El tiempo de Adviento es una gracia inmensa que el Señor nos concede para agrandar el corazón. ¿Qué nos enseña la Virgen María en este camino que hace para visitar a su prima Isabel?
El tiempo de Adviento es una gracia inmensa que el Señor nos concede a través de su Iglesia para agrandar el corazón y ver con más intensidad la necesidad de acercarle a nuestra vida y de hacerle sitio en esta historia que construimos los hombres. De tal manera que, quienes creemos, aportemos a esta historia que hacemos los hombres aquello que solamente el Señor y quienes ponen la vida en sus manos dan gratuitamente a este mundo: regalando, dando rostro humano y haciendo presente el Amor y la Misericordia de Él con obras y palabras. En este sentido, cuando pensé en la audacia que hemos de tener los discípulos de Cristo, y que nos viene urgida en este tiempo de Adviento, me dije a mí mismo: ¿por qué no proponer valores, vivir la misericordia y el Amor del Señor? Y se me ocurrió meditando esa página del Evangelio que tantas veces hemos leído y escuchado: la Visitación (cfr. Lc 1, 39-45). Nunca perdamos la capacidad de soñar. Nunca tengamos la tentación de creernos que tenemos todo, entre otras cosas porque es mentira. Siempre hay vacíos. El problema es creernos llenos, es entonces cuando dejamos de soñar. Soñemos que el mundo se puede cambiar y que todo depende de lo que tengamos en nuestro corazón.
La Santísima Virgen María nos enseña a soñar desde el corazón del Evangelio. ¡Qué fuerza tiene en su vida la propuesta que Dios le hace a través del ángel para dar rostro a Dios! ¡Qué hondura alcanza en su existencia el saber que «para Dios nada hay imposible»! Cuando se cree en esto, se comienza a soñar; pero, además, se comienza a ver que no es un sueño irrealizable, que Dios nos acompaña y lo hace realidad con su gracia y con su fuerza, a pesar de nuestros límites. Dios quiere que tengamos y propongamos valores grandes, esos que hacen del mundo una gran familia; que nos situemos viviendo su misericordia, porque nadie sobra, todos somos necesarios, todos somos hijos de Dios; y, por otra parte, que el amor del Señor sea nuestra fuerza, nuestra enseña, nuestra arma para cambiar este mundo.
¿Qué nos enseña la Virgen María en este camino que hace para visitar a su prima Isabel? 1. Aprendamos a salir al mundo por los caminos reales que tiene; 2. Sorteemos las dificultades, pero no de cualquier manera; 3. Llevemos la presencia de Dios y hagamos sentirla a quienes nos encontramos por el camino.
1. Aprendamos a salir al mundo por los caminos reales que tiene: se trata de encontrarnos con todos los hombres. Dios ha venido a encontrarse con todos. Quienes creemos en Él tenemos la tarea de salir e ir a todos. ¡Qué belleza tiene la salida de María! Después de saber que va a ser Madre de Dios, que ya en su vientre está Él, sale. Marcha aprisa y atraviesa una región montañosa. Ella nos enseña a no estar satisfechos y encerrados en nosotros mismos. Nos alienta a salir y dar satisfacción a los demás, aunque para ello tengamos que hacer caminos nada fáciles. María, cuando se hace vasija que contiene a Dios, observa todo lo que les falta a los hombres. Ve que lo que más hace falta es curar, librar, liberar, hacer el bien, descubrir la belleza que tiene la vida cuando Dios se aproxima a todas las situaciones de los hombres. Las circunstancias más negras, más tristes, nos deben hacer salir a los caminos de los hombres para hacerles ver la dignidad que tiene todo ser humano como imagen real que es de Dios. Estar en el camino para liberar a quienes padecen, conscientemente o no, la esclavitud. María se puso en camino y, llevando a Dios en su seno, enseñó solidaridad con todos los hombres, pues quien llevaba en su vientre venía para salvarnos a todos, para devolvernos la dignidad. María iba por el camino llevando paz, haciendo paz, dando ejemplo de paz. Llevaba a la Paz misma, llevaba el Reino de los cielos, que es Cristo mismo.
2. Sorteemos las dificultades que nos encontremos en el camino, pero no de cualquier manera: hay que hacerlo como Dios mismo nos enseña y como la primera discípula del Señor lo hizo. No se quejó ni de las distancias ni de las dificultades. Como buena mujer que tantas veces habría meditado la Escritura, sabía que el Dios que la había pedido la vida para tomar rostro humano había recibido numerosas quejas del pueblo de Israel en muchos momentos, pero su respuesta era la misericordia. Seguro que había meditado muchas veces lo que el libro del Éxodo nos cuenta cuando narra las quejas del pueblo de Dios en Egipto: llora porque es esclavo en Egipto, y Dios lo libera; más tarde, en el desierto se queja porque no tiene que comer, y Dios envía codornices y maná. Pero las quejas no cesan. Moisés hace de mediador entre Dios y el pueblo, y también se quejó a Dios. Pero Dios tuvo paciencia, que es una dimensión esencial de la fe. María atraviesa el camino fiándose de Dios, con la misma paciencia de Dios. ¡Qué maravilloso resulta ver y contemplar la travesía de María por el camino de la vida, acompañada por lo esencial, lo más bonito, lo más importante, que es vivir en una confianza absoluta en Dios, que la hace compartir la alegría que llevaba en su vida y saborear el sentido que tiene la vida!
La travesía de María lo es de testimonio, de consejo, de advertencia, de enseñar a no sentirnos nunca superiores a los demás. Es la travesía que nos hace volver a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes o no, es decir, si damos lo que debemos dar a los demás. María da presencia de Dios.
3. Llevemos la presencia de Dios y hagamos sentirla a quienes nos encontremos por el camino: la entrada de María en casa de Isabel y su saludo es provocador de algo nuevo, diferente. Nos lleva a descubrir, como pasó con Isabel, que María es mensajera de otros valores, de un modo de amar diferente, pues es incondicional el amor misericordioso de Dios. Y proclama que el arma que va a entregar Dios a los hombres para vivir y hacer vivir es diferente: se trata de Dios mismo, que viene y se quiere hacer presente en nuestra vida, desea conquistar nuestro corazón, igual que hizo a través de María con Isabel, a quien la presencia de Dios le hizo ver lo esencial: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Por otra parte, la presencia de Dios: «en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre»; un niño que aún no había nacido percibió la presencia de Dios. María siempre invita a llevar la presencia de Dios y hacerla sentir a todos los hombres.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid
Alfa y Omega