domingo, 2 de noviembre de 2014

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS


La Iglesia, con entrañas de madre, desplaza en la liturgia el ritmo de las lecturas dominicales, para hacer memoria agradecida y orante de los fieles difuntos.

Todo ser humano tiene ante sí el hecho insoslayable de  la muerte, que a medida que pasan los años la sufre en seres muy queridos, con la posible experiencia de despojo, de dolor, cabe que de nostalgia y de ausencia, hasta es posible que de miedo.

Todas las religiones aspiran de algún modo a una relación con los seres queridos que nos han precedido. En el cristianismo se conmemora a los fieles difuntos y se invita de manera especial a orar por ellos. La clave cristiana es la contemplación de la muerte de Cristo, que padeció, murió y resucitó.

La sociedad actual con su  cultura presentista, se escabulle, a veces, con una pirueta evasiva, de la realidad de la muerte, y convierte en mueca lo que no soporta, engañándose y llegando así a un muro infranqueable.

Son muchas las reacciones posibles ante la verdad y la realidad de lo pasajero de nuestra existencia en este mundo. Los filósofos han reaccionado con pensamientos más o menos estoicos; los ascetas, ante el hecho de tener que morir, han podido anticipar en su cuerpo los rigores del despojo y hasta el desprecio de lo corpóreo.

Hoy parece que no es estética la muerte, ni correcto pensar en ella, a pesar de que todos los días nos llegan noticias de la muerte de personas conocidas, o de accidentes estremecedores, y de violencias exterminadoras. Una reacción actual ante los hechos más dramáticos, que pueden ser de genocidios o de epidemias mortales, es convertirlos en espectáculo, en dialéctica, hasta en piedra arrojadiza contra lo que se siente adverso o amenazador.

Los santos han vivido la realidad de la muerte con serenidad, y de su meditación han sacado sabiduría. Han resuelto vivir como quien va de paso. San Francisco de Asís, en el cántico de las criaturas, se atreve a decir: “Y por la hermana muerte, loado mi Señor”. Sam Ignacio de Loyola invita en los Ejercicios Espirituales a meditar sobre las postrimerías, en concreto sobre la muerte: “No querer pensar en cosas de placer ni alegría, como de gloria, resurrección, etc.; porque para sentir pena, dolor y lágrimas por nuestros pecados impide cualquier consideración de gozo y alegría; mas tener delante de mí quererme doler y sentir pena, trayendo más en memoria la muerte, el juicio” (EE 76).   

Es lapidaria la frese del duque de Gandía, San Francisco de Borja,  sucesor de San Ignacio de Loyola, quien al ver muerta a la emperatriz a la que tanto había amado, resolvió “no servir más a señor que se me pueda morir”.


Santa Teresa de Jesús, como pedagogía y disposición adecuadas, ante el paso que todos deberemos dar de dejar esta vida, nos enseña a vivir desasidos: “¡Oh, si no estuviésemos asidos a nada ni tuviésemos puesto nuestro contento en cosa de la tierra, cómo la pena que nos daría vivir siempre sin Él (Cristo) templaría el miedo de la muerte con el deseo de gozar de la vida verdadera!”  (Vida 21, 6).

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (Ap 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a)



Estamos en el comienzo de las celebraciones del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, quien como maestra espiritual, doctora mística y santa, nos estimula a vivir de manera coherente nuestra pertenencia a Jesucristo, y nos llama a la santidad.

Llamados a la santidad

“Dios nos libre, hermanas, cuando algo hiciéremos no perfecto decir: «no somos ángeles», «no somos santas». Mirad que, aunque no lo somos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser, dándonos Dios la mano; y no hayáis miedo que quede por El, si no queda por nosotras” (C. de Perfección 16, 11).

Deseos de santidad

Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo” (Vida 1, 4).

La santidad no es arrobamiento ni experiencias extraordinarias

“Pongámonos en sus manos, para que sea hecha su voluntad en nosotras, y no  podemos errar, si con determinada voluntad nos estamos siempre en esto. Y habéis de advertir, que por recibir muchas mercedes de éstas no se merece más gloria” (Moradas VI, 9, 16).

La santidad se alcanza por el camino de la humildad

“Así que, hermanas mías, para esto y otras muchas cosas que se ofrece a un alma que ya el Señor la tiene en este punto, es menester ánimo; y a mi parecer, para esto postrero más que para nada, si hay humildad” (Moradas VI, 5, 6).

La santidad es amable

“Todo lo que pudiereis sin ofensa de Dios procurad ser afables y entender de manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar y no se atemoricen y amedrenten de la virtud” (C. de Perfección 41, 7).

Señales de santidad

Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos responde el amor. ¿En qué te le puedo más mostrar que querer para ti lo que quise para Mí? Mira estas llagas, que nunca llegaron aquí tus dolores” (Las Relaciones 36, 1).

Recomendación

“Sólo quiero que estéis advertidas que, para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced. Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar, en cuanto pudiéremos, no le ofender” (Moradas IV, 1, 7).

Papa, Ángelus, Fieles Difuntos: recordar a todos, también aquellos que nadie recuerda

En la Solemnidad de Todos los Fieles Difuntos, el Papa Francisco rezó el Ángelus dominical junto a miles de fieles romanos y peregrinos procedentes de Italia y de diversos países que se dieron cita en la Plaza de San Pedro para escuchar sus palabras y recibir su bendición. 
Recordando la celebración de Todos los Santos en el día de ayer,  el Obispo de Roma destacó el vínculo que une estas dos solemnidades, unidas entre ellas como “la alegría y las lágrimas  encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza”.
Jesús mismo nos ha revelado que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta, y con esta fe, constató el Papa, nos detenemos también espiritualmente ante las tumbas de nuestros seres queridos.
Pero hoy, subrayó el Obispo de Roma, estamos llamados a recordar a todos, también aquellos que nadie recuerda: las víctimas de las guerras y de las violencias, tantos pequeños del mundo aplastados por el hambre y por la miseria. Los hermanos y hermanas asesinados por ser cristianos y cuantos han sacrificado su vida por servir a los demás. 
Invitando a confiar al Señor a quienes nos han dejado en el curso de este último año, el Papa recordó la tradición de la Iglesia que exhorta a rezar por los difuntos ofreciendo, en particular, la Celebración Eucarística. Y destacó que el fundamento de la oración del sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo Místico.
El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios , agregó el Pontífice,  son testimonio de una confiada esperanza, radicada en la certeza que la muerte no es la última palabra sobre el destino humano, porque el hombre no está destinado a una vida sin límites, que tiene su raíz y su cumplimiento en Dios. 
Finalmente, la invitación a dirigirnos con ”esta fe en el destino supremo del hombre” a la Virgen, para que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender siempre más el valor de la oración de sufragio por los difuntos y a no perder jamás de vista la meta última de la vida que es el Paraíso.

¡Esperanza en la piedad de Dios, que no defrauda! alienta el Papa

Cuando en la primera Lectura he sentido esta voz del Ángel que gritó con voz fuerte a los cuatro ángeles a los cuales se les había concedido devastar la Tierra y el Mar, destruir todo: “No devasten la Tierra ni el Mar ni las plantas”, a mí me ha venido a la mente una frase que no está aquí, pero que está en el corazón de todos nosotros: “Los hombres son capaces de hacerlo, mejor que ustedes”. Nosotros somos capaces de devastar la Tierra mejor que los ángeles. Y esto lo estamos haciendo. Esto lo hacemos: devastar la Creación, devastar la vida, devastar la cultura, devastar los valores, devastar la esperanza. Y cuánta necesidad tenemos de la fuerza del Señor para que nos selle con su amor y con su fuerza para detener esta loca carrera de destrucción. Destrucción de aquello que Él nos ha dado; de las cosas más bellas que Él ha hecho por nosotros, para que nosotros las lleváramos adelante, las hiciéramos crecer, dar frutos. 

Cuando en la sacristía miraba las fotografías de hace 71 años, he pensado: “Esto ha sido muy grave, muy doloroso. Pero esto no es nada en comparación con lo que sucede ahora”. El hombre se ha adueñado de todo, se cree Dios, se cree el Rey. Y las guerras, las guerras que continúan, no precisamente sembrando semillas de vida. Para destruir. Pero, es la industria de la destrucción. Es un sistema, también, de vida, que cuando las cosas no se pueden arreglar, se descartan: se descartan los chicos, se descartan los ancianos, se descartan los jóvenes sin trabajo. Esta devastación ha hecho la cultura del descarte. Se descartan los pueblos. Esta es la primera imagen que me ha venido a mí cuando he sentido esta Lectura. 

 La segunda imagen, en la misma Lectura: esta muchedumbre inmensa, que ninguno podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua … Los pueblos, la gente … Ahora está comenzando a hacer frio : estos pobres, que deben escapar al desierto para salvar la vida, de sus casas, de sus pueblos, de sus villorrios… y que viven en carpas, sienten el frio, sin medicinas, hambrientos… porque el dios-hombre se ha adueñado de la Creación, de todo aquello hermoso que Dios ha hecho para nosotros. Y ¿quién paga la fiesta? ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, aquellos que personalmente han ido a terminar en el descarte. Y esto no es una historia antigua: sucede hoy. “Pero, Padre, eso pasa lejos …” – También aquí! [En] todas partes. Pasa hoy en día. Diré más: pareciera que esta gente, estos niños hambrientos, enfermos, parece que no contasen, que sean de otra especie, que no sean humanos. Y esta muchedumbre está delante de Dios y pide: “¡Por favor, salvación! ¡Por favor, paz! ¡Por favor, pan! ¡Por favor, trabajo! ¡Por favor, hijos y abuelos! ¡Por favor, jóvenes con la dignidad de poder trabajar!”. Pero los perseguidos, entre ellos, aquellos que son perseguidos por la fe… “Entonces uno de los ancianos se dirigió a mí y dijo: ‘¿Estos quiénes son, vestidos de blanco?’ - ¿quiénes son?, ¿de dónde vienen? – ‘Son aquellos que vienen de la Gran Tribulación y que han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero’”. 


Y hoy, sin exagerar, hoy, en el día de Todos los Santos, quisiera que nosotros pensáramos en todos estos, los santos desconocidos. Pecadores como nosotros, peor que nosotros, pero destruidos. A esta tanta de gente que viene de la Gran Tribulación: la mayor parte del mundo está en tribulación. Y el Señor santifica a este pueblo, pecador como nosotros, pero lo santifica con la tribulación. Y al final, la tercera imagen. Dios. La primera, la devastación; la segunda, las víctimas; la tercera, Dios. Dios: “Nosotros desde ahora somos hijos de Dios”, hemos escuchado en la segunda lectura. “Pero lo que seremos no ha sido todavía revelado. Pero sabemos que cuando Él se habrá manifestado nosotros seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es”, es decir: la esperanza. Y esto es la bendición del Señor que todavía tenemos: la esperanza. La esperanza que tenga piedad de su pueblo, que tenga piedad de aquellos que están en la Gran Tribulación. También, que tenga piedad de los destructores y se conviertan. Y así, la santidad de la Iglesia va adelante: con esta gente, con nosotros que veremos a Dios como Él es. Y ¿cuál debe ser nuestra actitud, si queremos entrar en este pueblo y caminar hacia el Padre, en este mundo de devastación, en este mundo de guerras, en este mundo de tribulación? 

Nuestra actitud, lo hemos escuchado en el Evangelio: es la actitud de las Bienaventuranzas. Solamente este camino nos llevará al encuentro con Dios. Solamente este camino nos salvará de la destrucción, de la devastación de la tierra, de la creación, de lo moral, de la historia, de la familia, de todo. Solamente este camino: pero nos hará pasar cosas feas, ¿eh? Nos traerá problemas. Persecuciones. Pero solamente este camino nos llevará adelante. Y así, este pueblo que tanto sufre hoy por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo va adelante con las Bienaventuranzas, con la esperanza de encontrar a Dios, de encontrar cara a cara al Señor, con la esperanza de hacernos santos, en aquel momento del encuentro definitivo con Él. 

El Señor nos ayude y nos de la gracia de esta esperanza, pero también la gracia de la valentía para salir de todo aquello que es destrucción, devastación, relativismo de vida, exclusión de los otros, exclusión de los valores, exclusión de todo aquello que el Señor nos ha dado: exclusión de paz. Nos libre de esto, y nos de la gracia de caminar con la esperanza de encontrarnos un día cara a cara con Él. Y esta esperanza hermanos no defrauda.

ORACIÓN POR LOS DIFUNTOS, DE LA TRADICIÓN BIZANTINA

En este día recordamos a todos los Fieles Difuntos y oramos, de forma particular, por aquellos que aún se están purificando para llegar a encontrarse con Dios... en especial, ofrezcamos una oración por aquellas almas más olvidadas, que no tienen a nadie que ofrezca sus oraciones por ellos...
Oración por los difuntos
(de la tradición bizantina)

Dios de los espíritus y de toda carne,
que sepultaste la muerte,
venciste al demonio
y diste la vida al mundo.
Tú, Señor, concede al alma
de tu difunto siervo N. (nombre del difunto),
el descanso en un lugar luminoso,
en un oasis, en un lugar de frescura,
lejos de todo sufrimiento,
dolor o lamento.

Perdona las culpas por él cometidas
de pensamiento, palabra y obra,
Dios de bondad y misericordia;
puesto que no hay hombre
que viva y no peque,
ya que Tú sólo eres Perfecto
y tu Justicia es justicia eterna
y tu Palabra es la Verdad.

Tú eres la Resurrección,
la Vida y el descanso del difunto,
tu siervo N.


Oh Cristo, Dios nuestro.
Te glorificamos junto con el Padre
no engendrado
y con tu santísimo, bueno
y vivificante Espíritu. Amén.

MURAMOS CON CRISTO, Y VIVIREMOS CON ÉL. DE SAN AMBROSIO.



Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.

En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como iría sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.

¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.

¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.

Del libro de san Ambrosio, obispo, sobre la muerte de su hermano Sátiro