El Papa Francisco, que habla con
tanta claridad, se ha mostrado dolido varias veces por un mal diabólico que
arruina las relaciones humanas, las familias, las instituciones, las empresas,
los grupos... En la sociedad, y también, desgraciadamente, en la Iglesia. No es
solo el mal del cotilleo, sino un mal aún mucho peor, que es el mal de la
desinformación, la difamación y la calumnia unidos al cotilleo, también al
clerical, que no solo se contagia entre los clérigos, sino también entre los
laicos. Hay algo mucho peor que un clérigo laicizado, y es un laico
clericalizado. Y si además ese triple mal se hace en el ámbito de las
publicaciones y de las redes sociales, crece exponencialmente, tanto en su
responsabilidad moral como jurídica.
Denunciaba el Papa por un lado la
desinformación, que consiste en «decir solo la mitad que nos conviene y no la
otra mitad». En muchos casos ni siquiera hay una verdad a medias, sino que, de
cabo a rabo, se engaña, se inventa una información de principio a fin a
sabiendas de que es mentira, con el único propósito de hacer daño.
En segundo lugar está la
difamación: «Cuando una persona realmente tiene un defecto, y ha errado,
entonces contadlo... ¡Y la fama de esta persona está arruinada!». Y
la tercera es la calumnia: «Decir cosas que no son ciertas. ¡Eso es también
matar a su hermano!». Todas ellas, decía el Papa, la desinformación, la
difamación y la calumnia, «¡son pecado! ¡Este es el pecado! Esto es darle una
bofetada a Jesús en la persona de sus hijos, de sus hermanos».
Los sacerdotes somos un blanco
fácil para la desinformación, la difamación, y la calumnia. Somos personas
socialmente vulnerables. Cae sobre nosotros, por parte de la cultura
dominante, una ligera guillotina que cuelga fácilmente de cualquier esquina.
Incluso los críticos con esa misma cultura anticlerical la pueden aprovechar
cuando quieren acabar con la confianza privada y pública sobre un sacerdote.
Basta inventar algo, o insinuar algo, o decir una verdad a medias, y ese
sacerdote puede quedar herido en el desarrollo de su vocación sacerdotal para
siempre.
Siempre se puede insinuar que un
sacerdote quiere y pide cuotas de poder, aunque siguiendo la santa
recomendación de san Vicente de Paul, jamás haya «ni pedido nada ni rehusado
nada» a sus superiores. Yo no conozco a ningún sacerdote que le haya pedido a
su obispo cargo alguno. A lo sumo, le ha dado su opinión, favorable o adversa,
sobre la propuesta de un destino cuando la ha recibido.
Pero más fácil aún que esto es
insinuar que un sacerdote es un pervertido. Eso hace saltar no las
alarmas, sino los focos del interés mediático. Por un lado, no faltan
precedentes en la triste historia de los abusos en la Iglesia. Por otro, qué
mejor arma contra ella que estos escándalos, reales o ficticios. ¡Es tan fácil,
y tan barato, y tan inmediato, insinuar o hacer este tipo de calumnias! Tal vez
no haga cuenta ir uno a uno porque, para bien o para mal, no somos pocos los
sacerdotes. Pero basta con que alguien le tome inquina a un sacerdote, casi
siempre por no doblegarse ni ideológicamente ni efectivamente a sus
requerimientos interesados, y que este caiga en la tentación de calumniarlo.
Nadie va a comprobarlo. Los
enemigos de la Iglesia lo aprovecharán hasta la saciedad, y no pocos católicos
se callarán por no molestarse, y se escudarán en el «si el río suena, agua
lleva», que es el complemento perfecto a otro refrán tan mezquino como el
primero: «Miente, que algo queda».
A lo largo de mis veintiséis años
de sacerdocio he recibido de todo: desinformaciones, difamaciones y calumnias.
Y las sigo recibiendo. A veces las tres cosas en un solo día. Y por
supuesto públicamente. Sé que haber tenido responsabilidades en la presencia
eclesial en los medios de comunicación me hace más vulnerable aún a este tipo
de acoso y derribo, que, por otro lado, va inherente al sacerdocio por ser el
sacerdocio de Cristo, que es el gran injuriado, difamado y calumniado de la
historia.
Toca siempre abrazar este dolor.
Y si uno cuenta con el apoyo de muchos hermanos, sacerdotes o laicos, ese dolor
es más llevadero. El apoyo más importante, lógicamente, es el del obispo. Porque
el sacerdote para el mundo es un incomprendido, es social y culturalmente un
huérfano. Solo el obispo puede ejercer esa paternidad para con sus sacerdotes
que les rescate del pozo al que los desinformadores, difamadores y
calumniadores quieren encerrar a los sacerdotes a los que acosan. Si este
falla, que puede fallar porque también es humano, sabemos que siempre hay
alguien que nunca falla. ¡Solo Dios! Solo Él basta. Pero gracias a Dios, a mí
mi querido obispo no me falla. Además, también él, como la mayoría de los
obispos, son blancos predilectos de la desinformación, la difamación y la
calumnia. Lo que nos une sacramentalmente nos une también cotidianamente y
mediáticamente: la deshonra de la cruz.
No se crean lo que digan a la
primera de los sacerdotes, o de los obispos, no solo en general, sino sobre
fulano o mengano en particular. Tiene muchas posibilidades de que sea falso (o
parcialmente o completamente falso), y de que sea difamatorio (vamos, que
quienes lo difunden solo busquen arruinar el prestigio que tengan), y que sea
calumnioso, que a la postre es querer acabar si no física, sí moralmente con
alguien. Esa es su parte para no hacerle el juego al maligno.
¿La nuestra? Por nuestra parte,
solo nos queda una cosa, hacernos las mismas preguntas y creernos de verdad las
mismas respuestas que se hacía san Pablo: «¿Quién podrá apartarnos del amor de
Cristo? ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la
desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa
nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto
vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado». (Rom. 8, 32-38).
(Manuel María Bru, Alfa y Omega)