lunes, 30 de agosto de 2010

El que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla será engrandecido

Con la parábola del  banquete de bodas, Jesús nos sigue interpelando a nosotros, ahora:
Vivimos en una sociedad en la que lo importante es triunfar, en el trabajo, en el poder, en la riqueza.
Hacemos cosas que están bien, como por ejemplo ser buenos en nuestro trabajo, pero siempre nos gusta que nos alaben, que nos digan lo buenos que somos. Es decir, queremos ser de los primeros, destacar del resto.
Sin embargo Jesús nos enseña a ser humildes.

 Lo hace comenzando por los invitados. Había uno que se colocó en el primer lugar, pero llegó otro más importante y al dueño no le queda más remedio que quitarle su lugar y darle otro menos importante.

La segunda enseñanza se refiere directamente al anfitrión. Si invitas solo a tus iguales, que pueden regresarte la invitación, no tienes ningún merito. Debe pues utilizar bien sus riquezas: invitar pobres, ciegos, cojos, aquellos que ¡no tienen nada que dar en cambio! Entonces la recompensarte será Dios mismo!

La humildad nace del reconocimiento de sentirse pequeño y desvalido a los ojos de Dios.
San Agustín afirmaba: “Lo que haces de malo es obra tuya; lo que haces de bueno es mérito de la misericordia de Dios. Por tanto, cuando hagas el bien no te lo atribuyas, y además de no atribuírtelo, da gracias a Dios como un don suyo”.

El humilde muestra su sabiduría aceptando la corrección y considerando positivamente las opiniones de los demás.

Su actitud contrasta con la del soberbio que considera mérito propio todo lo que hace, impone sus opiniones, no se rebaja ante nadie y muestra una conducta arrogante y autosuficiente.
Pidamos a Dios que nos ayude a ser humildes, que sepamos colocarnos en los últimos puestos, que seamos discretos en la ambición y modestos en la autoestima. Y así cada vez estaremos  más cerca de nuestro Señor y de nuestra completa felicidad.
H de Carmen

1 comentario:

  1. Para reflexionar:
    San Bernardo: «Si supiéramos con claridad cuál es el lugar que Dios tiene para cada uno, deberíamos asentir a esa verdad, sin colocarnos nunca jamás ni por encima ni por debajo de este lugar. Pero en el estado en que nos encontramos, los decretos de Dios se nos presentan envueltos en tinieblas, y su voluntad permanece oculta. Es pues, según el consejo del que es la misma Verdad, mucho más seguro escoger el último lugar de donde se nos sacará, acto seguido, honrándonos con otro mejor. Si pretendes pasar por una puerta, cuyo dintel es excesivamente bajo, en nada te perjudicará por más que te inclines; te perjudicará, en cambio, si te yergues aun cuando no sea más que un dedo sobre la altura de la puerta, de suerte que te arrearás un coscorrón y te romperás la cabeza. Por ello, no hay que temer en absoluto una humillación por grande que sea, pero hemos de tener gran horror y temor al más mínimo movimiento de temeraria presunción».

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