domingo, 14 de mayo de 2017

El Foro de Curas de Madrid denuncia que los laicos "son tenidos y tratados como niños"



 Próximo a cumplir los diez años de historia, el Foro "Curas de Madrid", que echó a andar en noviembre de 2007, una vez más, siguiendo lo que en todo este tiempo ha sido práctica habitual suya, une a sus actividades la de hacer público un documento.
Con muchos años de historia personal y pastoral a nuestras espaldas, los curas de este Foro hemos creído conveniente dar a conocer el fruto de la reflexión que últimamente hemos llevado a cabo sobre el momento por el que atraviesan hoy en día las parroquias, como institución eclesial y como realidad concreta de nuestra diócesis.
El Código de Derecho Canónico de 1983, articulando las enseñanzas eclesiológicas que contienen los documentos del concilio Vaticano II, especialmente la constitución Lumen Gentium, sobre la Iglesia, y el decreto Christus Dominus, sobre los obispos, modifica lo que sobre ellas decía el Código de 1917.
En lugar de definirlas como las diferentes partes en las que el obispo divide el territorio que abarca su diócesis, afirma de cada parroquia, sea del tipo que sea, que es "una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular". Pero añade enseguida precisiones que hacen de ella una entidad en la que a sus miembros, ni como individuos ni como grupo, se les reconoce ni se pide que se les respete el derecho a organizar de modo autónomo su práctica de la fe, ya que su "cura pastoral", "bajo la autoridad del obispo", queda encomendada a un sacerdote al que se da el título de "párroco", que ha de ser tenido como "su pastor propio".
Es esta una disposición que en todo el orbe católico y por ello también en nuestra diócesis, desde que fuera establecida, ha generado y continúa generando con cierta frecuencia problemas entre los componentes de las diversas comunidades parroquiales y los sacerdotes enviados por los obispos para gobernarlos.

Esas porciones de la Iglesia universal y local que de forma estable se reúnen para celebrar, vivir, y difundir su fe en un determinado lugar no pueden aspirar a tener y a conservar un estilo propio ni a irlo modificando según lo vaya requiriendo el curso de los acontecimientos, pues, aunque fue aspiración y disposición del Vaticano II que estuvieran compuestas por cristianos adultos en lo religioso, siempre se ven obligadas a seguir las directrices que en cada momento marque el párroco que haya recibido del obispo el mandato de ocuparse de su "cura pastoral".
Nunca se reconoce a sus miembros la mayoría de edad en la fe ni se articula su derecho a ejercerla, sino que siempre son tenidos y tratados como niños o, más exactamente, por seguir con la imagen pastoril, como ovejas de un rebaño, que va y viene obedientemente por donde le marca el pastor.
A esto, que constituye un grave problema eclesiológico, ha de sumarse lo que viene siendo práctica habitual en nuestra diócesis desde los tiempos en que al frente de la misma estuvo Ángel Suquía.
En el ejercicio de la potestad que el Código de derecho canónico reconoce y otorga al obispo de cada iglesia local de proveer el nombramiento de párrocos, primero el citado arzobispo, luego Antonio Rouco Varela y ahora también Carlos Osoro han mostrado una clara y firme determinación de asignar dicho ministerio de forma preferente y mayoritaria a sacerdotes diocesanos o de órdenes religiosas o de movimientos apostólicos de corte conservador, que son los que más abundan, pues los seminaristas vienen siendo formados en esa línea desde hace casi cuarenta años tanto en el Seminario de Madrid como en la Facultad de Teología de la Universidad eclesiástica de San Dámaso.
La tendencia sólo se quiebra cuando se trata de cubrir las vacantes en parroquias situadas en las zonas con mayor índice de pobreza y de conflictividad social de las grandes ciudades de la diócesis o en los pueblos con menos desarrollo urbanístico y económico. Entonces se envía, y ellos generalmente aceptan de buen grado la tarea, a sacerdotes más afines a la línea que se dio en llamar "progresista", pues consideraba bueno ir un poco más allá de las reformas conciliares.
Pero es una concesión transitoria, dura sólo mientras en esas zonas urbanas o en esos pueblos se mantiene su estado de indigencia. Si la situación cambia a "mejor", estos párrocos, y, si es preciso, también sus vicarios parroquiales, son removidos para dejar hueco a otros sacerdotes que el obispo de turno considera más fieles a la ortodoxia teológica, litúrgica y moral. Llegan con la misión de hacerla imperar, guste o no a la feligresía. Sin que se haya tenido en cuenta ni la opinión al respecto de los sacerdotes cesantes ni la de los miembros más activos de la comunidad, a la que han servido durante años.
Ante tal estado de cosas, como a la luz de numerosos pasajes evangélicos cabe suponer que sería hoy el pensar y el sentir de Jesús, queremos manifestar nuestra firme y fundada convicción de que la Iglesia debe continuar abriendo y recorriendo el camino cuyos trazos se vislumbran en algunos pasajes de los documentos del Vaticano II.
Late en ellos la incitación a que seamos un grupo organizado de tal modo que pueda decirse de él con verdad que constituye un pueblo de hermanos, hijos libres de Dios, no esclavos suyos ni, menos aún, de quienes dicen haber recibido de él autoridad para gobernarnos en su nombre.
Hoy no lo somos. Entre nosotros la mayoría de edad en la profesión y en la práctica de la fe no está reconocida ni articulada ni doctrinal ni jurídicamente. Y tampoco goza de reconocimiento ni de articulación la igualdad de todos cuantos hemos recibido el mismo Bautismo. El ejercicio de la sinodalidad, del que el Papa Francisco habla con frecuencia, puede y debiera reconocerse y regularse no solo referido al conjunto de los obispos del orbe católico presidido por el obispo de Roma, sino a la totalidad de los cristianos adultos en la fe, distribuidos en un sinfín de comunidades y parroquias, la mayoría de los cuales hoy son tratados como componentes de "un rebaño" no de "un pueblo".
En línea con el deseo de alcanzar ese objetivo cabe situar, por ejemplo, el proyecto presentado el pasado día 18 de marzo por el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Frisinga, ante los 180 miembros de la Asamblea plenaria del Consejo diocesano de poner al frente de algunas parroquias a laicos en lugar de cerrarlas o de unirlas a otras por falta de sacerdotes. Pero es mucho todavía el camino que falta por recorrer hasta llegar a la meta antes señalada de una Iglesia que se entiende y funciona como un pueblo de cristianos adultos en la fe e iguales entre sí.
En la medida en que avancemos en esa dirección pueden irse alumbrando iniciativas pastorales y canónicas que ayuden a solventar el primero de los problemas que hoy en día, decíamos al comienzo, afectan a las parroquias de toda la Iglesia, como lo intentaron desde los primeros años del postconcilio algunos laicos, religiosos y sacerdotes en el marco de las parroquias territoriales o en las llamadas comunidades populares o de base que fueron surgiendo y aún subsisten, pese al poco o incluso en ocasiones nulo apoyo jerárquico que han recibido a partir de 1978 .
Respecto al segundo, el que afecta de forma particular a las parroquias de nuestra diócesis, cuya dirección en una gran mayoría de los casos se encomienda de forma habitual, sin contar con el parecer de los feligreses, a sacerdotes de línea "conservadora", consideramos que hay motivos suficientes para cambiar tal estado de cosas.
Va siendo dato adquirido por los estudiosos de la historia cristiana que la diversidad de interpretaciones en torno al modo de entender y de articular el seguimiento de Jesús ha estado presente en ella desde sus mismos orígenes y también que durante varios siglos, aunque entre controversias, formó parte del paisaje eclesial, sin que se pretendiera imponer un estricto uniformismo.
Creemos que hay que contar con estos datos del pasado, como sugiere una frase de la homilía que pronunció nuestro actual arzobispo en la Eucaristía con la que inició su ministerio en la diócesis: "La Iglesia es casa de armonía, en la que todos hacen el mismo canto, pero con ritmos, acentos, notas diferentes, que hacen un bellísimo canto de amor para todos los hombres. Nos necesitamos todos. Nadie sobra".
Si hubo diversidad desde el comienzo y si nos necesitamos todos y nadie sobra, pedimos que, en lugar de censurarlas, se respete y apoye tanto a las parroquias territoriales como a las comunidades populares o de base que, convencidas de que tiene firme fundamento en sus enseñanzas, sienten y muestran su voluntad de vivir el seguimiento Jesús con un aire más progresista que conservador.
Pedimos, asimismo, que no se prive sistemáticamente a los miembros de las demás de conocer y de poder elegir ese estilo de ser cristianos al enviarles para dirigirlas sólo a párrocos conservadores.
Pedimos, pues, que se permita e incluso fomente la existencia y la creación de parroquias y de comunidades, vinculadas o no a un territorio determinado, en las que sus miembros, con el párroco y demás sacerdotes asignados a las mismas incluidos, celebren, practiquen y anuncien un modo de ser cristianos en el que no se vive bajo la preocupación constante de obedecer fielmente toda una serie de abundantes y bien regladas prácticas litúrgicas y numerosos preceptos morales, vinculados preferentemente a la vida íntima y familiar, sino animados por la fe en el amor gratuito y providente de Dios, en el que creemos sin verle y al que nos atrevemos a llamar padre, padre bueno, "abba".
Es un modo de fe del que hay testimonios en el Nuevo Testamento, en la Carta a los Gálatas, por ejemplo. Compatible, además, con la imagen que hoy vamos teniendo de cómo es y funciona el universo. Creer de esa manera lleva a afrontar la vida con una esperanza existencial profunda, pese a las calamidades que la acompañan, y a vivirla tratando de disfrutar lo que tiene de gozoso, al tiempo que actuando con responsable y respetuosa autonomía moral, prestos a practicar y a tratar de que se practique la justicia y la solidaridad con los necesitados, y a ejercer cuando sea necesaria la caridad y el perdón, contribuyendo de este modo a que nuestro mundo sea más amable y gratificante para cuantas más personas y por más tiempo mejor, que es lo que a nuestro juicio también deseaba Jesús cuando habló de ir construyendo el Reino de Dios.

El camino

Al final de la última cena, los discípulos comienzan a intuir que Jesús ya no estará mucho tiempo con ellos. La salida precipitada de Judas, el anuncio de que Pedro le negará muy pronto, las palabras de Jesús hablando de su próxima partida, han dejado a todos desconcertados y abatidos. ¿Qué va a ser de ellos?
Jesús capta su tristeza y su turbación. Su corazón se conmueve. Olvidándose de sí mismo y de lo que le espera, Jesús trata de animarlos: «No os inquietéis. Confiad en Dios y confiad también en mí». Más tarde, en el curso de la conversación, Jesús les hace esta confesión: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre sino por mí». No lo hemos de olvidar nunca.
«Yo soy el camino»
El problema de muchos no es que vivan extraviados o descaminados. Sencillamente viven sin camino, perdidos en una especie de laberinto: andando y desandando los mil caminos que, desde fuera, les van indicando las consignas y modas del momento.
¿Y qué puede hacer un hombre o una mujer cuando se encuentra sin camino? ¿A quién se puede dirigir? ¿Adónde puede acudir? El que camina tras los pasos de Jesús podrá seguir encontrándose con problemas y dificultades, pero está en el camino acertado que conduce al Padre. Esta es la promesa de Jesús.
«Yo soy la verdad»
Estas palabras encierran una invitación escandalosa a los oídos modernos. Y, sin embargo, también hoy hemos de escuchar a Jesús. No todo se reduce a la razón. El desarrollo de la ciencia no contiene toda la verdad. El misterio último de la realidad no se deja atrapar por los análisis más sofisticados. El ser humano ha de vivir ante el misterio último de su existencia.
Jesús se presenta como camino que conduce y acerca a ese Misterio último. Dios no se impone. No fuerza a nadie con pruebas ni evidencias. El Misterio último es silencio y atracción respetuosa. Jesús es el camino que nos puede conducir a confiar en su bondad.
«Yo soy la vida»
Jesús puede ir transformando nuestra vida. No como el maestro lejano que ha dejado un legado de sabiduría admirable a la humanidad, sino como alguien vivo que, desde lo más profundo de nuestro ser, infunde en nosotros un germen de vida nueva.
Esta acción de Jesús en nosotros se produce casi siempre de forma discreta y callada. El mismo creyente solo intuye una presencia imperceptible. A veces, sin embargo, nos invade la certeza, la alegría incontenible, la confianza total: Dios existe, nos ama, todo es posible, incluso la vida eterna. Nunca entenderemos la fe cristiana si no acogemos a Jesús como el camino, la verdad y la vida.
José Antonio Pagola

El camino, la verdad y la vida



El pasaje evangélico de hoy comienza con el mandato que el Señor dirige a sus discípulos: creer en Dios y creer en él. No se trata de dos actos de fe distintos, sino más bien de la total adhesión a la acción de Dios por medio de su Hijo.
De sobra son conocidas las persecuciones que durante 2.000 años ha sufrido la Iglesia. En todas ellas hay un elemento común: la existencia de mártires, palabra que, como sabemos, significa testigo. El mártir es precisamente el que ha dado la vida por llevar hasta las últimas consecuencias el precepto de creer en Dios y en Jesucristo. Y esto consiste en unir por completo el destino del hombre con el de Cristo, a través de la misma forma de muerte: el derramamiento de la sangre. Con ello, se percibe de un modo radical que la fe tiene implicaciones que afectan incluso al destino final de la vida terrena del hombre.
La pretensión de absoluto
Pero, ¿qué es lo que ha provocado a lo largo de los siglos la ira de quienes han agredido a los cristianos? ¿Jesucristo? Actualmente, ni siquiera la persona más atea del planeta valora la figura de Cristo como la de un perturbador de la convivencia humana o como la de alguien que haya influido negativamente en la historia de la humanidad. Hoy en día no se pone en tela de juicio, por ejemplo, la bondad del mandato del amor al prójimo, incluso a los enemigos. Esta prescripción es considerada como parte del acervo cristiano también por los no creyentes.
Sin embargo, pensemos en las primeras persecuciones, las que nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles, leído durante el tiempo pascual. El punto que provoca la indignación contra las primeras comunidades es la aparición de Jesús como rostro de Dios. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Una cosa es valorar positivamente parte de las enseñanzas del Señor a sus seguidores y otra muy distinta situar a Jesús en el lugar de Dios. Esta postura es la que llevó a Cristo a la cruz y, por consiguiente, la que encaminará a los cristianos al martirio. La segunda afirmación que causa escándalo es «yo soy el camino y la verdad y la vida», un enunciado que, por familiar que nos parezca, tiene la clave de discernimiento entre quien está dispuesto a seguir a Cristo y la de quien o bien mira con indiferencia nuestra fe o bien pretende aniquilarla. El motivo es que Jesús se presenta con una pretensión de absoluto, algo que incordia tanto en los primeros siglos como en nuestros días. Jesús no requiere de nosotros un mero asentimiento ideológico a su mensaje ni, menos aún, escoger de este lo que más nos guste; entre otras cosas porque Dios no se ha revelado para mostrarnos simplemente una filosofía o un sistema de pensamiento superior al resto. Nos pide reconocerlo como quien, a través de su encarnación, muerte y resurrección, nos ha dado a conocer el amor de Dios, liberándonos para siempre del pecado y de la muerte.
La promesa de las obras mayores
Desde la fe en su persona y su misión tiene sentido la promesa a los discípulos de realizar obras incluso mayores que las de él. «En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores». Solo creyendo en Cristo y permaneciendo unidos a él es posible continuar su acción ininterrumpida en la historia. La tarea principal de la Iglesia es justamente anunciar a Jesucristo como camino, verdad y vida. Reconocerlo como camino supone aceptarlo como la mediación necesaria para llegar al Padre; mirarlo como verdad lleva a huir de cualquier tipo de relativismo, tan arraigado en nuestra sociedad contemporánea; percibirlo como la vida nos da la capacidad de mirar nuestro destino definitivo a la luz de quien ya ha vencido a la muerte y, por eso mismo, puede darnos parte en su resurrección.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Alfa y Omega

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 1-12






En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».

Tomás le dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».

Jesús le responde: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta».

Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras.

En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».

Palabra del Señor.

El Papa explica las razones de su escepticismo sobre Medjugore


«Prefiero a la Virgen Madre que a la Virgen que se vuelve encargada de una oficina de telégrafos», dice Francisco a su regreso de Fátima
Las comparaciones entre Fátima y Medjugore salieron a relucir durante la rueda de prensa a bordo del avión de regreso de Fátima, junto a otros temas como el próximo encuentro del Papa con Trump o las dificultades internas en la Comisión para la Tutela de Menores.
El Papa no ocultó su escepticismo sobre las supuestas apariciones que siguen produciéndose en Medjugore, si bien reconoció que en este santuario hay «gente que se convierte».
Sus dudas se vieron confirmadas por el informe del cardenal Ruini sobre las apariciones, según desveló Francisco, quien, sin embargo, reconoció que el documento cuenta con detractores en la Congregación para la Doctrina de la Fe. «Al final se dirá algo», anunció Francisco, según la transcripción de la entrevista realizada por Vatican Insider.
Una piedad mariana depurada
Durante su intensa peregrinación al santuario portugués, el Papa ha presentado estos días una piedad mariana depurada de cualquier elemento supersticioso, esotérico o incluso de devoción puramente intimista, mostrando a María como «madre» y mediadora que acentúa que el amor y la ternura están en el centro de nuestra relación con Dios, no «el miedo y el temor». De este modo, la Virgen nos impulsa a salir al encuentro de los demás, especialmente los pobres y los que sufren.
En la noche del viernes, Francisco clamó contra las deformaciones que presentan a la Madre de Dios como «una “santita” a la que se acude para conseguir gracias baratas» o, peor aún, la imaginan «deteniendo el brazo justiciero» de «Cristo, considerado juez implacable». Lejos de eso –añadió–, «cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y el cariño».
Apoyo a la comisión Ruini
«Todas las apariciones o las presuntas apariciones pertenecen a la esfera privada, no son parte del magisterio público ordinario», aclaró de entrada Francisco a la pregunta sobre Medjugore durante su regreso a Roma.
El Papa confirmó que la comisión instituida por Benedicto XVI, presidida por el cardenal Ruini y formada por varios cardenales y obispos, finalizó ya sus trabajos. «Yo recibí el resultado». «La relación de la comisión es muy, muy buena», enfatizó. Pero las conclusiones no convencieron a todo el mundo en la Congregación para la Doctrina de la Fe».
De la narración del Pontífice se deduce que hubo momentos de tensión. El dicasterio decidió incluir en la documentación enviada a la sección de la congregación encargada de este tema –la llamada Feria IV– «los pareceres contrarios a la relación Ruini», contó el Papa. «No me pareció correcto», dice Francisco sobre esta forma de proceder. «Era como “subastar” la relación Ruini, que está muy bien hecha». Y entonces escribió una carta al prefecto, el cardenal Müller, pidiéndole que esas opiniones contrarias se las enviaran a él en lugar de a la sección Feria IV, encargada también del estudio de las acusaciones de abusos sexuales en la Iglesia.

Distinción entre las primeras apariciones y las actuales
Sobre el informe del cardenal Ruini en cuestión, el Papa dijo que distingue entre «las primeras apariciones, cuando los videntes eran chicos», sobre las que considera que «hay que seguir investigando», mientras que, por el contrario, «sobre las presuntas apariciones actuales, la relación presenta sus dudas».
«Yo, personalmente –añadió Francisco–, soy más malo, prefiero a la Virgen Madre que a la Virgen que se vuelve encargada de una oficina de telégrafos y envía un mensaje cada día. Y estas presuntas apariciones no tienen tanto valor: esto lo sigo como opinión personal. Hay quienes piensan que la Virgen dice: “Vengan, ese día tal, a tal hora, le voy a dar un mensaje a ese vidente”».
Cuestión aparte, sin embargo, es para el Papa «el hecho espiritual y pastoral» en el santuario de Medjugore, donde efectivamente hay «gente que se convierte, que encuentra a Dios, que cambia de vida. Y esto, no gracias a una varita mágica. Este hecho no se puede negar».
Alfa y Omega

Viaje a Fátima 13 de Mayo: 9:30 – Plegaria silenciosa del Papa ante las tumbas de Jacinta y Francisco


En este sábado 13 de mayo, centenario de la primera aparición de María en Fátima, el santo padre Francisco presidió la santa misa y ceremonia de canonización de dos de los tres pastorcitos que vieron a María en la Cova de Iría.
Poco antes el Pontífice rezó en el interior de la iglesia, de Nuestra Señora del Rosario, delante de las tumbas de los niños pastores Jacinta y Francisco Marto, primos de 7 y 9 años de edad, fallecidos poco después, como la Virgen le predijo en una de las apariciones. El tercer pastorcito fue Lucía, después religiosa de clausura en un Carmelo, fallecida a los 98 años y con proceso de beatificación en curso.
Son los primeros niños canonizados no mártires. Está el joven salesiano santo Domingo Sávio, elevado también a los altares, pero él era un adolescente.
El Papa allí saludó también al sacerdote portugués más anciano, de 104 años, y a una familia de refugiados sirios.
Zenit

El Papa canoniza a Francisco y Jacinta en el centenario de la aparición de la Virgen en Fátima



«Suplico la paz para todos mis hermanos en el bautismo y la humanidad», dice el Sumo Pontífice en su visita al santuario portugués
En el mismo lugar donde hace exactamente cien años se les apareció por sorpresa «una Señora más resplandeciente que el sol», el Papa Francisco ha canonizado el sábado a Francisco y Jacinta Marto, dos de los tres pastorcillos que, junto con su prima Lucia dos Santos, cuidaban las ovejas y jugaban a construir una casita con piedras el mediodía del 13 de mayo de 1917.
Ante más de medio millón de peregrinos venidos de todo el mundo- muchos de los cuales habían pasado la noche al raso en la explanada y otros ni siquiera pudieron entrar-, el Santo Padre ha comentado que «tenemos ante los ojos, como ejemplo para nosotros, a san Francisco Marto y santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios para que lo adoraran».
El Papa se refería a los dos grandes retratos de los chiquillos que -en una preciosa mañana soleada- miraban hacia la inmensa multitud de peregrinos desde la fachada de la basílica. Con 10 y 9 años de edad en el momento de su fallecimiento por enfermedad, son los dos santos no mártires más jóvenes en la Iglesia.
Francisco ha centrado su homilía en el ejemplo de santidad de los dos hermanos, quienes recibían de Dios «la fuerza para superar las contrariedades y sufrimientos».
Las primeras fueron la incredulidad, a veces hostil, de su familia, vecinos e incluso de las autoridades, molestas por la afluencia de gente a Cova da Iría, donde la Virgen les había dado cita a la misma hora el día 13 de cada mes, y donde el número de personas que acudía era cada vez mayor. Llegarían a 70.000 el día de la última aparición, el 13 de octubre de 1917, cuando todos ellos vieron el espectacular «milagro del sol».
En un intento de cortar en seco el fenómeno de devoción, el prefecto de Ourem mantuvo el 13 de agosto bajo arresto e interrogatorio a los tres pastorcillos, amenazándoles con freírlos vivos si no confesaban que todo era mentira.
Ese mediodía, los cientos de personas que estaban en el lugar vieron un relámpago, escucharon un trueno y vieron una pequeña nubecilla blanca en el lugar donde solía aparecer la Virgen, que en cambio visitaría a los tres chiquillos en Valinhos el día 19.
A esas dificultades se unieron las enfermedades que llevaron al fallecimiento de Francisco en 1919, con 10 años cumplidos, y de Jacinta en 1920 poco antes de llegar a esa edad.
Pero lo más importante, según el Papa es que «la presencia divina se fue haciendo más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y el deseo permanente de estar junto a “Jesús oculto” en el sagrario».
Francisco ha recordado también que la Virgen les advirtió de los peligros del infierno. Tuvo lugar en la tercera aparición, la del 13 de julio, en que María les reveló un secreto de tres partes. En primer lugar, la visión del infierno. Después la advertencia de que si Rusia no se convertía, extendería sus errores a muchos países. En tercer lugar, la persecución contra la Iglesia y el atentado contra Juan Pablo II, ocurrido el 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro.
Aunque recordaba el pasado, la mirada del Papa se dirigía al futuro y, continuaba en cierto modo la oración realizada ante la Virgen la noche anterior, asegurando que «de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y la humanidad».
La referencia a «todos mis hermanos en la humanidad» era un nuevo recuerdo de la unicidad de la familia humana, con independencia de religión o raza, un punto que menciona desde hace diez días en todas sus discursos relativos a Fátima, a donde ha venido como «Pastor universal», para poner a los pies de la Virgen “el destino temporal y espiritual de la humanidad”.
En esa línea, Francisco ha pedido en su homilía «que el cielo active aquí una autentica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía».
En cuanto a los católicos, el Papa ha concluido sus palabras pidiendo a la Virgen que «descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, pobre de medios y rica de amor».
Poco después, en el ofertorio, un matrimonio brasileño -João Batista y Lucila Yurie-, llevaron algunas de las ofrendas al Papa. Les acompañaba su hijo Lucas, quien intercambió un gran abrazo con Francisco. En 2013, cuando tenía seis años y jugaba con su hermanita, el pequeño se cayó por una ventana y sufrió fractura craneal con pérdida de masa encefálica. El pronóstico era muerte, coma vegetativo o, en caso de despertar, graves daños irreversibles.
Unos días después de que los padres y las carmelitas de la ciudad de Campo Mourao pidieron el milagro a los dos pastorcillos, Lucas se despertó «sin ningún síntoma ni secuela, y es el mismo de antes: su inteligencia, su carácter, todo igual», en palabras del padre a su llegada al santuario el pasado jueves.
Justo antes de iniciar la misa en la explanada, el Papa rezó ante las tumbas de los tres pastorcillos en la basílica que domina el santuario. Además de san Francisco y santa Jacinta Marto, allí reposa también la tercera y más longeva de los tres videntes, Lucia dos Santos, que fue religiosa carmelita y extendió la devoción a la Virgen de Fátima durante una larga vida hasta su fallecimiento en 2005. Su causa de beatificación se encuentra en estudio en Roma.
Juan Vicente Boo. Fátima (ABC)
Alfa y Omega

Papa: “No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre”

«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12, 1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27). Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Pero ella, previendo y advirtiendonos sobre el peligro del infierno al que nos lleva una vida – a menudo propuesta e impuesta – sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12, 5). Y, según las palabras de Lucía, los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos – por no decir de todos – Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre. Aferrándonos a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad – nuestra humanidad – que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2, 6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: « ¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?». Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede.
Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas de la mañana que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.
(from Vatican Radio)