viernes, 5 de agosto de 2016

4 de agosto: san Juan Bautista Vianney, Cura de Ars, presbítero

Nació en Dardilly el 8 de mayo de 1786. Por el lugar de ver la luz –un villorrio cercano a Lyon–, por la condición económico-social de la familia –unos destripaterrones a sueldo, cuando lo había–, por el comienzo de su vida en sociedad como pastor de tres cabras y un borrico y, finalmente, por lo torpón de cabeza cuando se puso a hacer pinitos en los estudios, bien parecía que habría de decir a la historia tan pocas cosas como la historia de él.
Pero no fue como se temía; las cosas cambiaron más de lo que ningún agorero pudiera predecir. Y eran tiempos turbios los de Francia aquellos. Estalló la Revolución Francesa cuando tenía poca edad Juan Bautista. Ni siquiera pudo hacer su Primera Comunión en la pequeña Iglesia de su pueblo porque ya había llegado el sacerdote constitucional –que era lo mismo que decir cismático– y tuvo que recibir al Señor por primera vez en un salón de un pueblo cercano con las ventanas cerradas a cal y canto para que el sacerdote disimulado y perseguido –pero fiel a Roma– no sufriera maltratos con sus fieles. Si a esto se añade que fue declarado prófugo y desertor del ejército cuando se le llamó a filas para combatir en España, teniendo que pasar escondido dos años por aquellos campos de Dios, que le despidieron del seminario por no mantener buenas relaciones con el latín y que tenía bastante poca salud, tendremos un cuadro bastante aproximado al que quiere expresar el paisano cuando dice de alguien que «parece que lo ha mirado un tuerto».
Sin embargo, su persona llegó a ser una especie de piedra de escándalo en Lyon –sede primada metropolitana de Francia– y en Belley primero; luego será todo el país galo el que hablará de él entre la perplejidad, la sorna y el consuelo; las mismas fronteras no pudieron impedir el hálito que salió de su pequeño enclave humano que ni siquiera tenía las condiciones necesarias para haber sido nombrado jurídicamente como parroquia. Casi por compasión le ordenó el obispo de Grenoble, monseñor Simón, el 13 de agosto de 1815, a petición del P. Balley, que intercedió tozudamente por él y se hizo cargo de completar su formación, teniéndolo varios años por vicario a su cuidado en Ecully, hasta que le encomendaron el cuidado pastoral de aquella aldehuela que se llamaba Ars, una especie de anejo de Mizérieux. Su labor allí le valió que el papa Pío XI lo declarara Patrono universal de los sacerdotes seculares, que es su mayor gloria. ¿Qué hizo? Pues casi nada. Aquel que parecía el epítome de la ineptitud y que, cuando se refería a sí mismo, solo se le ocurría decir que su «tentación era la desesperación» resulta que pasó una cuarentena de años –toda su vida de sacerdote– consagrando todas sus energías y afanes a la santificación de las personas de su minúsculo pueblo.
Fue un cura rural «todo terreno». Con sencillez visita casa por casa a los suyos, dedica atención especial a niños con catequesis y a los enfermos con tiempo y consuelos; cuida lo más que puede la dignidad en el culto, amplía y ennoblece el templo y presta ayuda a los curas vecinos. Vive con asombrosas penitencias y es intensísima la oración. «¡Ars ya no es Ars!» llegaron a decir los lugareños. ¡Claro! Se ocupó de la moralización del pueblo, declarando la guerra a las tabernas, peleando contra el trabajo en los domingos y acabando con el baile. Nada de esto fue fácil, pero supo unir a su talante bondadoso la rectitud y firmeza explicada muy sencillamente en las predicaciones. A medida que disminuyeron los vicios empezaron a salir las vocaciones.
Después comenzó la procesión de gente procedente primero de los pueblos vecinos que conocían al sencillo cura de Ars de cuando iba a ayudar a los compañeros próximos. Pero de lo local, se va saltando como en círculos concéntricos a niveles más amplios hasta que la riada de gente llegó a obligar a las taquillas a que despacharan billetes de ida y vuelta a Ars; ignorantes campesinos le consultaron sus problemas, pidieron consejo y recibieron por él el perdón de los pecados; pero también llegaron a Ars obispos, intelectuales y políticos.
¿El secreto? Cumplimiento fidelísimo de las obligaciones de su ministerio, dieciocho horas de confesión diaria, poca comida y escaso tiempo para el sueño en camastro de madera sin colchón donde poner sus huesos, penitencia más de espanto que de admiración para quienes le atienden cuando contemplan los efectos, refriegas con el Demonio, sencilla y clara predicación, mucha oración y aún le dio la vida para fundar La Providencia para atender a las niñas huérfanas pobres de los contornos.
Murió a las dos de la madrugada del día 4 de agosto de 1859. Era jueves. Fue declarado por el Papa Pío XI Patrono universal de los sacerdotes seculares
¡Qué bien vendrían a la Iglesia, en cada tiempo, párrocos atornillados a los confesonarios! El resto de sus menesteres se cumplirían mejor al rebufo del perdón.
Archimadrid.org

Evangelizados. Y ahora, ¿qué?


El mayor porcentaje de los jóvenes que han peregrinado a la JMJ desde Madrid son chavales que no tenían una relación especialmente estrecha con la parroquia. Cracovia ha dado un vuelco a sus vidas y ahora el reto de la Iglesia es ayudarles a mantener el impacto vivido. El arzobispo de Madrid y su delegado de Juventud hablan del trabajo con los chicos y chicas a partir de septiembre
Los sacerdotes no se cansan de repetir a los jóvenes que vuelven de una JMJ que el efecto de estos días no puede ser como una gaseosa, que cuando la abres estalla de gas, pero con el paso de los días se vuelve acuosa. Máxime si son «chavales que tienen relación con la fe, pero no muy estrecha», como sucede con la mayor de los jóvenes que han peregrinado hasta Polonia con la Delegación de Juventud de Madrid (Deleju). «En nuestro grupo, de alrededor de 2.000 personas, había pocos chicos con fe fuerte y comprometidos al 100 % con la parroquia. También había un porcentaje pequeño de jóvenes bastante alejados de la fe», afirma Pedro José Lamata, delegado de Juventud del Arzobispado de Madrid. La mayoría, por tanto, se mueve en aguas intermedias.
Quienes menos relación tienen con la fe son los que experimentan un impacto mayor. «Incluso hay conversiones fuertes, pero lo más importante es que este viaje cambia la imagen de la fe y de la Iglesia de estos jóvenes», sostiene Lamata, que pone como ejemplo «a un grupo de macarrillas que venía de un pueblo de la sierra que al principio se quejaban todo el día de que había que ir a Misa». Pues bien, «el último día estaban desolados porque se terminaba la peregrinación». «Espero que no sea el síndrome de Estocolmo», bromea.
Buena parte de la culpa la tiene el Papa Francisco, que ha sabido «conectar perfectamente con el deseo de los jóvenes de «hacer algo en este mundo porque no les gusta como está», afirma monseñor Osoro, arzobispo de Madrid, recién llegado tras su participación en la jornada polaca. «Los instrumentos que tenemos los hombres para este cambio no son mágicos. Pero Francisco les ha regalado el que no falla, el instrumento que es Nuestro Señor y su rostro de misericordia».
Hablemos de la permanencia
La archidiócesis de Madrid reforzará el próximo curso la pastoral de jóvenes para amarrar a quienes llegan a casa con el corazón abierto. «Es el propio Papa el que nos ha diseñado lo que tenemos que hacer ahora», asegura monseñor Osoro. «El gran proyecto de este año es seguir hablándoles de misericordia».
También es necesario «dar posibilidades a los jóvenes de que el Señor toque su corazón». Y el arzobispo pone como ejemplo las vigilias de oración mensuales en la catedral de la Almudena. «Mira si tienen fruto que un joven decidió durante la última vigilia que iría a la JMJ. Una vez en Polonia me buscó ex profeso para ir a la catequesis que yo impartía. Me dijo que aquel día, en la catedral, algo había cambiado en él».
No basta con teorías, añade el prelado. «Donde se demuestra que el mundo se puede cambiar es a través de los ojos, las manos y los oídos de Jesús. Posibilitar a los jóvenes que salgan a buscar a la gente y practiquen las obras de misericordia es darles un protagonismo real en la vida de la Iglesia». Esto se materializa en las parroquias, en los grupos e instituciones eclesiales, en los movimientos… Y el curso que viene, también en el nuevo proyecto diocesano de Madrid, la Casa de la Esperanza, una iniciativa aún sobre el papel, pero con el objetivo de que sea un espacio para que los jóvenes se sientan escuchados y puedan ayudar a los vecinos que más lo necesitan. «Querría tener la Ciudad de la Esperanza, pero para tener una ciudad, primero hay que pasar por una casa», señala monseñor Osoro.
Lamata añade que desde la delegación, además de la agenda habitual de peregrinaciones o vigilias, «promovemos que haya jóvenes líderes en las parroquias. Para eso hemos preparado un curso, que impartiremos el primer trimestre del año, para que los catequistas y jóvenes más mayores de las parroquias puedan acompañar a adolescentes».
Alfa y Omega, Cristina Sánchez Aguilar

El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.



Evangelio según San Mateo 16,24-28.

Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.

Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?

Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras.

Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de ver al Hijo del hombre, cuando venga en su Reino".

“El perdón de Dios no conoce límites”, lo recuerda el Papa en Asís, invitando a no renunciar a ser signos de perdón e instrumentos de misericordia

Quisiera recordar hoy, queridos hermanos y hermanas, ante todo, las palabras que, según la antigua tradición, San Francisco pronunció justamente aquí ante todo el pueblo y los obispos: «Quiero enviar a todos al paraíso». ¿Qué cosa más hermosa podía pedir el Pobrecillo de Asís, si no el don de la salvación, de la vida eterna con Dios y de la alegría sin fin, que Jesús obtuvo para nosotros con su muerte y resurrección?
El Paraíso, después de todo, ¿qué es sino el misterio de amor que nos une por siempre con Dios para contemplarlo sin fin? La Iglesia profesa desde siempre esta fe cuando dice creer en la comunión de los santos. Jamás estamos solos cuando vivimos la fe; nos hacen compañía los santos y los beatos, y también las personas queridas que han vivido con sencillez y alegría la fe, y la han testimoniado con su vida. Hay un nexo invisible, pero no por eso menos real, que nos hace ser «un solo cuerpo», en virtud del único Bautismo recibido, animados por «un solo Espíritu» (cf. Ef 4,4). Quizás San Francisco, cuando pedía al Papa Honorio III la gracia de la indulgencia para quienes venían a la Porciúncula, pensaba en estas palabras de Jesús a sus discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes» (Jn 14,2-3).
La vía maestra es ciertamente la del perdón, que se debe recorrer para lograr ese puesto en el Paraíso. Es difícil perdonar. ¿Cuánto cuesta, a nosotros, perdonar a los demás? Pensemos un poco. Y aquí, en la Porciúncula, todo habla de perdón. Qué gran regalo nos ha hecho el Señor enseñándonos a perdonar  –o, al menos, tener el deseo de perdonar-  para experimentar en carne propia la misericordia del Padre. Hemos escuchado la parábola con la que Jesús nos enseña a perdonar (cf. Mt 18,21-35). ¿Por qué debemos perdonar a una persona que nos ha hecho mal? Porque nosotros somos los primeros que hemos sido perdonados, e infinitamente más. No hay ninguno entre nosotros , aquí, que no haya sido perdonado. Cada uno piense… Pensemos en silencio en las cosas malas que hemos hecho y cómo el Señor nos las ha perdonado.  La parábola nos dice justamente esto: como Dios nos perdona, así también nosotros debemos perdonar a quien nos hace mal. Es la caricia del perdón. El corazón que perdona. El corazón que perdona, acaricia. Tan lejano de aquel gesto: ¡me la pagarás! El perdón es otra cosa.  Exactamente como en la oración que Jesús nos enseñó, el Padre Nuestro, cuando decimos: «Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo» (Mt 6,12). Las deudas son nuestros pecados ante Dios, y nuestros deudores son aquellos que nosotros debemos perdonar.

Cada uno de nosotros podría ser ese siervo de la parábola que tiene que pagar una gran deuda, pero es tan grande que jamás podría lograrlo. También nosotros, cuando en el confesionario nos ponemos de rodillas ante el sacerdote, repetimos simplemente el mismo gesto del siervo. Decimos: «Señor, ten paciencia conmigo». ¿Han pensado alguna vez en la paciencia de Dios? Tiene paciencia.  En efecto, sabemos bien que estamos llenos de defectos y recaemos frecuentemente en los mismos pecados. Sin embargo, Dios no se cansa de ofrecer siempre su perdón cada vez que se lo pedimos. Es un perdón pleno, total, con el que nos da la certeza de que, aun cuando podemos recaer en los mismos pecados, Él tiene piedad de nosotros y no deja de amarnos. Como el rey de la parábola, Dios se apiada, prueba un sentimiento de piedad junto con el de la ternura: es una expresión para indicar su misericordia para con nosotros. Nuestro Padre se apiada siempre cuando estamos arrepentidos, y nos manda a casa con el corazón tranquilo y sereno, diciéndonos que nos ha liberado y perdonado todo. El perdón de Dios no conoce límites; va más allá de nuestra imaginación y alcanza a quien reconoce, en el íntimo del corazón, haberse equivocado y quiere volver a Él. Dios mira el corazón que pide ser perdonado.

El problema, desgraciadamente, surge cuando nosotros nos ponemos a confrontarnos con nuestro hermano que nos ha hecho una pequeña injusticia. La reacción que hemos escuchado en la parábola es muy expresiva: «Págame lo que me debes» (Mt 18,28). En esta escena encontramos todo el drama de nuestras relaciones humanas. Todo el drama. Cuando nosotros estamos en deuda con los demás, pretendemos la misericordia; en cambio cuando estamos en crédito, invocamos la justicia. Y todos hacemos así, todos. Esta no es la reacción del discípulo de Cristo ni puede ser el estilo de vida de los cristianos. Jesús nos enseña a perdonar, y a hacerlo sin límites: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). Así pues, lo que nos propone es el amor del Padre, no nuestra pretensión de justicia. En efecto, limitarnos a lo justo, no nos mostraría como discípulos de Cristo, que han obtenido misericordia a los pies de la cruz sólo en virtud del amor del Hijo de Dios. No olvidemos, las palabras severas con las que se concluye la parábola: «Lo mismo hará con ustedes mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano» (v. 35).

Queridos hermanos y hermanas: el perdón del que nos habla San Francisco se ha hecho «cauce» aquí en la Porciúncula, y continúa a «generar paraíso» todavía después de ocho siglos. En este Año Santo de la Misericordia, es todavía más evidente cómo la vía del perdón puede renovar verdaderamente la Iglesia y el mundo. Ofrecer el testimonio de la misericordia en el mundo de hoy es una tarea que ninguno de nosotros puede rehuir. Repito: ofrecer el testimonio de la misericordia en el mundo de hoy es una tarea que ninguno puede rehuir. El mundo necesita el perdón; demasiadas personas viven encerradas en el rencor e incuban el odio, porque, incapaces de perdonar, arruinan su propia vida y la de los demás, en lugar de encontrar la alegría de la serenidad y de la paz. Pedimos a San Francisco que interceda por nosotros, para que jamás renunciemos a ser signos humildes de perdón e instrumentos de misericordia. Y podemos orar por esto. Cada uno a su manera.  Invito a los frailes y a los obispos  a ir a los confesionarios - también yo iré-  para estar a disposición del perdón. Hoy nos hará bien recibirlo, aquí, juntos. Que el Señor nos dé la gracia de decir aquella palabra que el Padre no nos deja terminar de decir, aquella que dijo el hijo pródigo:  “Padre he pecado con…”   le tapó la boca y lo abrazó.  Nosotros comenzaremos a decir y Él nos tapará la boca y nos vestirá. “ Pero Padre, tengo miedo de hacer lo mismo mañana”. ¡Vuelve! El Padre siempre está mirando hacia el camino. Mira en espera que regrese el hijo pródigo y todos nosotros lo somos. Que el Señor nos dé esta gracia.
(Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)