martes, 30 de junio de 2015

María, Pedro y Pablo: son nuestros compañeros de viaje en la búsqueda de Dios

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Como saben, la Iglesia universal celebra hoy la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, pero se la vive con una alegría especial en la Iglesia de Roma, porque en su testimonio, sellado con la sangre, tiene sus propios cimientos. Roma siente especial afecto y reconocimiento por estos hombres de Dios, que vinieron de una tierra lejana a anunciar, a costa de su vida, aquel Evangelio de Cristo al que se había dedicado totalmente.
La gloriosa herencia de estos dos Apóstoles es motivo de orgullo espiritual para Roma y, al mismo tiempo, es una llamada a vivir las virtudes cristianas, de modo particular la fe y la caridad: la fe en Jesús cual Mesías e Hijo de Dios, que Pedro profesó primero y que Pablo anunció a la gente; y la caridad, que che esta Iglesia está llamada a servir con horizonte universal.
En la oración del Ángelus, en el recuerdo de los santos Pedro y Pablo, asociamos el de María, imagen viva de la Iglesia, esposa de Cristo, que los dos Apóstoles “fecundaron con su sangre” (Antífona de ingreso de la Misa del día).
Pedro conoció personalmente a María y en su diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (Cfr. Hch 1, 14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud de los tiempos”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (Cfr. Ga 4, 4).
En la evangelización de los dos Apóstoles aquí, en Roma, también están las raíces de la profunda y secular devoción de los romanos a la Virgen, invocada especialmente come Salus Populi Romani.
María, Pedro y Pablo: son nuestros compañeros de viaje en la búsqueda de Dios; son nuestras guías en el camino de la fe y de la santidad; ellos nos impulsan hacia Jesús, para hacer todo lo que Él nos pide. Invoquemos su ayuda a fin de que nuestro corazón esté siempre abierto a las sugerencias del Espíritu Santo y al encuentro con los hermanos.
En la celebración Eucarística, que tuvo lugar esta mañana en la Basílica de San Pedro, he bendecido los Palios de los Arzobispos Metropolitanos nombrados en el último año, procedentes de varias partes del mundo. Renuevo mi saludo y mis felicitaciones a ellos, a sus familiares y a cuantos los acompañan en esta significativa circunstancia, y deseo que el Palio, además de acrecentar los lazos de comunión con la Sede de Pedro, sea un aliciente para un servicio cada vez más generoso a las personas encomendadas a su cuidado pastoral.
En la misma liturgia, tuve el placer de saludar a los Miembros de la Delegación que ha venido a Roma en nombre del Patriarca Ecuménico, el amadísimo hermano Bartolomé I, para participar, como cada año, en la fiesta de los santos Pedro y Pablo. También esta presencia es signo de los vínculos fraternos existentes entre nuestras Iglesias. Recemos para que se refuerce entre nosotros el camino de la unidad.

Nuestra oración hoy es sobre todo por la ciudad de Roma, por su bienestar espiritual y material, para que la gracia divina sostenga a todo el pueblo romano, a fin de que viva en plenitud la fe cristiana, que testimoniaron con intrépido ardor los santos Pedro y Pablo. Que interceda por nosotros la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles.

Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.



Sal 25, 2-3. 9-10. 11-12 
Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.
Escrútame, Señor, ponme a prueba, 
sondea mis entrañas y mi corazón, 
porque tengo ante los ojos tu bondad, 
y camino en tu verdad.
Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.
No arrebates mi alma con los pecadores, 
ni mi vida con los sanguinarios, 
que en su izquierda llevan infamias, 
y su derecha está llena de sobornos.
Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.
Yo, en cambio, camino en la integridad; 
sálvame, ten misericordia de mí. 
Mi pie se mantiene en el camino llano; 
en la asamblea bendeciré al Señor.

Tengo ante los ojos, Señor, tu bondad.

Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma

Lectura del santo evangelio según san Mateo 8, 23-27
En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron.
De pronto, se levantó un temporal tan fuerte que la barca desaparecía entre las olas; él dormía.
Se acercaron los discípulos y lo despertaron, gritándole:
-«¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!»
Él les dijo:
-«¡Cobardes! ¡Qué poca fe!»
Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma.
Ellos se preguntaban admirados:
-«¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el agua le obedecen!»

Palabra del Señor