El Señor Jesús declara que da a sus discípulos un mandato
nuevo por el que les prescribe que se amen mutuamente unos a otros: Os doy
-dice- el mandato nuevo: que os améis mutuamente.
¿Es que no existía ya este mandato en la ley
antigua, en la que hallamos escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por
qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo? ¿Quizá
la novedad de este mandato consista en el hecho de que nos despoja del hombre
viejo y nos reviste del nuevo? Porque renueva en verdad al que lo oye, mejor
dicho, al que lo cumple, teniendo en cuenta que no se trata de un amor
cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual el Señor, para distinguirlo del
amor carnal, añade: Como yo os he amado.
Éste es el amor que nos renueva, que nos hace
hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, capaces de cantar el cántico
nuevo. Este amor, hermanos muy amados, es el mismo que renovó antiguamente a
los justos, a los patriarcas y profetas, como también después a los apóstoles,
y el mismo que renueva ahora a todas las gentes, y el que hace que el género
humano, esparcido por toda la tierra, se reúna en un nuevo pueblo, en el cuerpo
de la nueva esposa del Hijo único de Dios. [...]
Este amor es don del mismo que afirma: Como yo os
he amado, para que vosotros os améis mutuamente. Por esto nos amó, para que nos
amemos unos a otros; con su amor nos ha otorgado el que estemos unidos por el
amor mutuo y, unidos los miembros con tan dulce vínculo, seamos el cuerpo de
tan excelsa cabeza.