¡Queridos hermanos y hermanas!
¡Buen día! En este domingo en el que concluye la octava de pascua, les
renuevo mis mejores deseos de pascua con las mismas palabras de Jesús
Resucitado: ¡Paz a ustedes!. No es un saludo y tampoco un simple deseo: es un
don, más aún, un don precioso que Cristo le ofrece a sus discípulos después de
haber pasado a través de la muerte y del infierno.
Nos da la paz, como
había prometido: “Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el mundo, yo la
doy a ustedes”. Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el
mal, es el fruto del perdón. Y es exactamente así: la verdadera paz, aquella
profunda, viene de la experiencia que uno tiene de la misericordia de Dios.
El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces
a los apóstoles reunidos en el Cenáculo: la primera, la noche misma de la Resurrección, cuando no
estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo.
La segunda vez,
ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió justamente a él, lo
invitó a mirar las heridas y a tocarlas. Y Tomás exclamó: ¡Señor mío y Dios
mío!.
Jesús entonces dijo: Porque me has visto tú has creído;
¡bienaventurados quienes no me han visto y han creído!.
¿Y quiénes eran
estos que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de
Jerusalén, que mismo no habiendo encontrado a Jesús resucitado, creyeron en el
testimonio de los apóstoles y de las mujeres.
Esta es una palabra muy
importante sobre la fe, podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Beatos
aquellos que no vieron y creyeron, esta es la bienaventuranza de la fe.
En cada tiempo y lugar son bienaventurados quienes, a través de la
palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos,
creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la misericordia encarnada. ¡Y
esto vale para cada uno de nosotros!
A los apóstoles Jesús les donó, junto con su paz, el Espíritu Santo, para que pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, aquel perdón que solamente Dios puede dar, y que ha costado la Sangre del Hijo.
La Iglesia es mandada por Cristo resucitado a transmitir a los hombres la remisión de los pecados, para así hacer crecer el reino del amor, sembrar la paz en los corazones, para que se afirme también en la relaciones, en la sociedad y en las instituciones.
Y el Espíritu de
Cristo Resucitado expulsa el miedo del corazón de los apóstoles, los empuja a
salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más
coraje de dar testimonio de la fe en Cristo Resucitado! ¡No debemos tener miedo
de ser cristianos y de vivir como cristianos!
Confiando siempre en la misericordia del
Señor, porque Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y
nos perdona cada vez que vamos a Él a pedir perdón. Tengamos confianza en su
misericordia.
Papa Francisco