domingo, 18 de enero de 2015

"Este es el Cordero de Dios".

Evangelio según San Juan 1,35-42.
Estaba Juan Bautista otra vez allí con dos de sus discípulos
y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: "Este es el Cordero de Dios".
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús.
El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué quieren?". Ellos le respondieron: "Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?".
"Vengan y lo verán", les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro.
Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo.

Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas", que traducido significa Pedro.

LA PRIMERA VEZ (Jn 1,35-42)

La escena que la liturgia nos presenta este domingo en el Evangelio, es sin duda alguna una de las más estremecedoras: el encuentro de Jesús con sus dos primeros discípulos. Aquí está el comienzo de toda una aventura insospechada e inimaginable.


           Jesús pasa, el profeta lo señala. Una mirada que se hace en seguida confesión. “Es el Cordero de Dios”: el cordero sacrificado como ofrenda, el cordero comido como recuerdo de la salvación y fidelidad de Dios. Es importante esa mirada y esa confesión del Bautista, sin las cuales aquellos dos discípulos no habrían sabido quién era Aquel que pasaba ni habría sucedido todo lo que aconteció tras su paso. El Bautista simplemente miró, señaló y confesó; no hizo lo más importante, pero esto no habría acontecido sin lo que le correspondió a él. El resto lo hizo Dios.

            Una pregunta y una casa. Aquellos dos discípulos comenzaron a seguir a Jesús, con un seguimiento henchido de búsquedas y de preguntas: el haber encontrado al maestro de su vida, el querer conocer su casa, el comenzar a convivir con él y a vivirle a él. El Evangelio dará cuenta de todas las consecuencias de este encuentro, de estas búsquedas y preguntas iniciales. Aquí está sólo el germen, pero tan incisivo e imprescindible, tan fundamental y tan fundante para el resto de sus vidas, que Juan evangelista no olvidará anotar cuando escriba esta página, ya anciano, la hora en que esto sucedió: las 4 de la tarde. Así sucede siempre con todo amor-Amor: no olvida jamás el instante de la 1ª vez aunque se le olviden tantas otras cosas.

            Este fue el inicio. Luego vendrá toda una vida, consecuencia de aquello que sucedió a la hora décima cuando vieron pasar a Jesús: el Tabor y su gloria, la última cena con su intimidad junto al costado del Maestro, Getsemaní y su sopor, el pie de la cruz, el sepulcro vacío y la postrera pesca milagrosa, el cenáculo y María en la espera del Espíritu, Pentecostés y la naciente Iglesia... tantas cosas con todos los matices que la vida siempre dibuja. Todo comenzó entonces a las 4 de la tarde, hace ahora 2000 años.

            La misión incontenible. Finalmente, aquellos discípulos no se encerraron en la casa de Jesús ni detuvieron el reloj del tiempo. Salieron de allí, y dieron las cinco y las seis, y las mil horas siguientes. Y a los que encontraban les narraban con sencillez lo que a ellos les había sucedido, permitiendo así que Jesús hiciera con los demás lo que con ellos había hecho. ¿No es esto el Cristianismo?

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo