Los fracasos llegan. Tarde o temprano, anunciados o por sorpresa.
Tras su llegada, queda en el corazón una sensación más o menos profunda de tristeza: perdimos un amigo, un trabajo, un afecto, un proyecto.
La vida sigue su ritmo. El cielo no detiene sus pasos. La Tierra gira, mientras los pájaros buscan la comida diaria y el Sol se pasea por el horizonte.
Un corazón siente el peso del fracaso. Sobre todo, cuando descubre su miseria, cuando toca su cobardía, cuando desentraña su egoísmo atroz.
Hay momentos en los que sentimos una pena profunda. Parece que la vida no tiene sentido. Seguimos adelante, entonces, casi por inercia, quizá sin saber ni hacia dónde ni cómo.
Cuando la pena ahoga el alma, necesitamos fuerzas y luces para mirar hacia arriba. Más allá de las desilusiones y los fracasos, existe un Dios en quien podemos anclar la propia vida. Hay Alguien que nos ama, a pesar de todo, simplemente, sin condiciones: un Padre es "más Padre" cuando el hijo está más enfermo y necesitado, cuando ha sido mordido por el veneno de la derrota.
Las desilusiones no pueden extinguir el fuego de una esperanza basada en la certeza de Cristo. Si le hemos dejado entrar en nuestras vidas, si le hemos abierto las puertas del alma, quedan siempre motivos para reemprender la lucha, para avanzar hacia metas buenas, para tender la mano humilde a quien nos pide ayuda, aunque sintamos todavía el peso de la pena por las propias faltas.
Las esperanzas dan sentido a cada vida humana. Pequeñas o grandes, como recordaba el Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi, las esperanzas son el fuego interior que guía nuestros pasos y nos lanza a conquistas nuevas. También después del mayor de los fracasos: el pecado.
Dios nos espera con superdón eterno. Nos devolverá la paz del alma y nos lanzará a seguir, llenos de esperanza, en el camino misterioso de la vida humana.
P. Fernando Pascual