sábado, 30 de noviembre de 2013

«Pensar en cristiano» para comprender el «paso de Dios en la historia»Papa Francisco

«Ésta es la gracia que debemos pedir hoy al Señor: la capacidad que nos da el Espíritu Santo para comprender bien los signos de los tiempos». 

Un cristiano piensa según Dios y por ello rechaza el pensamiento débil y uniforme, destacó el Papa Francisco en la Misa matutina de este viernes en la Casa de Santa Marta, y explicó que para comprender los signos de los tiempos un cristiano debe pensar no sólo con la cabeza, sino también con el corazón y con el Espíritu Santo. 

Reflexionando sobre el Evangelio del día, el Santo Padre señaló que el Señor enseña a sus discípulos a comprender los signos de los tiempos, signos que los fariseos no logran comprender. Hay que «pensar en cristiano», para comprender el «paso de Dios en la historia»:
 

«En el Evangelio, Jesús no se enoja, pero lo finge cuando los discípulos no entienden las cosas. A los de Emaús dice: '¡necios y tardos de corazón'. "¡Oh necios, y tardos de corazón '... Él que no entiende las cosas de Dios es una persona así. El Señor quiere que entendamos lo que sucede: lo que pasa en mi corazón, lo que está pasando en mi vida, lo que sucede en el mundo, en la historia... ¿Qué significa esto que está pasando ahora? ¡Estos son los signos de los tiempos! 

En cambio, el espíritu del mundo nos hace otras propuestas, porque el espíritu del mundo no nos quiere como pueblo: nos quiere masa, sin pensamiento, sin libertad».El espíritu del mundo, reiteró el Obispo de Roma, «quiere que vayamos por un camino de uniformidad», como advierte San Pablo: «el espíritu del mundo nos trata como si no fuéramos capaces de pensar por cuenta nuestra; nos trata como personas no libres»:
«El pensamiento uniforme, el mismo pensamiento, el pensamiento débil, un pensamiento tan extendido. 

El espíritu del mundo no quiere que nos preguntemos delante de Dios: "Pero ¿por qué esto, por qué aquello, ¿por qué sucede esto? '. O incluso nos propone un pensamiento prêt-à-porter, de acuerdo a nuestros propios gustos: "Yo pienso como me da la gana '. Esto para ellos está bien, dicen... Pero lo que el espíritu del mundo no quiere es lo que Jesús nos pide: ¡el libre pensamiento, el pensamiento de un hombre y de una mujer que son parte del pueblo de Dios, y la salvación es precisamente ésta! Piensen en los profetas... "Tú no eras mi pueblo, ahora te digo ‘pueblo mío': así dice el Señor. 

Y ésta es la salvación: hacernos pueblo, pueblo de Dios, para tener libertad».Jesús nos pide que pensemos libremente, nos pide pensar para comprender qué sucede. La verdad es que solos no podemos, hizo hincapié el Papa Bergoglio, añadiendo que tenemos necesidad de la ayuda del Señor para comprender lo signos de los tiempos y el Espíritu Santo nos da este regalo, un don: la inteligencia para comprender y no porque otros me dicen qué sucede:
«¿Cuál es el camino que quiere el Señor? Siempre con el espíritu de inteligencia para comprender los signos de los tiempos. Es hermoso pedir al Señor Jesús esta gracia, que nos envíe el espíritu de comprensión, para que no tengamos un pensamiento débil, un pensamiento uniforme, y un pensamiento según los propios gustos: sino un pensamiento como lo quiere Dios. Con este pensamiento, que es un pensamiento de mente, de corazón y de alma. Con este pensamiento, que es un don del Espíritu Santo, buscar que es lo que quieren decir las cosas y entender bien los signos de los tiempos».
(CdM - ER -RV)

jueves, 28 de noviembre de 2013

La vida eterna según Platón

 Ahora que termina Noviembre, el mes de los fieles difuntos, se me ha ocurrido ofrecer una interesante catequesis acerca de un tema que nos interesa mucho a todos: ¿Qué será de nosotros después de la muerte?
                Lo original es que nuestro catequista no será otro que Platón, el primer gran filósofo de la Antigüedad. Como sabemos, este discípulo de Sócrates no tuvo ningún contacto con el judaísmo, ni conocía la doctrina de Cristo (nació 430 años antes) relativa a la vida post mortem. Sorprendentemente, si leemos dos de sus obras: Fedón (F) y  Gorgias (G), encontramos una descripción del más allá tremendamente similar a la que nos ha transmitido la Iglesia.
                En primer lugar, Platón afirma que tras el fallecimiento, las almas de los hombres mantienen el mismo estado que tenían en vida y son llevadas a un juicio: “La muerte, según yo creo, no es más que la separación de dos cosas, el alma y el cuerpo. Cuando se han separado la una de la otra, conserva cada una de ellas, en cierto modo, el mismo estado que cuando el hombre estaba en vida.(G 524a)”. “Una vez que los finados llegan al lugar a que conduce cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto lo que vivieron bien santamente como los que no” (F113c)”.
                En dicho juicio, hay dos posibles resultados finales: la vida eterna o la condenación eterna. Platón lo refleja con uno de sus famosos mitos: “Aún ahora continúa entre los dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal; pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro (G 522d)”.
                Ya tenemos perfilado el cielo y el infierno. Descripciones más detalladas nos muestran más semejanzas con la visión cristiana del cielo: “            Los que se estiman que se han distinguido por su piadoso vivir son los que (…), llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía (…) llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir. (F114b)”;  y del infierno; “Los que por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. (F113d)”.
                Pero la cosa no termina aquí, los cristianos creemos que aquellos que no mueren perfectamente purificados pasan al Purgatorio, donde sufrirán penas temporales antes de pasar al cielo. Veamos, como describe Platón esta realidad: “Los que se estiman que han vivido en el término medio se encaminan (…) a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos” (F113c)”. “Los que sacan provecho de sufrir un castigo impuesto por los dioses o por los hombres son los que han cometido delitos que admiten curación; a pesar de ello, este provecho no lo alcanzan más que por medio de sufrimientos y dolores, aquí y en el Hades, porque de otro modo no es posible curarse de la injusticia. (G 524a)”.
                Quedaría la duda de si Platón creía verdaderamente en esto, o  lo cuenta como si fuera un bello relato. El comienzo no deja lugar a dudas:  “Escucha, pues, como dicen, un precioso relato que tú, según opino, considerarás un mito, pero que yo creo un relato verdadero, pues lo que voy a decir de acuerdo a ella: “Por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y grande la esperanza. (F114b)”.
               
Uno no puede dejar de sorprenderse por la coincidencia entre esta catequesis griega y el punto 1022 del Catecismo de la Iglesia Católica: “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse  inmediatamente para siempre.”
                ¿Qué explicación existe para tan magna casualidad? Pues sencillamente que no es casualidad. Los dogmas sobre el cielo, el infierno y el purgatorio no son ideas arbitrarias que nos creemos sólo por que lo dice la Biblia;  son verdades que concuerdan con nuestra manera espontánea de pensar. Que un filosofo griego llegase a la misma conclusión, es coherente con el hecho de que Revelación y  fe  confirman y elevan verdades que ya Dios ha puesto dentro de nosotros. La razón y la fe no se contradicen; mas bien se reclaman mutuamente. Por eso, con estos ejemplos nos percatamos de que la razón humana tiene razón, y puede alcanzar por si sóla algunas de las verdades que serán posteriormente reveladas.
                En definitiva, la doctrina sobre un juicio después de la muerte no es para el hombre como un “meteorito” sin lógica alguna; sino que encaja con nuestra manera de percibir nuestra existencia, porque el ser humano siempre ha intuido como diría Máximo en la película “Gladiator”, que “lo hacemos en esta vida, tiene su reflejo en la eternidad”.

José Luis Retegui García. Seminario Conciliar de Madrid

Síntesis de la Exhortación apostólica “Evangelii Gaudium”

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Nada es imposible para Ti.





La Hermana Glenda se reafirma en el Poder de Dios... si nada es imposible para ÉL, entonces no hay razón para tener miedo ni dudas... pero más allá de pedirle el milagro de cosas materiales... pidámosle hoy que transforme nuestra vida, nuestros corazones, nuestra mente, nuestra falta de compromiso, nuestra indiferencia... pidámosle hoy que podamos ser reflejo suyo... que seamos testimonios viviente de que Él sigue presente en el mundo... en nosotros... a través de nosotros... DTB!

De tengo Sed de Ti.

La victoria de Cristo sobre la muerte nos ayuda a afrontarla con esperanza y la serena certeza de que no moriremos para siempre, el Papa en la catequesis

Deseo concluir las catequesis sobre el “Credo”, desarrolladas durante el Año de la Fe, que se clausuró el domingo pasado. En esta catequesis y en la próxima, quisiera considerar el tema de la resurrección de la carne, enfocando dos aspectos, así como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica. Es decir, nuestro morir y nuestra resurrección en Jesucristo. Hoy me detengo en el primer aspecto, «morir en Cristo».


1. Entre nosotros comúnmente, hay una forma equivocada de mirar la muerte. La muerte nos atañe a todos y nos interroga de forma profunda, en especial cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los pequeños, los indefensos de una manera que nos resulta «escandalosa». A mí siempre me impactó la pregunta: ¿por qué sufren los niños? ¿Por qué mueren los niños? Si se entiende como el fin de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que despedaza todo sueño, toda perspectiva, toda relación e interrumpe todo camino. Ello sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo encerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiera. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un encontrarse de casualidad en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero también hay un ateísmo práctico, que es un vivir sólo para sus propios intereses, un vivir sólo para las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión equivocada de la muerte, no tenemos otra opción que la de ocultar la muerte, negarla o banalizarla, para que no nos asuste.

2. Pero contra esta falsa solución, se rebela el ‘corazón’ del hombre, el anhelo que todos tenemos de infinito, la nostalgia que todos tenemos de lo eterno. Y, entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte? Si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando perdimos a un ser querido – nuestros padres, un hermano, una hermana, un esposo, un hijo un amigo – percibimos que, aun ante el drama de la pérdida, aun lacerados por la separación, se eleva del corazón la convicción de que no puede haber acabado todo, que el bien dado y recibido no ha sido inútil. Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra vida no acaba con la muerte.

Esta sed de vida ha encontrado su respuesta real y digna de confianza en la resurrección de Jesucristo. La resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida más allá de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de afrontar con esperanza y serenidad también el pasaje de la muerte. La Iglesia, en efecto reza: «Si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura». ¡Ésta una hermosa oración de la Iglesia!

Una persona tiende a morir como ha vivido. Si mi vida fue camino con el Señor, un camino de confianza en su inmensa misericordia, voy a estar preparado para aceptar el último momento de mi existencia terrena, como confiado abandono definitivo en sus manos acogedoras, en espera de contemplar cara a cara su rostro. Y esto es lo más bello que puede sucedernos. Contemplar cara a cara aquel rostro maravilloso del Señor, verlo como Él es: hermoso, lleno de luz, lleno de amor, lleno de ternura.

Nosotros vamos hacia esa meta: encontrar al Señor.

En este horizonte se comprende la invitación de Jesús a estar siempre listos, vigilantes, sabiendo que la vida en este mundo nos es dada también para preparar la otra vida, aquella con el Padre celestial. Y para ello hay un camino seguro: prepararse bien a la muerte, estando cerca de Jesús. Ésta es la seguridad: yo me preparo a la muerte estando cerca de Jesús. ¿Y cómo se está cerca de Jesús?: con de la oración, con los Sacramentos y también en la práctica de la caridad. Recordemos que Él mismo se identificó en los más débiles y necesitados. Él mismo se identificó con ellos en la célebre parábola del juicio final, cuando dice: «tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver... Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo». (Mt 25,35-36.40). Por lo tanto, un camino seguro es el de recuperar el sentido de la caridad cristiana y del compartir fraterno, cuidar las llagas corporales y espirituales de nuestro prójimo. La solidaridad en el compartir el dolor e infundir esperanza es premisa y condición para recibir en herencia ese Reino preparado para nosotros. El que practica la misericordia no teme la muerte. Piensen bien en esto: ¡el que practica la misericordia no teme la muerte! ¿Están de acuerdo? ¿Lo decimos juntos para no olvidarlo? El que practica la misericordia no teme la muerte. Y ¿por qué no teme la muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los hermanos y la supera con el amor de Jesucristo.


Si abrimos la puerta de nuestra vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños y necesitados, entonces también nuestra muerte será una puerta que nos llevará al cielo, a la patria bienaventurada, hacia la cual nos dirigimos, anhelando morar para siempre con nuestro Padre, Dios, con Jesús, con la Virgen María y los santos.
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak – RV)

Francisco en Santa Marta: '¡El tiempo no es nuestro, el tiempo es de Dios!'

El hombre puede creerse soberano del momento, pero sólo Cristo es dueño del tiempo. Es cuanto ha afirmado el papa francisco en su homilía de este martes en la Casa Santa Marta. El santo padre ha señalado también que en la oración se encuentra la virtud para discernir en cada momento de la vida y en la esperanza en Jesús la vía para mirar al fin del tiempo.

Dos consejos, para entender el fluir del presente y prepararse al final de los tiempos: oración y esperanza. La oración, junto al discernimiento, ayuda a descifrar los momentos de la vida y a orientarlos a Dios. La esperanza es el faro de largo alcance que ilumina la última etapa, la de una vida y -en el sentido escatológico- la del fin de los tiempos.


El pontífice ha  reflexionado sobre el pasaje del Evangelio de hoy en el que Jesús explica a los fieles en el templo qué sucederá antes del fin de la humanidad, garantizándoles que ni siquiera el peor de los dramas hará caer en la desesperación a los que crean en Dios. El santo padre ha observado: “En este recorrido hacia el fin de nuestro camino, de cada uno de nosotros y también de toda la humanidad, el Señor aconseja dos cosas, dos cosas que son diferentes, y son diferentes según cómo vivamos, porque es diferente vivir en el instante y vivir en el tiempo”:
“Y el cristiano es un hombre o una mujer que sabe vivir en el instante y sabe vivir en el tiempo. El instante es lo que tenemos en las manos ahora: pero este no es el tiempo, ¡pasa! Tal vez podemos sentirnos dueños del instante, pero el engaño es creernos dueños del tiempo: ¡el tiempo no es nuestro, el tiempo es de Dios! El instante está en nuestras manos y también en nuestra libertad sobre cómo tomarlo. Y aún más: nosotros podemos convertirnos en los soberanos del momento, pero solo hay un soberano del tiempo, un solo Señor, Jesucristo”.




Por ello, ha advertido el papa citando las palabras de Jesús, no hay que “dejarse engañar por el instante”, porque habrá personas que se aprovechen de la confusión para presentarse como Cristo. “El cristiano, que es un hombre o una mujer del instante, debe tener esas dos virtudes, esas dos actitudes para vivir el momento: la oración y el discernimiento”. Y distingue:
“Para conocer los signos verdaderos, para conocer el camino que debo tomar en este momento, es necesario el don del discernimiento y la oración para hacerlo bien. En cambio, para ver el tiempo, del cual solo el Señor es dueño, Jesucristo, nosotros no podemos tener ninguna virtud humana. La virtud necesaria para ver el tiempo debe ser dada, regalada por el Señor: ¡es la esperanza! Oración y discernimiento para el instante; esperanza para el tiempo”.






“Y así -ha concluido Francisco- el cristiano se mueve en este camino, momento tras momento, con la oración y el discernimiento, pero deja tiempo a la esperanza”:
“El cristiano sabe esperar al Señor en cada instante, pero espera en el Señor hasta el fin de los tiempos. Hombre y mujer de instante y de tiempo: de oración y discernimiento, y de esperanza. Que el Señor nos dé la gracia para caminar con la sabiduría, que también es uno de sus dones: la sabiduría que en el instante nos lleve a rezar y a discernir. Y en el tiempo, que es el mensajero de Dios, nos haga vivir con esperanza”.

(Texto traducido y adaptado de Radio Vaticana por Iván de Vargas)

martes, 26 de noviembre de 2013

Tú me has seducido. Jeremías 20, 7-9




Lectura del libro de Jeremías 20, 7-9

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. 

Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. 
Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» 
La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día.


Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.


lunes, 25 de noviembre de 2013

Confiarse en el Señor, también en las situaciones extremas, el Papa.


Confiarse en el Señor, también en las situaciones extremas. Fue la exhortación del Papa Francisco, en la Misa del lunes en la Casa de Santa Marta. El Papa subrayó que los cristianos están llamados a elecciones definitivas, como nos enseñan los mártires de cada tiempo. También hoy, observó, hay hermanos perseguidos que son ejemplo para nosotros y nos alientan a confiarnos totalmente en el Señor.


Elegir al Señor, “en una situación extrema”. El Santo Padre desarrolló su homilía deteniéndose en las figuras que nos presentan la Primera Lectura, tomada del Libro de Daniel, y el Evangelio: los jóvenes judíos esclavos en la corte de Nabucodonosor y la viuda que va al Templo a adorar al Señor. Ambos casos, observó el Obispo de Roma, son situaciones extremas: la viuda en condiciones de indigencia, los jóvenes en aquella de esclavitud. La viuda da todo lo que tenía al tesoro del Templo, los jóvenes permanecen fieles al Señor con riesgo de sus vidas:


"Ambos – la viuda y los jóvenes – han arriesgado. En su riesgo han elegido al Señor, con un corazón grande, sin interés personal, sin mezquindad. No tenían una actitud mezquina. El Señor, el Señor es todo. El Señor es Dios y se confiaron en el Señor. Y esto no lo han hecho por una fuerza – me permito la palabra – fanática, no: 'Esto debemos hacerlo, Señor', ¡no! Es otra cosa: se han confiado, porque sabían que el Señor es fiel. Se confiaron a aquella fidelidad que existe siempre, porque el Señor no puede mutarse, no puede: es fiel siempre, no puede no ser fiel, no puede renegarse a sí mismo”.

Esta confianza en el Señor, agregó, los ha llevado “a hacer esta elección, por el Señor”, porque saben que Él “es fiel”. Una elección que vale para las cosas simples como para aquellas decisiones grandes y difíciles:

“También en la Iglesia, en la historia de la Iglesia se encuentran hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, que hacen esta elección. Cuando escuchamos la vida de los mártires, cuando leemos en los periódicos sobre las persecuciones contra los cristianos, hoy, pensamos en estos hermanos y hermanas en situaciones extremas, que hacen esta elección. Ellos viven en este tiempo. Ellos son un ejemplo para nosotros y nos alientan a dar al tesoro de la Iglesia todo aquello que tenemos para vivir”.

El Señor, recordó Francisco, ayuda a los jóvenes judíos en esclavitud a salir de las dificultades y también la viuda es ayudada por el Señor. Está la alabanza de Jesús por ella y detrás de la alabanza hay una victoria:

“Nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas que, en toda nuestra historia, también hoy, hacen elecciones definitivas. Pero también pensamos en tantas mamás, en tantos padres de familia que cada día realizan elecciones definitivas para ir adelante con su familia, con sus hijos. Y esto es un tesoro en la Iglesia. Ellos nos dan testimonio, y ante tantos que nos dan testimonio pidamos al Señor la gracia del coraje, del coraje de ir adelante en nuestra vida cristiana, en las situaciones ordinarias, comunes, de cada día y también en las situaciones extremas”.

(Traducción del italiano: Raúl Cabrera- Radio Vaticano)

domingo, 24 de noviembre de 2013

Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino, por el Papa Francisco

Cristo es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de la historia de todo hombre . A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy. 

Mientras todos los otros se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a tí mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida hasta el final pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» ( Lc 23,42). 

Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja jamás de atender una petición como esa. Hoy todos nosotros podemos pensar a nuestra historia, a nuestro camino. 

Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno de nosotros también tiene sus errores, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos oscuros. Nos hará bien, en esta jornada, pensar a nuestra historia y mirar a Jesús y desde el corazón repetirle tanta veces, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: "¡acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino!". Jesús, acuérdate de mí, porque yo tengo ganas de ser bueno, tengo ganas de ser buena, pero no tengo fuerza, no puedo: ¡soy pecador, soy pecador! Pero acuérdate de mí, Jesús: ¡Tú puedes acordarte de mí, porque Tú estás al centro, Tú estás precisamente en tu Reino! ¡Qué bello! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, tantas veces. "¡Acuérdate de mí Señor, Tú que estás al centro, Tú que estás en tu Reino!" 

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la oración que la ha solicitado. El Señor siempre da más de lo que se le pide, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: ¡le pides que se acuerde de tí y te lleva a su Reino! Jesús está precisamente al centro de nuestros deseos de alegría y de salvación. Vayamos todos juntos por este camino. 

El Papa Francisco concluye el Año de la Fe

El Papa Francisco a las comunidades de clausura: “María es la mujer de la espera y de la esperanza que nunca flaquea”

 “María es la madre de la esperanza y de ella nació la enseñanza de mirar al futuro con esperanza”. Este fue el mensaje que el Papa Francisco entregó este jueves por la tarde a las monjas benedictinas camaldulenses del Aventino de Roma, en ocasión de su visita al monasterio de San Antonio Abad, en la Jornada de las Claustrales, dedicada a todas las comunidades de clausura. Dio la bienvenida al Santo Padre la abadesa, Sor Michela Porcellato, luego el Pontífice celebró con la Comunidad las Vísperas.

Francisco, dirigiéndose a las religiosas, celebró a la Virgen María, imagen de la esperanza cristiana, que conocía y amaba a Jesús como ninguna otra criatura, y con quien estableció un vínculo de parentesco, incluso antes de dar a luz:

“Se convierte en discípula y madre de su Hijo en el momento que acoge las palabras del Ángel y dice: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Este "hágase en mí" no es sólo aceptación, sino también apertura al futuro: ¡es esperanza! ¡Este "hágase en mí" es esperanza!”

María es la Madre de la esperanza. A las monjas que le escuchan, y a la abadesa, el Papa recuerda todos los “sí” de la vida de María, desde la Anunciación, que son, de hecho, "el icono más expresivo de la esperanza cristiana":

“María no sabía cómo podía ser madre, pero se confió totalmente al misterio que iba a cumplirse, y se ha convertido en la mujer de la espera y de la esperanza”.

El Papa da cuenta de la María de Belén para el nacimiento de Jesús; la María, en Jerusalén para la presentación en el templo. María es consciente de cómo la misión y la identidad de aquel Hijo, que se hizo Maestro y Mesías, supera su ser madre y al mismo tiempo puede generar temor, así como las palabras de Simeón y su profecía de dolor. "Y sin embargo - dijo el Papa - ante todas estas dificultades y sorpresas del plan de Dios, la esperanza de la Virgen nunca flaquea".

“Esto nos dice que la esperanza se nutre de la escucha, la contemplación, la paciencia, para que los tiempos del Señor maduren”.

Incluso cuando María se convierte en la dolorosa al pie de la cruz, afirmó Francisco, su esperanza no cede, sino que la sostiene en la "espera vigilante de un misterio, mayor del dolor que está por cumplirse".

“Todo parece realmente acabado; cualquier esperanza podría decirse apagada. También ella, en ese momento, podría haber dicho, si no hubiera recordado las promesas de la Anunciación: "¡Esto no es cierto! ¡He sido engañada!". Y no lo hizo”.

María creyó. Su fe le ha hecho esperar con esperanza en el futuro de Dios. Una esperanza, que según el Santo Padre, hoy el hombre no logra tener.

“Muchas veces pienso: "¿Sabemos esperar el mañana de Dios, o queremos el hoy, el hoy, el hoy?". El futuro de Dios es para ella el amanecer de aquel día, el primero de la semana. Nos hará bien pensar en la contemplación, en el abrazo del hijo con la madre”.

En conclusión, observando aquella "lámpara encendida en el sepulcro de Jesús", que "es la esperanza de la madre", y en ese momento también "la esperanza de la humanidad", el Papa preguntó:

“¿... en los monasterios esta lámpara todavía está encendida? ¿En los monasterios se espera en el futuro de Dios?”

“María es, pues, el testimonio sólido de la esperanza -dijo el Obispo de Roma-, presente en cada momento de la historia de la salvación:

“Ella, la madre de la esperanza, nos sostiene en los momentos de oscuridad, de dificultad, de desaliento, de derrota aparente, en las verdaderas derrotas humanas. Que María, nuestra esperanza, nos ayude a hacer de nuestra vida una ofrenda grata al Padre Celestial, un regalo alegre para nuestros hermanos, una actitud que siempre mire hacia el futuro”.

ER RV

"Tenemos en común una cosa: el deseo de Dios", el Papa a los catecúmenos

Queridos catecúmenos, Este momento conclusivo del Año de la Fe, los encuentra aquí reunidos, con sus catequistas y familiares, en representación también de tantos otros hombres y mujeres que están cumpliendo, en diversas partes del mundo, su mismo camino de fe. Espiritualmente estamos todos unidos en este momento.
Vienen de muchos países diferentes, de tradiciones culturales y experiencias diferentes. Y sin embargo, esta tarde sentimos de tener entre nosotros tantas cosas en común. Sobretodo tenemos una: el deseo de Dios.

Este deseo es evocado por las palabras del salmista: “Como la cierva busca corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré el rostro de Dios?” ¡Cuánto es importante mantener vivo este deseo, este anhelo de encontrar al Señor y hacer experiencia de Él, hacer experiencia de su amor, hacer experiencia de su misericordia! Si viene a faltar la sed del Dios viviente, la fe corre el riesgo de convertirse en rutinaria, corre el riesgo de apagarse, como un fuego que no es reavivado. Corre el riesgo de volverse rancia, sin sentido.

El pasaje del Evangelio, cfr Jn 1,35-42, nos ha mostrado que Juan Bautista indica a Jesús, a sus discípulos, como el Cordero de Dios. Dos de ellos siguen al Maestro, y luego, a su vez, se convierten en “mediadores” que permiten a otros encontrar al Señor, conocerlo y seguirlo.

Hay tres momentos en este pasaje que llaman a la experiencia del catecumenado. En primer lugar, está la escucha. Los dos discípulos han escuchado el testimonio del Bautista. También ustedes, queridos catecúmenos, han escuchado a aquellos que les han hablado de Jesús y les han propuesto seguirlo, convirtiéndose en sus discípulos a través del Bautismo. En el tumulto de tantas voces que resuenan alrededor de nosotros y dentro de nosotros, ustedes han escuchado y acogido la voz que les indicaba a Jesús como el único que puede dar pleno sentido a nuestra vida.
El segundo momento es el encuentro. Los dos discípulos encuentran al Maestro y permanecen con Él. Después de haberlo encontrado, advierten inmediatamente algo nuevo en su corazón: la exigencia de transmitir su alegría también a los otros, para que también ellos puedan encontrarlo.
Andrés, en efecto, encuentra a su hermano Simón y lo conduce a Jesús. ¡Cuánto nos hace bien contemplar esta escena! Nos recuerda que Dios no nos ha creado para estar solos, cerrados en nosotros mismos, sino para poder encontrarlo a Él y para abrirnos al encuentro con los otros. 

Dios, en primer lugar, viene hacia cada uno de nosotros. ¡Y esto es maravilloso, Él viene a nuestro encuentro! En el Biblia Dios aparece siempre como aquel que toma la iniciativa del encuentro con el hombre: es Él quien busca al hombre, y por lo general, lo busca justamente mientras el hombre hace la experiencia amarga y trágica de traicionar a Dios y huir de Él. Dios no espera a buscarlo: ¡lo busca enseguida! ¡Es un buscador paciente nuestro Padre! Él nos precede y nos espera siempre. No se cansa de esperarnos. No se aleja de


nosotros, sino que tiene la paciencia de esperar el momento oportuno para el encuentro con cada uno de nosotros. Y cuando ocurre el encuentro, no es nunca un encuentro apresurado, porque Dios desea permanecer por mucho tiempo con nosotros para sostenernos, para consolarnos, para donarnos su alegría.
Dios se apresura para encontrarnos, pero nunca se apresura para dejarnos. Se queda con nosotros. Como nosotros lo anhelamos a Él y lo deseamos, así también Él tiene el deseo de estar con nosotros, porque nosotros le pertenecemos a Él, somos “cosa” suya, somos sus criaturas. También Él, podemos decir, tiene sed de nosotros, de encontrarnos. Nuestro Dios es un Dios sediento por nosotros. Este es el corazón de Dios… ¡es bello sentir esto!
La última parte del pasaje es caminar. Los dos discípulos caminan hacia Jesús y luego hacen un trecho de camino junto a Él. Es una enseñanza importante para todos nosotros. La fe es un camino con Jesús…Recuerden siempre esto, la fe es un camino con Jesús y es un camino que dura toda la vida. Al final estará. Ciertamente, en algunos momentos de este camino nos sentimos cansados y confundidos. Pero la fe nos da la certeza de la presencia constante de Jesús en cada situación, también la más dolorosa o difícil de entender. Estamos llamados a caminar para entrar siempre más adentro del misterio del amor de Dios, que nos sobrepasa y nos permite vivir con serenidad y esperanza.
Queridos catecúmenos, hoy ustedes inician el camino del catecumenado. Les deseo recorrerlo con alegría, seguros del sostén de toda la Iglesia, que los mira con mucha confianza. María, la discípula perfecta, los acompaña: ¡Es bello sentirla como nuestra Madre en la fe! Los invito a custodiar el entusiasmo del primer momento que les hizo abrir los ojos a la luz de la fe; a recordar, como el discípulo amado, el día, la hora en la cual por primera vez permanecieron con Jesús, sintieron su mirada sobre ustedes. No se olviden nunca esta mirada de Jesús, sobre ti, sobre ti, sobre ti... ¡No se olviden nunca esa mirada, es una mirada de amor! Y así estarán siempre seguros del amor fiel del Señor. Él es fiel, estén seguros! ¡Él no los traicionará jamás! (Traducción del italiano: Griselda Mutual y Mariana Puebla – RV)



sábado, 23 de noviembre de 2013

De los sermones de san Agustín, obispo

El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se felicitan los rectos de corazón. [...] Esto es aún sólo una promesa. Porque, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Guiados por la fe, no por la clara visión. ¿Cuándo llegaremos a la clara visión? Cuando se cumpla lo que dice Juan: Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. [...]

Ahora amamos en esperanza. Por esto, dice el salmo que el justo se alegra con el Señor. Y añade, en seguida, porque no posee aún la clara visión: y espera en él. Sin embargo, poseemos ya desde ahora las primicias del Espíritu, que son como un acercamiento a aquel a quien amamos, como una previa gustación, aunque tenue, de lo que más tarde hemos de comer y beber ávidamente.

¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? Pero en realidad no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo, y se te acercará; ámalo, y habitará en ti. El Señor está cerca. Nada os preocupe. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si lo amas? Dios es amor.


Me dirás: "¿Qué es el amor?" El amor es el hecho mismo de amar. Ahora bien, ¿qué es lo que amamos? El bien inefable, el bien benéfico, el bien creador de todo bien. Sea él tu delicia, ya que de él has recibido todo lo que te deleita. Al decir esto, excluyo el pecado, ya que el pecado es lo único que no has recibido de él. Fuera del pecado, todo lo demás que tienes lo has recibido de él.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

EL PAPA: DIOS NO SE CANSA DE PERDONAR, NOSOTROS NO DEBEMOS CANSARNOS DE PEDIRLE PERDÓN EN LA CONFESIÓN


En primer lugar, debemos recordar que el protagonista del perdón de los pecados es el Espíritu Santo. Él es el protagonista. En su primera aparición a los Apóstoles en el Cenáculo, -hemos escuchado- Jesús resucitado hizo el gesto de soplar sobre ellos, diciendo: "Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. (Jn 20:22 -23). Jesús, transfigurado en su cuerpo, ahora es el hombre nuevo, que ofrece los dones de Pascua fruto de su muerte y resurrección: ¿y cuáles son estos dones? La paz, la alegría, el perdón de los pecados, la misión, pero sobre todo dona al Espíritu Santo que todo esto es la fuente. Del Espíritu Santo vienen todos estos dones. El aliento de Jesús, acompañado de las palabras con las que comunica el Espíritu, indica la transmisión de la vida, la nueva vida regenerada por el perdón. 
Pero antes de hacer el gesto de soplar y donar el Espíritu, Jesús muestra sus heridas en sus manos y el costado: estas heridas representan el precio de nuestra salvación. El Espíritu Santo nos trae el perdón de Dios "pasando por "las llagas de Jesús. Estas llagas que Él ha querido conservar. También en este tiempo, en el cielo, Él muestra al Padre las heridas con las que nos ha redimido. Y por la fuerza de estas llagas son perdonados nuestros pecados. Así que Jesús dio su vida por nuestra paz, por nuestra alegría, por la gracia de nuestra alma, para el perdón de nuestros pecados. Y esto es muy bonito, mirar a Jesús así.
Y vengamos al segundo elemento: Jesús da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. ¿Pero cómo es esto? Porque es un poco difícil entender como un hombre puede perdonar los pecados. Jesús da el poder. La Iglesia es depositaria del poder de las llaves: para abrir, cerrar, para perdonar. Dios perdona a cada hombre en su misericordia soberana, pero Él mismo quiso que los que pertenezcan a Cristo y a su Iglesia, reciban el perdón a través de los ministros de la Comunidad. A través del ministerio apostólico la misericordia de Dios me alcanza, mis pecados son perdonados y se me da la alegría. De este modo, Jesús nos llama a vivir la reconciliación incluso en la dimensión eclesial, comunitaria. Y esto es muy hermoso. La Iglesia, que es santa y a la vez necesitada de penitencia, nos acompaña en nuestro camino de conversión toda la vida. La Iglesia no es la dueña del poder de las llaves: no es dueña, sino que es sierva del ministerio de misericordia y se alegra siempre que puede ofrecer este regalo divino.

Muchas personas, quizá no entienden la dimensión eclesial del perdón, porque domina siempre el individualismo, el subjetivismo, y también nosotros cristianos sufrimos esto. Por supuesto, Dios perdona a todo pecador arrepentido, personalmente, pero el cristiano está unido a Cristo, y Cristo está unido a la Iglesia. Y para nosotros cristianos hay un regalo más, y hay también un compromiso más: pasar humildemente a través del ministerio eclesial. ¡Y eso tenemos que valorizarlo! Es un don, pero es también una curación, es una protección y también la seguridad de que Dios nos ha perdonado. Voy del hermano sacerdote y digo: "Padre, he hecho esto..." "Pero yo te perdono: es Dios quien perdona y yo estoy seguro, en ese momento, que Dios me ha perdonado. ¡Y esto es hermoso! Esto es tener la seguridad de lo que siempre decimos: "¡Dios siempre nos perdona! ¡No se cansa de perdonar!". Nunca debemos cansarnos de ir a pedir perdón. "Pero, padre, me da vergüenza ir a decirle mis pecados...". "¡Pero, mira, nuestras madres, nuestras mujeres, decían que es mejor sonrojarse una vez, que mil veces tener el color amarillo, eh!" Tú te sonrojas una vez, te perdona los pecados y adelante...

Finalmente, un último punto: el sacerdote instrumento para el perdón de los pecados. El perdón de Dios que se nos da en la Iglesia, se nos transmite a través del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él un hombre que, como nosotros, necesita la misericordia, se hace realmente instrumento de misericordia, dándonos el amor sin límites de Dios Padre. También los sacerdotes deben confesarse, incluso los obispos: todos somos pecadores. ¡Incluso el Papa se confiesa cada quince días, porque el Papa es también un pecador! Y el confesor siente lo que yo le digo, me aconseja y me perdona, porque todos tenemos necesidad de este perdón. A veces se oye a alguien que dice que se confiesa directamente con Dios... Sí, como decía antes, Dios siempre te escucha, pero en el Sacramento de la Reconciliación envía un hermano para traerte el perdón, la seguridad del perdón, en nombre de la Iglesia.


El servicio que presta el sacerdote como ministro, por parte de Dios, para perdonar los pecados, es muy delicado, es un servicio muy delicado y requiere que su corazón esté en paz; que el sacerdote tenga el corazón en paz, que no maltrate a los fieles, sino que sea apacible, benevolente y misericordioso; que sepa sembrar esperanza en los corazones y, sobre todo, que sea consciente de que el hermano o la hermana que se acerca al sacramento de la Reconciliación busca el perdón y lo hace como se acercaban tantas personas a Jesús, para que las curara. El sacerdote que no tiene esta disposición de ánimo es mejor que hasta que no se corrija, no administre este Sacramento. Los fieles penitentes tienen el deber ¿no? Tienen el derecho. Nosotros tenemos el derecho, todos los fieles de encontrar en los sacerdotes los servidores del perdón de Dios.

¿Queridos hermanos y hermanas, como miembros de la Iglesia, -pregunto-somos conscientes de la belleza de este don que Dios mismo nos da? ¿Sentimos la alegría de esta curación, de esta atención maternal que la Iglesia tiene para nosotros? ¿Sabemos valorarla con simplicidad? No olvidemos que Dios nunca se cansa de perdonarnos; mediante el ministerio del sacerdote nos estrecha en un nuevo abrazo que nos regenera y nos permite levantarnos de nuevo y reanudar el camino. Porque ésta es nuestra vida: continuamente levantarse y seguir adelante. ¡Gracias!