Todo ser humano tiene ante sí el hecho insoslayable de la muerte, que a medida que pasan los años la
sufre en seres muy queridos, con la posible experiencia de despojo, de dolor,
cabe que de nostalgia y de ausencia, hasta es posible que de miedo.
Todas las religiones aspiran de algún modo a una relación
con los seres queridos que nos han precedido. En el cristianismo se conmemora a
los fieles difuntos y se invita de manera especial a orar por ellos. La clave
cristiana es la contemplación de la muerte de Cristo, que padeció, murió y
resucitó.
La sociedad actual con su cultura presentista, se escabulle, a veces,
con una pirueta evasiva, de la realidad de la muerte, y convierte en mueca lo
que no soporta, engañándose y llegando así a un muro infranqueable.
Son muchas las reacciones posibles ante la verdad y la realidad
de lo pasajero de nuestra existencia en este mundo. Los filósofos han
reaccionado con pensamientos más o menos estoicos; los ascetas, ante el hecho
de tener que morir, han podido anticipar en su cuerpo los rigores del despojo y
hasta el desprecio de lo corpóreo.
Hoy parece que no es estética la muerte, ni correcto pensar
en ella, a pesar de que todos los días nos llegan noticias de la muerte de
personas conocidas, o de accidentes estremecedores, y de violencias
exterminadoras. Una reacción actual ante los hechos más dramáticos, que pueden
ser de genocidios o de epidemias mortales, es convertirlos en espectáculo, en
dialéctica, hasta en piedra arrojadiza contra lo que se siente adverso o
amenazador.
Los santos han vivido la realidad de la muerte con
serenidad, y de su meditación han sacado sabiduría. Han resuelto vivir como
quien va de paso. San Francisco de Asís, en el cántico de las criaturas, se
atreve a decir: “Y por la hermana muerte, loado mi Señor”. Sam Ignacio de
Loyola invita en los Ejercicios Espirituales a meditar sobre las postrimerías,
en concreto sobre la muerte: “No querer pensar en cosas de placer ni alegría,
como de gloria, resurrección, etc.; porque para sentir pena, dolor y lágrimas
por nuestros pecados impide cualquier consideración de gozo y alegría; mas
tener delante de mí quererme doler y sentir pena, trayendo más en memoria la
muerte, el juicio” (EE 76).
Es lapidaria la
frese del duque de Gandía, San Francisco de Borja, sucesor de San Ignacio de Loyola, quien al ver
muerta a la emperatriz a la que tanto había amado, resolvió “no servir más a
señor que se me pueda morir”.
Santa Teresa de Jesús, como pedagogía y disposición
adecuadas, ante el paso que todos deberemos dar de dejar esta vida, nos enseña
a vivir desasidos: “¡Oh, si no estuviésemos asidos a nada ni tuviésemos puesto nuestro
contento en cosa de la tierra, cómo la pena que nos daría vivir siempre sin Él (Cristo)
templaría el miedo de la muerte con el deseo de gozar de la vida verdadera!” (Vida 21,
6).