgen. Por este capítulo, parece que hay que afirmar que la supuesta riqueza de los padres de Joaquín y Ana más que una realidad, es un deseo (A no ser que se sugiera de modo figurado otro tipo de riqueza: la sobrenatural).
Con respecto al resto de la FAMILIA, parece que el evangelista san Juan quiso dar algún dato en el que se apoyaron elocuentes predicadores y sabios escritores para afirmar que la Virgen tuvo una «hermana», la mujer de Cleofás. Pero, a pesar de la claridad de la afirmación joánica, no está tan claro el asunto de su parentesco con la Virgen.
Verás. Es cierto que la afirmación del evangelista puede interpretarse como que fuera hija de Joaquín y Ana, y entonces fuera hermana de sangre de la Virgen; pero ¿no resulta algo extraño que llevaran dos hijas el mismo nombre –María–, dentro de la misma familia? También pudiera interpretarse el dato evangélico como hermana «política» y, en ese caso, Cleofás sería un hermano de sangre de María, hijo de Joaquín y de Ana, o también sería posible que Cleofás fuera hermano de José, o que ella misma lo fuera. El resultado es: inseguridad.
¿Que cómo fue concebida? Era la pregunta que se hacían muchos por aquello de que su concepción fue Inmaculada, es decir, sin el pecado original. A falta de otro dato, queda afirmar que fue concebida de modo natural, que es lo previsto, querido por Dios y hecho santificador en la vida de los esposos. Atreverse a afirmar que fue concebida mediante «un ósculo de paz» responde a torcida y equivocada concepción del matrimonio, con resabios maniqueos. Decir, afirmando, que nació «en altísimo éxtasis» de santa Ana no pasa de ser ficción y no tiene sentido asegurarlo como muy probable, aunque se haga con el intento de enseñar que fue parida sin dolor.
Los teólogos quisieron saber más. Pensaron –sesudos ellos– en asuntos profundos sobre la situación del alma de la Virgen cuando nació: ¿tuvo, o no tuvo, pleno uso de razón?, y ¿ciencia infusa?, y ¿plena libertad?, y ¿fue confirmada en gracia desde su nacimiento, o solo desde la Anunciación? ¡Sutilezas de enamorados ansiosos de saber más para amar mejor! Sí que es dogma –y por tanto verdad– que «llena de gracia» afirma plenitud: virtudes infusas, dones del Espíritu Santo, ausencia de pecado original, y tanta gracia que ni los ángeles, ni ningún santo llegó a poseer por estar en dependencia del amor a Dios y unión con Él.
Aún seguían preguntando los curiosos por el ubi, en el intento de conocer lo más posible sobre el nacimiento –Natividad– de la Madre de Dios: ¿DÓNDE nació? Los santos padres antiguos se inclinaban por Jerusalén, por aquello de que es la ciudad del Templo. Otros dijeron que Nazaret, el lugar de la Anunciación, donde vivió. Alguno habló de Séforis. Sin saber lugar concreto, todos miramos a Oriente donde esa estrella nació y donde, probablemente, fue atendida por las mujeres vecinas y parientes que la lavaron en agua caliente, la frotaron con sal, la perfumaron con hierbas y la aseguraron con vendas según la usanza habitual, sin saber que el misterio les rondaba en aquella labor feliz y normal.
Mucho han hecho los artistas para plasmar el acontecimiento de la Natividad de María; después del códice del siglo XI en la Biblioteca Vaticana, cabe resaltar a Giotto en la Edad Media y a Filippo Lippi en el Renacimiento.
Archimadrid.org

El Cristo mutilado, testigo de la peor masacre de Colombia


El Cristo de Bojayá fue testigo del asesinato de 79 personas, que murieron cuando una bomba cayó en la iglesia de su pueblo en la que estaban refugiadas. Este viernes, la misma talla presidirá el Gran Encuentro de Oración para la Reconciliación Nacional en el que participará el Papa Francisco
El Cristo de Bojayá no tiene cruzTampoco extremidades. El madero, al igual que las piernas y los brazos, le fueron arrancados de cuajo. Era el 2 de mayo de 2002. Una lluvia de balas, también de gotas de agua, caía con intensidad sobre el pueblo de Bojayá. De un lado, la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Del otro, el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (ACU), ambos luchando por el control de la zona.
Los bojayaceños creyeron encontraron en la parroquia de San Pablo Apóstol el mejor refugio para la guerra y para la tormenta que había inundado las calles de su pueblo. Aunque no todos alcanzaron lo que se presuponía que sería un buen escondite. Las ACU tomaron como rehenes a algunos de los habitantes del pueblo, a los que utilizaron como escudos humanos para protegerse así de el fuego de las FARC, que les atacaba incluso con artillería pesada.
Fue entonces, con gran parte del pueblo al amparo del templo parroquial, cuando uno de los proyectiles impactó en el tejado «dejando 79 muertos, decenas de heridos, cientos de desplazados y secuelas que aún no se pueden contar», informó este lunes el Centro Nacional de Memoria Histórica. El suceso se convirtió en una de las peores masacres del país.
Cristo mutilado
La bomba, lanzada por las FARC, afectó también a una imagen de Jesús Crucificado a la que el pueblo le tenía gran devoción. El fuego sacrílego arrancó de cuajo el madero y las extremidades de la escultura.
A la talla, recuperada y custodiada desde entonces por los lugareños, se la empezó a conocer pronto como el Cristo mutilado. Asimismo, se erigió en símbolo del dolor provocado por la guerra con las FARC y de la reconciliación y la construcción de la paz.
Encuentro por la paz
Es con ese mismo espíritu de reconciliación y paz entre los colombianos con el que el Papa ha emprendido su viaje al país, que está visitando hasta el domingo 10 de septiembre, y con el que Francisco presidirá este viernes el Gran Encuentro de Oración para la Reconciliación Nacional.
En el acto, que se celebrará en Villavicencio, participarán 16 supervivientes de la masacre, así como el Cristo de Bojayá. La imagen será colocada de nuevo en una cruz y presidirá el encuentro en el que el Pontífice escuchará a las víctimas y en el que también participaran los agresores de un conflicto armado que ha tenido en vilo al país durante más de medio siglo.
José Calderero @jcalderero
Alfa y Omega

La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo

Lectura del santo evangelio según san Mateo 1, 18-23
La generación de Jesucristo fue de esta manera:
María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta:
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa "Díos-con-nosotros"».
Palabra del Señor.

"Cuiden el primer paso de Dios hacia ustedes", el Papa a los Obispos de Colombia

La paz esté con ustedes
Así saludó el Resucitado a su pequeña grey después de haber vencido a la muerte, así consiéntanme que los salude al inicio de mi viaje.
Agradezco las palabras de bienvenida. Estoy contento porque los primeros pasos que doy en este País me llevan a encontrarlos a ustedes, obispos de Colombia, para abrazar en ustedes a toda la Iglesia colombiana y para estrechar a su gente en mi corazón de Sucesor de Pedro. Les agradezco muchísimo su ministerio episcopal, que les ruego continúen realizándolo con renovada generosidad. Un saludo particular dirijo a los obispos eméritos, animándolos a seguir sosteniendo, con la oración y con la presencia discreta, a la Esposa de Cristo por la cual se han entregado generosamente.
Vengo para anunciar a Cristo y para cumplir en su nombre un itinerario de paz y reconciliación. ¡Cristo es nuestra paz! ¡Él nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros!
Estoy convencido de que Colombia tiene algo de original que llama fuertemente la atención: no ha sido nunca una meta completamente realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un tesoro totalmente poseído. Su riqueza humana, sus vigorosos recursos naturales, su cultura, su luminosa síntesis cristiana, el patrimonio de su fe y la memoria de sus evangelizadores, la alegría gratuita e incondicional de su gente, la impagable sonrisa de su juventud, su original fidelidad al Evangelio de Cristo y a su Iglesia y, sobre todo, su indomable coraje de resistir a la muerte, no sólo anunciada sino muchas veces sembrada: todo esto se sustrae, digamos se esconde, a aquellos que se presentan como forasteros hambrientos de adueñársela y, en cambio, se brinda generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del peregrino. Así es Colombia.
Por esto, como peregrino, me dirijo a su Iglesia. De ustedes soy hermano, deseoso de compartir a Cristo Resucitado para quien ningún muro es perenne, ningún miedo es indestructible, ninguna plaga es incurable.
No soy el primer Papa que les habla en su casa. Dos de mis más grandes Predecesores han sido huéspedes aquí: el beato Pablo VI, que vino apenas concluyó el Concilio Vaticano II para animar la realización colegial del misterio de la Iglesia en América Latina; y san Juan Pablo II en su memorable visita apostólica de 1986. Las palabras de ambos son un recurso permanente, las indicaciones que delinearon y la maravillosa síntesis que ofrecieron sobre nuestro ministerio episcopal constituyen un patrimonio para custodiar. Quisiera que cuanto les diga sea recibido en continuidad con lo que ellos han enseñado.
Custodios y sacramento del primer paso
«Dar el primer paso» es el lema de mi visita y también para ustedes este es mi primer mensaje. Bien saben que Dios es el Señor del primer paso. Él siempre nos primerea. Toda la Sagrada Escritura habla de Dios como exiliado de sí mismo por amor. Ha sido así cuando sólo había tinieblas, caos y, saliendo de sí, Él hizo que todo viniese a ser (cf. Gn 1.2,4); ha sido así cuando en el jardín de los orígenes Él se paseaba, dándose cuenta de la desnudez de su creatura (cf. Gn 3,8-9); ha sido así cuando, peregrino, Él se alojó en la tienda de Abraham, dejándole la promesa de una inesperada fecundidad (cf. Gn 18,1-10); ha sido así cuando se presentó a Moisés encantándolo, cuando ya no tenía otro horizonte que pastorear las ovejas de su suegro (cf. Ex, 3,1-2); ha sido así cuando no quitó de su mirada a su amada Jerusalén, aun cuando se prostituía en la vereda de la infidelidad (cf. Ez 16,15); ha sido así cuando migró con su gloria hacia su pueblo exiliado en la esclavitud (cf. Ez 10,18-19).
Y, en la plenitud del tiempo, quiso revelar el verdadero nombre del primer paso, de su primer paso. Se llama Jesús y es un paso irreversible. Proviene de la libertad de un amor que todo lo precede. Porque el Hijo, Él mismo, es la expresión viva de dicho amor. Aquellos que lo reconocen y lo acogen reciben en herencia el don de ser introducidos en la libertad de poder cumplir siempre en Él ese primer paso, no tienen miedo de perderse si salen de sí mismos, porque llevan la fianza del amor emanado del primer paso de Dios, una brújula que no les consiente perderse.
Cuiden pues, con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes y, con su ministerio, hacia la gente que les ha sido confiada, en la conciencia de ser sacramento viviente de esa libertad divina que no tiene miedo de salir de sí misma por amor, que no teme empobrecerse mientras se entrega, que no tiene necesidad de otra fuerza que el amor.
Dios nos precede, somos sarmientos y no la vid. Por tanto, no enmudezcan la voz de Aquél que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la suma de sus pobres virtudes o los halagos de los poderosos de turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios. Al contrario, mendiguen en la oración cuando no puedan dar ni darse, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores. La oración en la vida del obispo es la savia vital que pasa por la vid, sin la cual el sarmiento se marchita volviéndose infecundo. Por tanto, luchen con Dios, y más todavía en la noche de su ausencia, hasta que Él no los bendiga (cf. Gn 32,25-27). Las heridas de esa cotidiana y prioritaria batalla en la oración serán fuente de curación para ustedes; serán heridos por Dios para hacerse capaces de curar.
Hacer visible su identidad de sacramento del primer paso de Dios
De hecho, hacer tangible la identidad de sacramento del primer paso de Dios exigirá un continuo éxodo interior. «No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor» (San Agustín, De catechizandis rudibus, liber I, 4.7, 26: PL 40), y, por tanto, ningún ámbito de la misión episcopal puede prescindir de esta libertad de cumplir el primer paso. La condición de posibilidad para el ejercicio del ministerio apostólico es la disposición a acercarse a Jesús dejando atrás «lo que fuimos, para que seamos lo que no éramos» (Id., Enarr. in psal., 121,12: PL 36).
Les recomiendo vigilar no sólo individualmente sino colegialmente, dóciles al Espíritu Santo, sobre este permanente punto de partida. Sin este núcleo languidecen los rasgos del Maestro en el rostro de los discípulos, la misión se atasca y disminuye la conversión pastoral, que no es otra cosa que rescatar aquella urgencia de anunciar el Evangelio de la alegría hoy, mañana y pasado mañana (cf. Lc 13,33), premura que devoró el Corazón de Jesús dejándolo sin nido ni resguardo, reclinado solamente en el cumplimiento hasta el final de la voluntad del Padre (cf. Lc 9,58.62). ¿Qué otro futuro podemos perseguir? ¿A qué otra dignidad podemos aspirar?
No se midan con el metro de aquellos que quisieran que fueran sólo una casta de funcionarios plegados a la dictadura del presente. Tengan, en cambio, siempre fija la mirada en la eternidad de Aquél que los ha elegido, prontos a acoger el juicio decisivo de sus labios.
En la complejidad del rostro de esta Iglesia colombiana, es muy importante preservar la singularidad de sus diversas y legítimas fuerzas, las sensibilidades pastorales, las peculiaridades regionales, las memorias históricas, las riquezas de las propias experiencias eclesiales. Pentecostés consiente que todos escuchen en la propia lengua. Por ello, busquen con perseverancia la comunión entre ustedes. No se cansen de construirla a través del diálogo franco y fraterno, condenando como peste las agendas encubiertas. Sean premurosos en cumplir el primer paso, del uno para con el otro. Anticípense en la disposición de comprender las razones del otro. Déjense enriquecer de lo que el otro les puede ofrecer y construyan una Iglesia que ofrezca a este País un testimonio elocuente de cuánto se puede progresar cuando se está dispuesto a no quedarse en las manos de unos pocos. El rol de las Provincias Eclesiásticas en relación al mismo mensaje evangelizador es fundamental, porque son diversas y armonizadas las voces que lo proclaman. Por esto, no se contenten con un mediocre compromiso mínimo que deje a los resignados en la tranquila quietud de la propia impotencia, a la vez que domestica aquellas esperanzas que exigirían el coraje de ser encauzadas más sobre la fuerza de Dios que sobre la propia debilidad.
Reserven una particular sensibilidad hacia las raíces afro-colombianas de su gente, que tan generosamente han contribuido a plasmar el rostro de esta tierra.
Tocar la carne del cuerpo de Cristo
Los invito a no tener miedo de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente. Háganlo con humildad, sin la vana pretensión de protagonismo, y con el corazón indiviso, libre de compromisos o servilismos. Sólo Dios es Señor y a ninguna otra causa se debe someter nuestra alma de pastores.
Colombia tiene necesidad de su mirada propia de obispos, para sostenerla en el coraje del primer paso hacia la paz definitiva, la reconciliación, hacia la abdicación de la violencia como método, la superación de las desigualdades que son la raíz de tantos sufrimientos, la renuncia al camino fácil pero sin salida de la corrupción, la paciente y perseverante consolidación de la «res publica» que requiere la superación de la miseria y de la desigualdad.
Se trata de una tarea ardua pero irrenunciable, los caminos son empinados y las soluciones no son obvias. Desde lo alto de Dios, que es la cruz de su Hijo, obtendrán la fuerza; con la lucecita humilde de los ojos del Resucitado recorrerán el camino; escuchando la voz del Esposo que susurra en el corazón, recibirán los criterios para discernir de nuevo, en cada incertidumbre, la justa dirección.
Uno de sus ilustres literatos escribió hablando de uno de sus míticos personajes: «No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 9). Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay de más bajo en nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos. En seguida, el escritor añadía: «No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo» (ibíd., cap. 15). No es necesario que les hable de ese miedo, raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda. Quiero animarlos a seguir creyendo que se puede hacer de otra manera, recordando que no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; el mismo Espíritu atestigua que son hijos destinados a la libertad de la gloria a ellos reservada (cf. Rm 8,15-16).
Ustedes ven con los propios ojos y conocen como pocos la deformación del rostro de este País, son custodios de las piezas fundamentales que lo hacen uno, no obstante sus laceraciones. Precisamente por esto, Colombia tiene necesidad de ustedes para reconocerse en su verdadero rostro cargado de esperanza a pesar de sus imperfecciones, para perdonarse recíprocamente no obstante las heridas no del todo cicatrizadas, para creer que se puede hacer otro camino aun cuando la inercia empuja a repetir los mismos errores, para tener el coraje de superar cuanto la puede volver miserable a pesar de sus tesoros.
Los animo, pues, a no cansarse de hacer de sus Iglesias un vientre de luz, capaz de generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita. Hospédense en la humildad de su gente para darse cuenta de sus secretos recursos humanos y de fe, escuchen cuánto su despojada humanidad brama por la dignidad que solamente el Resucitado puede conferir. No tengan miedo de migrar de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, que es el hombre viviente.
La palabra de la reconciliación
Muchos pueden contribuir al desafío de esta Nación, pero la misión de ustedes es singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores. Cristo es la palabra de reconciliación escrita en sus corazones y tienen la fuerza de poder pronunciarla no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencias, en el calor esperanzado que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). Ustedes deben pronunciarla con el frágil, humilde, pero invencible recurso de la misericordia de Dios, la única capaz de derrotar la cínica soberbia de los corazones autorreferenciales.
A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos. Precisamente allí tienen la autonomía para inquietar, allí tienen la posibilidad de sostener un cambio de ruta.
El corazón humano, muchas veces engañado, concibe el insensato proyecto de hacer de la vida un continuo aumento de espacios para depositar lo que acumula. Precisamente aquí es necesario que resuene la pregunta: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si queda el vacío en el alma? (cf. Mt 16,26).
De sus labios de legítimos pastores de Cristo, tal cual ustedes son, Colombia tiene el derecho de ser interpelada por la verdad de Dios, que repite continuamente: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Es un interrogatorio que no puede ser silenciado, aun cuando quien lo escucha no puede más que abajar la mirada, confundido, y balbucir la propia vergüenza por haberlo vendido, quizás, al precio de alguna dosis de estupefaciente o alguna equívoca concepción de razón de Estado, tal vez por la falsa conciencia de que el fin justifica los medios.
Les ruego tener siempre fija la mirada sobre el hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).
Una Iglesia en misión
Teniendo en cuenta el generoso trabajo pastoral que ya desarrollan, permítanme ahora que les presente algunas inquietudes que llevo en mi corazón de pastor, deseoso de exhortarles a ser cada vez más una Iglesia en misión. Mis Predecesores ya han insistido sobre varios de estos desafíos: la familia y la vida, los jóvenes, los sacerdotes, las vocaciones, los laicos, la formación. Los decenios transcurridos, no obstante el ingente trabajo, quizás han vuelto aún más fatigosas las respuestas para hacer eficaz la maternidad de la Iglesia en el generar, alimentar y acompañar a sus hijos.
Pienso en las familias colombianas, en la defensa de la vida desde el vientre materno hasta su natural conclusión, en la plaga de la violencia y del alcoholismo, no raramente extendida en los hogares, en la fragilidad del vínculo matrimonial y la ausencia de los padres de familia con sus trágicas consecuencias de inseguridad y orfandad. Pienso en tantos jóvenes amenazados por el vacío del alma y arrastrados en la fuga de la droga, en el estilo de vida fácil, en la tentación subversiva. Pienso en los numerosos y generosos sacerdotes y en el desafío de sostenerlos en la fiel y cotidiana elección por Cristo y por la Iglesia, mientras algunos otros continúan propagando la cómoda neutralidad de aquellos que nada eligen para quedarse con la soledad de sí mismos. Pienso en los fieles laicos esparcidos en todas las Iglesias particulares, resistiendo fatigosamente para dejarse congregar por Dios que es comunión, aun cuando no pocos proclaman el nuevo dogma del egoísmo y de la muerte de toda solidaridad. Pienso en el inmenso esfuerzo de todos para profundizar la fe y hacerla luz viva para los corazones y lámpara para el primer paso.
No les traigo recetas ni intento dejarles una lista de tareas. Con todo quisiera rogarles que, al realizar en comunión su gravosa misión de pastores de Colombia, conserven la serenidad. Bien saben que en la noche el maligno continúa sembrando cizaña, pero tengan la paciencia del Señor del campo, confiándose en la buena calidad de sus granos. Aprendan de su longanimidad y magnanimidad. Sus tiempos son largos porque es inconmensurable su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente, turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la potencia escondida de su levadura. Orienten el corazón sobre la preciosa fascinación que atrae y hace vender todo con tal de poseer ese divino tesoro.
De hecho, ¿qué otra cosa más fuerte pueden ofrecer a la familia colombiana que la fuerza humilde del Evangelio del amor generoso que une al hombre y a la mujer, haciéndolos imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, transmisores y guardianes de la vida? Las familias tienen necesidad de saber que en Cristo pueden volverse árbol frondoso capaz de ofrecer sombra, dar fruto en todas las estaciones del año, anidar la vida en sus ramas. Son tantos hoy los que homenajean árboles sin sombra, infecundos, ramas privadas de nidos. Que para ustedes el punto de partida sea el testimonio alegre de que la felicidad está en otro lugar.
¿Qué cosa pueden ofrecer a sus jóvenes? Ellos aman sentirse amados, desconfían de quien los minusvalora, piden coherencia limpia y esperan ser involucrados. Recíbanlos, por tanto, con el corazón de Cristo y ábranles espacios en la vida de sus Iglesias. No participen en ninguna negociación que malvenda sus esperanzas. No tengan miedo de alzar serenamente la voz para recordar a todos que una sociedad que se deja seducir por el espejismo del narcotráfico se arrastra a sí misma en esa metástasis moral que mercantiliza el infierno y siembra por doquier la corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales.
¿Qué cosa pueden dar a sus sacerdotes? El primer don es aquel de su paternidad que asegure que la mano que los ha generado y ungido no se ha retirado de sus vidas. Vivimos en la era de la informática y no nos es difícil alcanzar a nuestros sacerdotes en tiempo real mediante algún programa de mensajes. Pero el corazón de un padre, de un obispo, no puede limitarse a la precaria, impersonal y externa comunicación con su presbiterio. No se puede apartar del corazón del obispo la inquietud sobre dónde viven sus sacerdotes. ¿Viven de verdad según Jesús? ¿O se han improvisado otras seguridades como la estabilidad económica, la ambigüedad moral, la doble vida o la ilusión miope de la carrera? Los sacerdotes precisan, con necesidad y urgencia vital, de la cercanía física y afectiva de su obispo. Requieren sentir que tienen padre.
Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones. Ellos deben dar de comer a la multitud y el alimento de Dios no es nunca una propiedad de la cual se puede disponer sin más. Al contrario, proviene solamente de la indigencia puesta en contacto con la bondad divina. Despedir a la muchedumbre y alimentarse de lo poco que uno puede indebidamente apropiarse es una tentación permanente (cf. Lc 9,13).
Vigilen por tanto sobre las raíces espirituales de sus sacerdotes. Condúzcanlos continuamente a aquella Cesarea de Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir de nuevo la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti? La razón del gradual deterioro que muchas veces lleva a la muerte del discípulo siempre está en un corazón que ya no puede responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mt 16,13-16). De aquí se debilita el coraje de la irreversibilidad del don de sí, y deriva también la desorientación interior, el cansancio de un corazón que ya no sabe acompañar al Señor en su camino hacia Jerusalén.
Cuiden especialmente el itinerario formativo de sus sacerdotes, desde el nacimiento de la llamada de Dios en sus corazones. La nueva Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, recientemente publicada, es un valioso recurso, aún por aplicar, para que la Iglesia colombiana esté a la altura del don de Dios que nunca ha dejado de llamar al sacerdocio a tantos de sus hijos.
No descuiden, por favor, la vida de los consagrados y consagradas. Ellos y ellas constituyen la bofetada kerigmática a toda mundanidad y son llamados a quemar cualquier resaca de valores mundanos en el fuego de las bienaventuranzas vividas sin glosa y en el total abajamiento de sí mismos en el servicio. No los consideren como «recursos de utilidad» para las obras apostólicas; más bien, sepan ver en ellos el grito del amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20).
Reserven la misma preocupación formativa a sus laicos, de los cuales depende no sólo la solidez de las comunidades de fe, sino gran parte de la presencia de la Iglesia en el ámbito de la cultura, de la política, de la economía. Formar en la Iglesia significa ponerse en contacto con la fe viviente de la Comunidad viva, introducirse en un patrimonio de experiencias y de respuestas que suscita el Espíritu Santo, porque Él es quien enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26).
Un pensamiento quisiera dirigir a los desafíos de la Iglesia en la Amazonia, región de la cual con razón están orgullosos, porque es parte esencial de la maravillosa biodiversidad de este País. La Amazonia es para todos nosotros una prueba decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo. Pienso, sobre todo, en la arcana sabiduría de los pueblos indígenas amazónicos y me pregunto si somos aún capaces de aprender de ellos la sacralidad de la vida, el respeto por la naturaleza, la conciencia de que no solamente la razón instrumental es suficiente para colmar la vida del hombre y responder a sus más inquietantes interrogantes.
Por esto los invito a no abandonar a sí misma la Iglesia en Amazonia. La consolidación de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas las diócesis colombianas y de su entero clero. He escuchado que en algunas lenguas nativas amazónicas para referirse a la palabra «amigo» se usa la expresión «mi otro brazo». Sean por lo tanto el otro brazo de la Amazonia. Colombia no la puede amputar sin ser mutilada en su rostro y en su alma.
Queridos hermanos:
Los invito ahora a dirigirnos espiritualmente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, cuya imagen han tenido la delicadeza de traer de su Santuario a la magnífica Catedral de esta ciudad para que también yo la pudiera contemplar.
Como bien saben, Colombia no puede darse a sí misma la verdadera Renovación a la que aspira, sino que ésta viene concedida desde lo alto. Supliquémosla al Señor, pues, por medio de la Virgen.
Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de este entero País y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía.
(from Vatican Radio)

"Huyamos de toda tentación de venganza", discurso del Papa a las autoridades de Colombia

Señor Presidente,
Miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático,
Distinguidas Autoridades,
Representantes de la sociedad civil,
Señoras y señores.

Saludo cordialmente al Señor Presidente de Colombia, Doctor Juan Manuel Santos, y le agradezco su amable invitación a visitar esta Nación en un momento particularmente importante de su historia; saludo a los miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático. Y, en ustedes, representantes de la sociedad civil, quiero saludar afectuosamente a todo el pueblo colombiano, en estos primeros instantes de mi Viaje Apostólico.
Vengo a Colombia siguiendo la huella de mis predecesores, el beato Pablo VI y san Juan Pablo II y, como a ellos, me mueve el deseo de compartir con mis hermanos colombianos el don de la fe, que tan fuertemente arraigó en estas tierras, y la esperanza que palpita en el corazón de todos. Sólo así, con fe y esperanza, se pueden superar las numerosas dificultades del camino y construir un País que sea Patria y casa para todos los colombianos.
Colombia es una Nación bendecida de muchísimas maneras; la naturaleza pródiga no sólo permite la admiración por su belleza, sino que también invita a un cuidadoso respeto por su biodiversidad. Colombia es el segundo País del mundo en biodiversidad y, al recorrerlo, se puede gustar y ver qué bueno ha sido el Señor (cf. Sal 33,9) al regalarles tan inmensa variedad de flora y fauna en sus selvas lluviosas, en sus páramos, en el Chocó, los farallones de Cali o las sierras como las de la Macarena y tantos otros lugares. Igual de exuberante es su cultura; y lo más importante, Colombia es rica por la calidad humana de sus gentes, hombres y mujeres de espíritu acogedor y bondadoso; personas con tesón y valentía para sobreponerse a los obstáculos.
Este encuentro me ofrece la oportunidad para expresar el aprecio por los esfuerzos que se hacen, a lo largo de las últimas décadas, para poner fin a la violencia armada y encontrar caminos de reconciliación. En el último año ciertamente se ha avanzado de modo particular; los pasos dados hacen crecer la esperanza, en la convicción de que la búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo. Cuanto más difícil es el camino que conduce a la paz y al entendimiento, más empeño hemos de poner en reconocer al otro, en sanar las heridas y construir puentes, en estrechar lazos y ayudarnos mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
El lema de este País dice: «Libertad y Orden». En estas dos palabras se encierra toda una enseñanza. Los ciudadanos deben ser valorados en su libertad y protegidos por un orden estable. No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica. Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta Nación por décadas; leyes que no nacen de la exigencia pragmática de ordenar la sociedad sino del deseo de resolver las causas estructurales de la pobreza que generan exclusión y violencia. Sólo así se sana de una enfermedad que vuelve frágil e indigna a la sociedad y la deja siempre a las puertas de nuevas crisis. No olvidemos que la inequidad es la raíz de los males sociales (cf. ibíd., 202).
En esta perspectiva, los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad, aquellos que no cuentan para la mayoría y son postergados y arrinconados. Todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de «pura sangre», sino con todos. Y aquí radica la grandeza y belleza de un País, en que todos tienen cabida y todos son importantes. En la diversidad está la riqueza. Pienso en aquel primer viaje de san Pedro Claver desde Cartagena hasta Bogotá surcando el Magdalena: su asombro es el nuestro. Ayer y hoy, posamos la mirada en las diversas etnias y los habitantes de las zonas más lejanas, los campesinos. La detenemos en los más débiles, en los que son explotados y maltratados, aquellos que no tienen voz porque se les ha privado de ella o no se les ha dado, o no se les reconoce. También detenemos la mirada en la mujer, su aporte, su talento, su ser «madre» en las múltiples tareas. Colombia necesita la participación de todos para abrirse al futuro con esperanza.
La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la paz, la justicia y el bien de todos. Es consciente de que los principios evangélicos constituyen una dimensión significativa del tejido social colombiano, y por eso pueden aportar mucho al crecimiento del País; en especial, el respeto sagrado a la vida humana, sobre todo la más débil e indefensa, es una piedra angular en la construcción de una sociedad libre de violencia. Además, no podemos dejar de destacar la importancia social de la familia, soñada por Dios como el fruto del amor de los esposos, «lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros» (ibíd., 66). Y, por favor, les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos se aprenden verdaderas lecciones de vida, de humanidad, de dignidad. Porque ellos, que entre cadenas gimen, sí que comprenden las palabras del que murió en la cruz —como dice la letra de vuestro himno nacional—.
Señoras y señores, tienen delante de sí una hermosa y noble misión, que es al mismo tiempo una difícil tarea. Resuena en el corazón de cada colombiano el aliento del gran compatriota Gabriel García Márquez: «Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera». Es posible entonces, continúa el escritor, «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra» (Discurso de aceptación del premio Nobel, 1982).
Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza... La soledad de estar siempre enfrentados ya se cuenta por décadas y huele a cien años; no queremos que cualquier tipo de violencia restrinja o anule ni una vida más. Y quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso; este viaje quiere ser un aliciente para ustedes, un aporte que en algo allane el camino hacia la reconciliación y la paz.
Están presentes en mis oraciones. Rezo por ustedes, por el presente y por el futuro de Colombia.

Entrevista al padre Darío Echeverri, Secretario General de la Comisión de Conciliación Nacional

En una Colombia que anhela la paz y la reconciliación, hay aún un gran disenso en relación al acuerdo de paz firmado definitivamente el pasado noviembre.  ¿Cuán frágil es este acuerdo?
Yo he dicho en repetidas ocasiones que este acuerdo con las FARC es un niño muy frágil pero es generador de esperanza. Es cierto, las fragilidades son muchas, la desconfianza que pesa sobre él es grande, la pedagogía no ha sido la mejor, pero es un “niño” frágil, que es el acuerdo del gobierno con las FARC para la terminación del conflicto armado, generador de grandes esperanzas de paz y reconciliación para los colombianos. Vale la pena darles todos los aportes críticos, sí, pero tratar de protegerlo y de realizar sobre el mismo una pedagogía que permita a la gente en las diferentes regiones del país comprenderlo, para con lo que es bueno construir paz desde las regiones. Esto es muy importante, y ojalá que el trabajo de Iglesia pueda aportarle al país esa la necesidad que el país tiene.
Precisamente hablando de pedagogía: ¿en qué consiste la iniciativa pedagógica para la reconciliación y la paz denominada Acciones Conscientes?
Estamos realizando una labor de toma de conciencia de lo que significa y las posibilidades que tendría una Colombia en paz y reconciliada. Para esto nos hemos acercado a las regiones y a las culturas, en Colombia la cultura de los afrodescendientes, de los indígenas, de los caribeños es muy importante, y tratamos de acercar para que la toma de conciencia de las posibilidades que nos ofrecen la paz y conciliación sean muy grandes. Entre otras acciones conscientes nos hemos acercado a las 26 zonas veredales en donde la guerrilla de las FARC se pre concentró e inició allí el proceso de reincorporación en la sociedad. Nosotros nos hemos acercado y trabajado con los sacerdotes y párrocos de esta región. Un trabajo que se hizo antes y después del plebiscito, en el día D 180 y estamos preparando un cuarto encuentro entre los párrocos y comunicadores sociales de estas zonas, en el día doscientos cuarenta. (ndr: en términos sencillos, el Día D marca el inicio para la fase de implementación del proceso de paz).
¿Cuál es la situación actual de los veredales, y  qué aceptación han tenido por parte de los campesinos vecinos y el trabajo de la iglesia católica allí?
Debo reconocer por una parte, que por parte del gobierno ha habido errores de improvisación muy grandes. Que de parte de las guerrillas ha habido un intento de respuesta que yo juzgaría como positivo. Y puedo decir que en las respuestas hay lugares en donde el proceso marcha bastante bien y hay un mutuo “tender la mano” de las comunidades campesinas a las comunidades de la guerrilla, dándoles una acogida fraterna, con el apoyo y el acompañamiento de la Iglesia. Pero también tengo que reconocer que en otros lugares las improvisaciones, las condiciones de infraestructuras, la desorganización misma de la guerrilla, ha hecho que haya una valoración negativa.
Sin embargo la tarea de la Iglesia no ha terminado. Vale la pena que a través de los párrocos y de la presencia pastoral de la Iglesia sirvamos, en primer lugar, a la defensa de los intereses de las comunidades campesinas que son muy frágiles. No tienen quién los defienda, y su mejor defensa proviene de su párroco y de la presencia de la iglesia.
Segundo, quién mejor que el párroco puede ser el interlocutor con los hombres de la guerrilla que todavía tienen mucho miedo y se sienten muy mal preparados para reincorporarse en la sociedad. De donde partieron y a la que ofendieron con su accionar guerrillero. Y en tercer lugar es el párroco de la iglesia quien puede tender puentes para que la verificación de las naciones unidas y de la comunidad internacional pueda ser efectiva.
Para los europeos es difícil entender la idiosincrasia de los colombianos y de la gente en esas realidades en donde están fijas las comunidades veredales. El párroco puede interferir para que se logre entender y cumplir efectivamente una misión de acompañamiento.
¿Cuáles son los próximos pasos son necesarios según usted, para la consolidación y el avance de la paz?
Sabe cuánta alegría y cuántas son las expectativas por la visita del Papa. No importa el acento argentino, pero que bueno que en español castellano pueda hablarles al alma de los colombianos de la reconciliación. Sin esa reconciliación los acuerdos escritos a nada nos conducirán. Y entonces, el próximo paso tras la venida del Papa es que retomemos los colombianos y la Iglesia católica sus enseñanzas, las directrices pastorales que él nos dará y que ayudarán a los colombianos a recorrer el camino de la construcción de la paz. Creo que eso es muy importante.
Ojalá el ELN entienda que es la aspiración de la Iglesia y de los colombianos, y que queremos que ellos, que  ellos que dicen que son hijos de la Iglesia y de la teología de la liberación, puedan ofrecer una cuota de responsabilidad, su palabra sobre la paz y la la reconciliación de los colombianos, su compromiso y con la justicia, y su reparación a las víctimas. Eso lo que queremos por eso estamos trabajando. 
(from Vatican Radio)