Hoy abrimos un pequeño camino de reflexión
sobre tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar:
la fiesta, el trabajo y la oración.
Comenzamos por la fiesta. Hoy hablaremos de la fiesta. Y decimos
inmediatamente que la fiesta es un invento de Dios. Recordamos la conclusión de
la narración de la creación, en el Libro del Génesis que hemos escuchado: «El
séptimo día, Dios concluyó la obra que había hecho, y cesó de hacer la obra que
había emprendido. Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó
de hacer la obra que había creado» (2,2-3). Dios mismo nos enseña la
importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo
ha sido bien hecho. Hablo de trabajo, naturalmente, no sólo en el sentido del
arte manual y de la profesión, sino en el sentido más amplio: cada acción con
la cual nosotros los hombres y mujeres podemos colaborar a la obra creadora de
Dios.
Por lo tanto, la fiesta no es la pereza de
quedarse en el sofá o la emoción de una tonta evasión… No, la fiesta es en
primer lugar una mirada amorosa y grata sobre el trabajo bien hecho; festejamos
un trabajo. También ustedes, recién casados, están festejando el trabajo de un
lindo tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para ver a los hijos,
o los nietos, que están creciendo, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para
mirar nuestra casa, los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y
pensar: ¡qué buena cosa! Dios ha hecho así cuando ha creado el mundo. Y
continuamente hace así, porque Dios crea siempre, ¡también en este momento!
Puede suceder que una fiesta llegue en
circunstancias difíciles y dolorosas, y se celebra quizá “con un nudo en la
garganta”. Y sin embargo, también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de
no vaciarla completamente. Ustedes mamás y papás saben bien esto: cuántas
veces, por amor a los hijos, son capaces de apartar las penas para dejar que
ellos vivan bien la fiesta, ¡gusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto
amor en esto!
También en el ambiente de trabajo, a veces
- ¡sin fallar a los deberes! - nosotros sabemos “filtrar” alguna chispa de fiesta:
un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como también una despedida o
una nueva llegada…, es importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de
familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!
Pero el verdadero tiempo de la fiesta,
suspende el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda que el hombre y
la mujer que han sido hechos a imagen de Dios, el cual no es esclavo del
trabajo, sino Señor, por lo tanto también nosotros no debemos ser nunca
esclavos del trabajo, sino “señores”. Hay un mandamiento para esto, un
mandamiento que se aplica a todos, ¡ninguno es excluido! Y en cambio sabemos
que hay millones de hombres y mujeres, e incluso ¡niños esclavos del trabajo!
En este tiempo existen esclavos ¡Son explotados, esclavos del trabajo y esto es
en contra de Dios y en contra de la dignidad de la persona humana! La obsesión
por el beneficio económico y el eficientismo de la técnica amenaza los ritmos
humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos.
El tiempo del reposo, sobre todo el
dominical, está destinado a nosotros para que podamos gozar de aquello que no
se produce y no se consume, no se compra y no se vende. Y por el contrario
vemos que la ideología de la ganancia y del consumo quiere devorar también la
fiesta: y también ésta a veces se reduce a un “negocio”, un modo para ganar
dinero y gastarlo. Pero ¿es para eso que trabajamos? La codicia del consumir,
que comporta el desperdicio, es un virus feo que, entre otros, nos hace estar
más cansados que antes. Perjudica el verdadero trabajo, consume la vida. Los
ritmos desregulados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.
Finalmente, el tiempo de la fiesta es
sagrado porque Dios habita en modo especial. La Eucaristía dominical lleva a la
fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su
hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y es así, como cada realidad recibe
su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y los cansancios de cada
día, también el sufrimiento y la muerte; todo se trasfigura por la gracia de
Cristo.
La familia está dotada de una competencia
extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo
de la fiesta. Pero ¡que bellas son las fiestas en familia, son bellísimas! Y en
particular del domingo. No es casualidad si las fiestas en las cuales hay lugar
para toda la familia ¡son aquellas que salen mejor!
La misma vida familiar, mirada con los
ojos de la fe, aparece mejor de los cansancios que implican. Nos aparece como
una obra de arte de sencillez, bella porque no es artificial, no fingida, sino
capaz de incorporar en sí misma todos los aspectos de la vida verdadera. Nos
aparece como una cosa “muy buena”, como Dios dice al final de la creación del
hombre y de la mujer (cfr Gen 1, 31). Por lo tanto, la fiesta es un valioso
regalo de Dios; un valioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no la
arruinemos! Gracias.
(Traducción por Mercedes De La Torre – RV)