martes, 2 de febrero de 2016

Manuel María Bru: "Desinformación, difamación, calumnias"."Esto es darle una bofetada a Jesús", dijo el Papa

El Papa Francisco, que habla con tanta claridad, se ha mostrado dolido varias veces por un mal diabólico que arruina las relaciones humanas, las familias, las instituciones, las empresas, los grupos... En la sociedad, y también, desgraciadamente, en la Iglesia. No es solo el mal del cotilleo, sino un mal aún mucho peor, que es el mal de la desinformación, la difamación y la calumnia unidos al cotilleo, también al clerical, que no solo se contagia entre los clérigos, sino también entre los laicos. Hay algo mucho peor que un clérigo laicizado, y es un laico clericalizado. Y si además ese triple mal se hace en el ámbito de las publicaciones y de las redes sociales, crece exponencialmente, tanto en su responsabilidad moral como jurídica.

Denunciaba el Papa por un lado la desinformación, que consiste en «decir solo la mitad que nos conviene y no la otra mitad». En muchos casos ni siquiera hay una verdad a medias, sino que, de cabo a rabo, se engaña, se inventa una información de principio a fin a sabiendas de que es mentira, con el único propósito de hacer daño.

En segundo lugar está la difamación: «Cuando una persona realmente tiene un defecto, y ha errado, entonces contadlo... ¡Y la fama de esta persona está arruinada!». Y la tercera es la calumnia: «Decir cosas que no son ciertas. ¡Eso es también matar a su hermano!». Todas ellas, decía el Papa, la desinformación, la difamación y la calumnia, «¡son pecado! ¡Este es el pecado! Esto es darle una bofetada a Jesús en la persona de sus hijos, de sus hermanos».

Los sacerdotes somos un blanco fácil para la desinformación, la difamación, y la calumnia. Somos personas socialmente vulnerables. Cae sobre nosotros, por parte de la cultura dominante, una ligera guillotina que cuelga fácilmente de cualquier esquina. Incluso los críticos con esa misma cultura anticlerical la pueden aprovechar cuando quieren acabar con la confianza privada y pública sobre un sacerdote. Basta inventar algo, o insinuar algo, o decir una verdad a medias, y ese sacerdote puede quedar herido en el desarrollo de su vocación sacerdotal para siempre.

Siempre se puede insinuar que un sacerdote quiere y pide cuotas de poder, aunque siguiendo la santa recomendación de san Vicente de Paul, jamás haya «ni pedido nada ni rehusado nada» a sus superiores. Yo no conozco a ningún sacerdote que le haya pedido a su obispo cargo alguno. A lo sumo, le ha dado su opinión, favorable o adversa, sobre la propuesta de un destino cuando la ha recibido.

Pero más fácil aún que esto es insinuar que un sacerdote es un pervertido. Eso hace saltar no las alarmas, sino los focos del interés mediático. Por un lado, no faltan precedentes en la triste historia de los abusos en la Iglesia. Por otro, qué mejor arma contra ella que estos escándalos, reales o ficticios. ¡Es tan fácil, y tan barato, y tan inmediato, insinuar o hacer este tipo de calumnias! Tal vez no haga cuenta ir uno a uno porque, para bien o para mal, no somos pocos los sacerdotes. Pero basta con que alguien le tome inquina a un sacerdote, casi siempre por no doblegarse ni ideológicamente ni efectivamente a sus requerimientos interesados, y que este caiga en la tentación de calumniarlo.

Nadie va a comprobarlo. Los enemigos de la Iglesia lo aprovecharán hasta la saciedad, y no pocos católicos se callarán por no molestarse, y se escudarán en el «si el río suena, agua lleva», que es el complemento perfecto a otro refrán tan mezquino como el primero: «Miente, que algo queda».


A lo largo de mis veintiséis años de sacerdocio he recibido de todo: desinformaciones, difamaciones y calumnias. Y las sigo recibiendo. A veces las tres cosas en un solo día. Y por supuesto públicamente. Sé que haber tenido responsabilidades en la presencia eclesial en los medios de comunicación me hace más vulnerable aún a este tipo de acoso y derribo, que, por otro lado, va inherente al sacerdocio por ser el sacerdocio de Cristo, que es el gran injuriado, difamado y calumniado de la historia.

Toca siempre abrazar este dolor. Y si uno cuenta con el apoyo de muchos hermanos, sacerdotes o laicos, ese dolor es más llevadero. El apoyo más importante, lógicamente, es el del obispo. Porque el sacerdote para el mundo es un incomprendido, es social y culturalmente un huérfano. Solo el obispo puede ejercer esa paternidad para con sus sacerdotes que les rescate del pozo al que los desinformadores, difamadores y calumniadores quieren encerrar a los sacerdotes a los que acosan. Si este falla, que puede fallar porque también es humano, sabemos que siempre hay alguien que nunca falla. ¡Solo Dios! Solo Él basta. Pero gracias a Dios, a mí mi querido obispo no me falla. Además, también él, como la mayoría de los obispos, son blancos predilectos de la desinformación, la difamación y la calumnia. Lo que nos une sacramentalmente nos une también cotidianamente y mediáticamente: la deshonra de la cruz.
No se crean lo que digan a la primera de los sacerdotes, o de los obispos, no solo en general, sino sobre fulano o mengano en particular. Tiene muchas posibilidades de que sea falso (o parcialmente o completamente falso), y de que sea difamatorio (vamos, que quienes lo difunden solo busquen arruinar el prestigio que tengan), y que sea calumnioso, que a la postre es querer acabar si no física, sí moralmente con alguien. Esa es su parte para no hacerle el juego al maligno.
¿La nuestra? Por nuestra parte, solo nos queda una cosa, hacernos las mismas preguntas y creernos de verdad las mismas respuestas que se hacía san Pablo: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado». (Rom. 8, 32-38).

(Manuel María Bru, Alfa y Omega)

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