jueves, 2 de abril de 2015

JUEVES SANTO.



 La compasión solidaria de Jesús se hace gesto y signo sacramental en la Eucaristía. La Eucaristía es la máxima expresión del “darse” de Cristo y de su gratuidad incondicional. Por eso como ha dicho el papa Francisco “no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles (EG 47).Si en la Pascua judía el signo de la acción liberadora de Dios es la sangre y el sacrificio, en la Última Cena lo es el cuerpo partido y repartido de Jesús, accesible a todos como alimento básico para la vida del mundo. Del mismo modo la Eucaristía no es algo “accidental” en la existencia de Jesús, sino que fue gestándose a lo largo de toda su vida y conduciéndole hacia la entrega total en sus palabras, en sus gestos y encuentros con la gente, especialmente con la más herida y vulnerada.

            En el contexto cultural contemporáneo a Jesús el imaginario del banquete mesiánico (Is 25, 6-10) como el gran signo de la irrupción de la novedad de Dios en la historia tenía mucha fuerza entre los creyentes judíos. Por eso Jesús desde la experiencia inclusiva del amor compasivo del Abba, lo va a historizar y radicalizar tanto con sus parábolas (Mt 22,4) como con sus hechos: practicando una comensalidad abierta (Lc 15,2). Sus comidas con pecadores, publicanos y prostitutas inauguran un nuevo orden cuyo centro es el amor y la compasión más que la ley y las tradiciones excluyentes. Esta práctica de Jesús sitúa en condiciones de igualdad a todos los seres humanos en su accesibilidad Dios y a los bienes de la tierra. Por eso algunos teólogos y teólogas afirman a Jesús le mataron por su  forma de compartir la mesa  y por con quienes eligió hacerlo.

Las comidas de Jesús quiebran la imagen de un Dios sólo para selectos y revelan aun Dios cuyo ser y hacer es misericordia en acción, compasión solidaria, cercanía e identificación con los y las excluidas. Pero la Ultima Cena de Jesús  no es tampoco una de tantas comidas de Jesús, sino que tiene un carácter de “memorial” de “testamento”. Jesús es consciente que en torno a él se va cerrando un cerco y busca la intimidad con sus discípulos para compartirles los secretos de su corazón y para ratificar su deseo de entrega, de seguir adelante en la misión que el Abba le ha encomendado. Por eso La Última Cena es un compendio de lo que ha sido la vida de Jesús. Su originalidad radica también en que Jesús es el “anfitrión” y se presenta a la vez como “el que sirve”, algo absolutamente inusual en la mentalidad judía donde quienes servían en las comidas eran las mujeres, y los esclavos. Al hacerlo Jesús ocupa su lugar.

Este mismo sentido es el que expresa el texto del Lavatorio. El  testamento que Jesús nos deja a sus seguidores y seguidoras es el servicio. Este Jesús “agachado”, con jofaina y toalla en mano, rompe la dialéctica del amo y del esclavo y nos revela a un Dios identificado con los últimos, sirviendo desde abajo e inaugurando desde ese lugar la horizontalidad del Reino, la gran fiesta de la fraternidad humana. Celebrar la Eucaristía, comulgar a Cristo es identificarnos con su persona y su proyecto como servidores y servidoras de la fraternidad humana.“Haced esto en memoria mía”, es seguir actualizando la existencia al modo de Jesús. La Eucaristía no es un rito sino una  dinámica existencial. Comer a Jesús es actualizar su memoria transformadora en nuestro mundo, por eso nunca es un tranquilizante, sino más bien un riesgo.


¿A qué riesgos nos invitan hoy nuestras Eucaristías?

Artículo escrito por Pepa Torres en REVISTA HOMILÉTICA 2015

El lavatorio de los pies

"Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía"(Jn).

Este es el contraste: la libertad que no quiere amar y la libertad que se da sin tasa. La conciencia que Cristo tiene de su misión es total. Él sabe su origen como Hijo engendrado eternamente por el Padre e Hijo de los hombres, cabeza de toda la humanidad, y sabe que su camino de vuelta al Padre pasa por medio del dolor y del amor, del servicio como Siervo doliente que ama consiguiendo el perdón.
El ambiente es religioso y solemne. Todos miran a Jesús que hace un signo sorprendente: lavar los pies de los discípulos.

Jesús "se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido"(Jn). Momentos antes los discípulos discutían "sobre cuál era el mayor"; no parece una discusión para situarse más arriba unos que otros, sino para estar más cerca del Maestro. Le querían mucho y le conocían bien. Se daban cuenta de que quería decirles muchas cosas y también de que era muy sensible a su cariño. Con el trato, el respeto había aumentado, pero también el amor. Quieren estar cerca del Señor y se establece una rivalidad amistosa.

Por fin se sientan y se acomodan más o menos a gusto. Y entonces Jesús les muestra el mejor modo de querer. El orden de la caridad va a ser muy distinto del modo anterior. Jesús ama sirviendo; y, sirve como lo hace un esclavo a sus señores. La sorpresa debió ser grande, y es precisamente Pedro quien manifiesta el estupor general. Su temperamento y su amor apasionado a Jesús aparecen de nuevo: "Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?"(Jn). Pedro comprende de manera particular lo profundo de la humillación del Señor, y se rebela, no la acepta. Pedro percibe la distancia entre un pecador como él y Jesús. Por eso le cuesta comprender que Jesús se humille tanto.

Es evidente que Jesús quiere revelar el valor de la humildad, del servicio y la necesidad de la purificación para acceder a la Eucaristía. Pero no se trata de una lección más de las muchas que han recibido; se trata de una nueva revelación de la intimidad de Dios. Quiere manifestarse como el Siervo de Yavé que purifica los pecados de todos por la vía del dolor, como dice Isaías. Pedro sabe que Dios es Amor, pero ver de rodillas el amor humilde de Dios, le parece demasiado. Pedro ama a Jesús y sabe que el Señor también le ama, pero es consciente de la distancia entre ambos. Tanto el amor de Pedro como el de Jesús son entrega, pensar en el otro, querer el bien del otro, pero en Jesús,“el mayor sirve al menor”, hasta el extremo de que Dios sirve al hombre, incluso al hombre sucio por el pecado, es decir, al hombre que no le ama. Esa es la diferencia y a Pedro le cuesta aceptarla; se resiste.

La resistencia de Pedro es significativa. A una mirada superficial puede parecer un inconstante, pues pasa de una afirmación tajante a la contraria en un abrir y cerrar de ojos, pero no es así. "Respondió Jesús: lo que yo hago no lo entiendes tú ahora, lo comprenderás después. Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás. Le respondió Jesús: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Simón Pedro le replicó: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza"(Jn). El Maestro conoce bien a su discípulo, y le convence con el argumento que más hondo le puede llegar: o conmigo o contra mí. Pedro no puede soportar estar alejado del Señor. Su queja y su rebeldía manifiestan un amor muy grande, pero imperfecto. Es un amor que le oscurece la mirada, no comprende la grandeza de aquella humillación, ni el significado de aquel servicio. Jesús le disculpa "lo comprenderás después". Lo comprenderá cuando tenga que amar a otros inferiores a él. Sabrá algo del amor divino cuando realmente llegue a amar a otros, menos santos, con menos prestigio o menos autoridad, aprenderá a servir sin ningún ademán de desprecio. Es más, llegará a amar a los que le desprecien, porque su amor será de un nivel divino. Pero ahora todavía su amor es muy humano; no es el amor de un verdadero santo, de un hombre de Dios.

Jesús le había dicho "el que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, pues todo él está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos"(Jn). Y aquel "no todos" se clava como una flecha en su alma: ¿de quién habla?

Jesús realizó la ceremonia del lavatorio con detenimiento. Los purifica uno a uno en medio de un silencio tenso. Todos se dejan lavar mientras se examinan.

Y por fin Jesús explica con palabras el significado del signo: "Después de lavarles los pies tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa, y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, vosotros también os debéis lavar los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que así hagáis vosotros. en verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que el que le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis seréis bienaventurados"(Jn).

Es la última bienaventuranza antes de la Pasión, y como un compendio de las muchas que fue diciendo a lo largo de su vida pública, además de las ocho del Sermón del Monte: Bienaventurado el que sirve porque sabe amar como Dios ama.

Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias

"Dios ama a cada uno de nosotros, sin límites", el Papa visita cárcel romana

 La tarde de este Jueves Santo el Papa dejó el Vaticano para dirigirse a la cárcel romana de Rebibbia donde se encontró con los allí detenidos. En la adyacente iglesia “Padre Nuestro”, el Obispo de Roma celebró la Misa “in Coena Domini” durante la cual lavó los pies a algunos encarcelados y encarceladas del cercano centro penitenciario femenino.
El Papa Francisco en su homilía recordó que Jesús nos ama sin límites. “El amor de Jesús siempre es más, siempre es más, no se cansa de amar a ninguno. Ama a todos nosotros, hasta el punto de dar la vida por nosotros”. E insiste: “a cada uno, con nombres y apellidos”, “y no defrauda jamás, porque no se cansa de amar, no se cansa de perdonar, no se cansa de abrazarnos”, agregó.
Antes de empezar con el rito del lavatorio de los pies, el Papa explicó a los presentes cuál es su origen, y recordó que antiguamente la gente cuando llegaba a una casa tenía los pies sucios del polvo del camino, ya que antes las calles no estaban adoquinadas, y se los lavaban a la entrada de las casas. Pero esto no lo hacía todos, “lo hacían los esclavos”, explica. “Y Jesús lava, como esclavo, nuestros pies, los pies de los discípulos”. Así, explica “es tanto el amor de Jesús que se ha hecho esclavo para servirnos, para curarnos, para limpiarnos”.  
“En nuestro corazón tenemos que tener la certeza, tenemos que estar seguros de que el Señor, cuando nos lava los pies, nos lava todo, nos purifica, nos hace sentir otra vez su amor”. El  Papa termina su homilía diciendo que hoy lava los pies a doce presos, pero en estos doce están todos, todos, “todos aquellos que viven aquí” y añadió que él también tiene necesidad de ser lavado por el Señor, así pidió a los presentes que rezaran para que el Señor lave sus suciedades. 

Una vez más Francisco vuelve a celebrar la misa “in Coena Domini” en un lugar de periferia existencial, en medio a los hermanos más necesitados: en centros de detención o de enfermos. Recordemos que en 2013 el Papa Bergoglio fue a la cárcel de menores de Casal del Marmo y en 2014 al centro para discapacitados de Don Gnocchi.

El Papa Francisco explica el Triduo Pascual en su catequesis

El Triduo Pascual
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Mañana es Jueves Santo. En la tarde, con la Santa Misa “en la Cena del Señor” iniciará el Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que es el culmen de todo el año litúrgico y también el culmen de nuestra vida cristiana.

El Triduo se abre con la conmemoración de la Última Cena. Jesús, en la vigilia de su pasión, ofreció al Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las formas del pan y del vino y, donándolos como alimento a los apóstoles, les ordenó que perpetuaran la ofrenda en su memoria. El Evangelio de esta celebración, recordando el lavatorio de los pies, expresa el mismo significado de la Eucaristía bajo otra perspectiva. Jesús – como un siervo – lava los pies de Simón Pedro y de los otros once discípulos (cfr. Jn 13,4-5).

Con este gesto profético, Él expresa el sentido de su vida y de su pasión, como servicio a Dios y a los hermanos: “Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mc 10,45). 

Esto sucedió también en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos ha lavado del pecado y nos hemos revestido de Cristo (cfr. Col 3,10). Esto sucede cada vez que realizamos el memorial del Señor en la Eucaristía: hacemos comunión con Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento, aquel de amarnos como Él nos ha amado (cfr. Jn 13,34; 15,12). Si nos acercamos a la Santa Comunión sin estar sinceramente dispuestos a lavarnos los pies los unos a los otros, no reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús donándose a sí mismo, totalmente.

Después, pasado mañana, en la liturgia del Viernes Santo, meditamos el misterio de la muerte de Cristo y adoramos la Cruz. En los últimos instantes de vida, antes de entregar el espíritu al Padre, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30). ¿Qué significa esta palabra, que Jesús diga: “Todo se ha cumplido”? Significa que la obra de la salvación está cumplida, que todas las Escrituras encuentran su pleno cumplimiento en el amor de Cristo, Cordero inmolado. Jesús, con su Sacrificio, ha transformado la más grande iniquidad en el más grande amor.

A lo largo de los siglos encontramos hombres y mujeres que con el testimonio de su existencia reflejan un rayo de este amor perfecto, pleno, incontaminado. Me gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, Don Andrea Santoro, sacerdote de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Unos días antes de ser asesinado en Trebisonda, escribía: “Estoy aquí para habitar en medio de esta gente y permitir hacerlo a Jesús, prestándole mi carne… Nos hacemos capaces de salvación sólo ofreciendo la propia carne. El mal del mundo hay que llevarlo y el dolor hay que compartirlo, absorbiéndolo en la propia carne hasta el final, como lo hizo Jesús”. (A. Polselli, Don Andrea Santoro, las herencias, Città Nuova, Roma 2008, p. 31). Que este ejemplo de un hombre de nuestros tiempos, y tantos otros, nos sostengan en el ofrecer nuestra vida como don de amor a los hermanos, a imitación de Jesús. Y también hoy hay tantos hombres y mujeres, verdaderos mártires que ofrecen su vida con Jesús para confesar la fe, solamente por aquel motivo. Es un servicio, servicio del testimonio cristiano hasta la sangre, servicio que nos ha hecho Cristo: nos ha redimido hasta el final. ¡Y es éste el significado de aquella frase “Todo se ha cumplido”!

Qué bello será que todos nosotros, al final de nuestra vida, con nuestros errores, nuestros pecados, también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al prójimo, podamos decir al Padre como Jesús: ¡“Todo se ha cumplido”! Pero no con la perfección con la que lo dijo Jesús sino decir: “Señor, he hecho todo lo que podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”! Adorando la Cruz, mirando a Jesús, pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires cristianos. Y también nos hará bien pensar en el fin de nuestra vida. Ninguno de nosotros sabe cuándo sucederá esto, pero podemos pedir la gracia de poder decir: “Padre, he hecho todo lo que podía hacer”. ¡“Todo se ha cumplido”!

El Sábado Santo es el día en el cual la Iglesia contempla el “reposo” de Cristo en la tumba después del victorioso combate en la Cruz. En el Sábado Santo, la Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe está recogida en ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta creyente. En la oscuridad que envuelve la creación, Ella se queda sola para tener encendida la llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cfr. Rm 4,18) en la Resurrección de Jesús.

Y en la grande Vigilia Pascual, en la cual resuena nuevamente el Aleluya, celebramos a Cristo Resucitado, centro y fin del cosmos y de la historia; vigilamos plenos de esperanza en espera de su regreso, cuando la Pascua tendrá su plena manifestación.

A veces, la oscuridad de la noche parece que penetra en el alma; a veces pensamos: “ya no hay nada más que hacer”, y el corazón no encuentra más la fuerza de amar…Pero precisamente en aquella oscuridad Cristo enciende el fuego del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio, algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es más noche y tiene más oscuridad antes que comience la jornada. Pero, justamente, en aquella oscuridad está Cristo que vence y que enciende el fuego del amor. La piedra del dolor ha sido volcada dejando espacio a la esperanza. ¡He aquí el gran misterio de la Pascua! En esta santa noche la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no exista el lamento de quien dice “ya…”, sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: Cristo ha vencido la muerte y nosotros con Él. Nuestra vida no termina delante de la piedra de un Sepulcro, nuestra vida va más allá, con la esperanza al Cristo que ha resucitado, precisamente, de aquel Sepulcro. Como cristianos estamos llamados a ser centinelas de la mañana que sepan advertir los signos del Resucitado, como han hecho las mujeres y los discípulos que fueron al sepulcro en el alba del primer día de la semana.

Queridos hermanos y hermanas, en estos días del Triduo Santo no nos limitemos a conmemorar la pasión del Señor sino que entremos en el misterio, hagamos nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol Pablo: “Tengan en ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). Entonces la nuestra será una “buena Pascua”.
(Traducción del italiano: María Cecilia Mutual - RV)

Loa signos del pan y del vino


En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación de Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de El, hasta su retomo glorioso, lo que El hizo la víspera de su pasión: “Tomó pan...”, “tomó el cáliz lleno de vino...”. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104, 13-15), fruto “del trabajo del hombre”, pero antes, “fruto de la tierra” y “de la vid”, dones del Creador La Iglesia ve en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que “ofreció pan y vino” (Gn 14, 18), una prefiguración de su propia ofrenda (cf MR, Canon Romano 95).

En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8, 3). Finalmente, el  pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El “cáliz de bendición” (1 Co 10, 16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición  del pan y del  cáliz.

Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el  Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf Mt 14, l3- 21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2, 11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde  los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14, 25) convertido en sangre de Cristo.