El Papa canoniza a fray Junípero Serra, "que fue siempre adelante, porque el Señor espera, el hermano espera"
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense»
(Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice
Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo
que todos experimentamos a una vida plena, a una vida con sentido, a una vida
con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de
nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro
de nosotros que nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que
simplemente quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las
situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la
que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación
triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una
consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?;
no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por
eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón?
¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de
nuestra vida?
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros hoy: ¡vayan!,
¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive tan
solo dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este
espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros,
que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si',
229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la
fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar
misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y
su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo
y a ungir anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la
experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt
28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.
La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y
unjan.
Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de
hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva
de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, su
presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida como ésta se le presentaba.
Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed,
de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida
maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque
fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A
«todos» dijo Jesús vayan y anuncien; a toda esa vida como está y no como nos
gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los
caminos, vayan... a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin
purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el
abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del
dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un
Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a
anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen
la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las
heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual
muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se
sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar
una y otra vez la unción misericordiosa de Dios.
La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de
la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias, violencia
para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no le
teme al error; le teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse
a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la
causa de tantas resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo»
(Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es
discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los
pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada,
muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos de la
audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras
que nos dan una falsa contención... en las costumbres donde nos sentimos
tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium,
49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho
posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación
Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras
la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia
en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la
ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó
a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus
costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en
los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó
defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían
abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el
dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero
especialmente supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que
Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le
anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre
adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le
quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros
podamos decir: «siempre adelante».