domingo, 16 de octubre de 2016

16 de octubre: santa Margarita María de Alacoque, virgen


Durante el reinado de Luis XIV, rey que adelantó su mayoría de edad y comenzó a reinar con 14 años, en un convento de Francia, se gestó por la monja Margarita María la reacción a la demoledora obra del libro Augustinus escrito por el holandés obispo de Yprès que propició una auténtica revolución contra la piedad cristiana y la obediencia al Papa.
El obispo se llamaba Cornelio Jansenio; murió en 1638; su principal obra Augustinus se publicó dos años después de su muerte y se condenó el 31 de mayo de 1653. Murió arrepentido de sus errores y en el seno de la Iglesia, pero la muerte había impedido su retractación pública. El contenido de su pensamiento era que Dios no había querido tanto a los hombres como para morir por todos ellos, presentándolo frío, lejano, impasible ante la conducta buena o mala de los hombres que obran el bien o el mal de modo irresistible; un juez más que un padre. Las consecuencias para la piedad cristiana fueron desastrosas: desde el desprecio de la oración hasta el olvido práctico de los sacramentos.
Margarita nació en Lauthecourt el 22 de julio de 1647. Estudió interna en las clarisas de Charolles; enfermó y atribuyó a la Virgen María su milagrosa curación de una parálisis. Pasa una juventud llena de vitalidad, amante del bullicio, con abundante vida social y hambrienta de afectos. Con veintidós años y después de comulgar tomó la decisión de hacerse religiosa. Lo comunica a su familia con el ruego añadido de que se ocupen de desilusionar a los pretendientes; el obispo aprueba la decisión y le permite que añada el nombre de María al suyo propio.
Ingresa en el monasterio de las salesas en Paray-le-Monial el 25 de mayo de 1671; profesa en la Orden de la Visitación de Nuestra Señora el 6 de noviembre del 1672. Se distingue muy pronto por su amor a Jesucristo en la Eucaristía; en los años 1673-1674 tuvo visiones de Cristo, que le mostraba su compasivo y sangrante corazón, abismo insondable de amor a los hombres, que fundamentan la devoción católica del Sagrado Corazón de Jesús.
Entiende Margarita que esa comunicación privada es un querer divino no solo para ella. Lo expone a la superiora y a las autoridades eclesiásticas competentes a las que resulta tan extraño todo el asunto que la mandan examinar por «personas doctas»; el resultado fue que la tratan de visionaria, indican la prohibición de esos gustos tan fuera de lugar y mandan que le den de comer sopas. A partir de este momento, parte de su cruz será obedecer y permanecer en sus deseos. Solo el padre Claudio de la Colombière, que ha llegado como superior a la casa que en la ciudad tienen los jesuitas, la entenderá y la animará, cuando le abra el alma en unos ejercicios espirituales que predicó a las salesas.
Exteriormente, Margarita es una hermana en la que se puede confiar; monja de apariencia gris, siempre enferma, muy tímida, algo medrosa pero apta para cualquier trabajo que se le encomienda. Fue enfermera, profesora de las alumnas de familias distinguidas que vivían en el colegio, maestra de novicias, y propuesta para superiora.
La octava del Corpus Christi del 1675 tiene una aparición del Sagrado Corazón de Jesús que le dice: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y, en cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes por sus irreverencias, sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es todavía más sensible es que obren así hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por esto te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta especial para honrar a mi Corazón, comulgando en ese día y reparando las ofensas que he recibido en el augusto sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abundancia las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este homenaje y trabajen en propagar aquella práctica».
Después de la experiencia tenida, no deja de promover la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con todos los medios que tiene a su alcance: por carta, persona a persona, refiriendo gracias, favores y carismas, distribuyendo pequeñas estampillas, escribiendo al capellán del rey Luis XIV para pedirle que le consagre su persona, su familia y su palacio. Intenta y consigue la aprobación para celebrar la Misa del Sagrado Corazón. Comunica el querer de Dios de modo especial a las monjas y a los sacerdotes. La devoción sale de Paray-le-Monial a las comunidades de salesas en Dijon, Moulins, Saumur; luego, Lyon y Marsella; después, Europa y América. El resultado de esta actividad es una explosión de fervor y un deseo de buscar la santidad. No lo consiguió sin obstáculos enconados por quienes estaban inficionados de jansenismo y por los que consideraban innecesaria una nueva práctica de piedad.
La devoción al Corazón de Jesús que propaga Margarita no es un chorreón de sentimientos ni está apoyada en emotividades tan dulzonas como pasajeras. Ella entiende que el amor a Jesucristo sufriente en el Huerto ha de expresarse en acompañar, expiar y reparar las ofensas de todos los tiempos; es participar en el dolor, angustia, soledad y abandono que sufrió Jesús por los pecados de la humanidad. Se resuelve en deseos de fidelidad y de purificación personal, en búsqueda continua de la Eucaristía para acompañarle, en deseos vivos de comunión, y en la necesidad de vivir muriendo hecha pedazos por glorificar a Dios y salvar a los hombres, contrarrestando la obra destructora del pecado. Por eso su mensaje al mundo cristiano son prácticas sencillas, firmes, llenas de fe, al alcance de cualquiera: Misa, comuniones frecuentes, visitas, oración y horas santas.
Murió el 17 de octubre del 1690.


El papa Benedicto XV la canonizó el 13 de mayo de 1920. En la bula de canonización se hace mención explícita de la promesa de la perseverancia final a quienes comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos.
Alfa Y Omega

EL PODER DE LA ORACIÓN



El papa Francisco ha dirigido a las monjas de clausura un documento en el que cita precisamente el texto del libro del Éxodo que hoy se proclama, para avalar el sentido de la vida de oración y la fuerza intercesora que tiene quien se dedica de por vida a rogar por los demás.
Conocemos como texto ejemplar la descripción de la victoria que consigue el pueblo de Dios, como efecto de la oración de Moisés con sus brazos levantados en alto, suplicantes.
En el Evangelio, Jesús pone un ejemplo que le compromete, pues compara la justicia del juez inicuo con la justicia divina, y emplea este argumento tan contundente: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”.
¡Cómo se agradece en momentos de necesidad que alguien te asegure que reza por ti! Y ¡cómo se acude a la intercesión de los santos, de la Virgen María, del Señor, en circunstancias dolorosas, de apuro, enfermedad o crisis!
La oración por los demás es una obra de misericordia, y cuando se hace con fe, tiene una fuerza que mueve montañas. Es un privilegio contar con la comunión de los santos, con el caudal de gracia que nos llega de manera anónima, por la oración de muchos que de forma gratuita y permanente rezan por todos.
Hay una expresión de Jesús en el Evangelio que nos interpela: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”
En un mundo pragmático, cientifista, positivista, que valora lo visible y demostrable, cabe que la propuesta de la eficacia de la oración se vea erosionada por la falta de fe en ella.
Hoy se nos interpela sobre nuestra vida teologal, sobre nuestra relación con Dios. No solo por la eficacia de la oración, sino porque de ella depende la vitalidad de la fe. Si no hay fe en la oración, tampoco hay fe en Dios. La oración es la respiración de la fe. Si no hay relación con Dios, es difícil demostrar que en verdad se cree en Él.
Jesús pronuncia verdaderos axiomas sobre la oración, y uno de ellos lo escuchamos este domingo, pues la razón de la parábola es la recomendación principal: “Orar siempre sin desanimarse”.
Ángel Moreno de Buenafuente

El clamor de los que sufren


La parábola de la viuda y el juez sin escrúpulos es, como tantos otros, un relato abierto que puede suscitar en los oyentes diferentes resonancias. Según Lucas, es una llamada a orar sin desanimarse, pero es también una invitación a confiar en que Dios hará justicia a quienes le gritan día y noche. ¿Qué resonancia puede tener hoy en nosotros este relato dramático que nos recuerda a tantas víctimas abandonadas injustamente a su suerte?
En la tradición bíblica la viuda es símbolo por excelencia de la persona que vive sola y desamparada. Esta mujer no tiene marido ni hijos que la defiendan. No cuenta con apoyos ni recomendaciones. Solo tiene adversarios que abusan de ella, y un juez sin religión ni conciencia al que no le importa el sufrimiento de nadie.
Lo que pide la mujer no es un capricho. Solo reclama justicia. Esta es su protesta repetida con firmeza ante el juez: «Hazme justicia». Su petición es la de todos los oprimidos injustamente. Un grito que está en la línea de lo que decía Jesús a los suyos: «Buscad el reino de Dios y su justicia».
Es cierto que Dios tiene la última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche. Esta es la esperanza que ha encendido en nosotros Cristo, resucitado por el Padre de una muerte injusta. Pero, mientras llega esa hora, el clamor de quienes viven gritando sin que nadie escuche su grito, no cesa.
Para una gran mayoría de la humanidad la vida es una interminable noche de espera. Las religiones predican salvación. El cristianismo proclama la victoria del Amor de Dios encarnado en Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos solo experimentan la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios. Y, muchas veces, somos los mismos creyentes quienes ocultamos su rostro de Padre velándolo con nuestro egoísmo religioso.
¿Por qué nuestra comunicación con Dios no nos hace escuchar por fin el clamor de los que sufren injustamente y nos gritan de mil formas: «Hacednos justicia»? Si, al orar, nos encontramos de verdad con Dios, ¿cómo no somos capaces de escuchar con más fuerza las exigencias de justicia que llegan hasta su corazón de Padre?
La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses, sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Y si orar fuese precisamente olvidarnos de nosotros y buscar con Dios un mundo más justo para todos?
José Antonio Pagola

Comentario del Evangelio según san Lucas (18,1-8) por el Papa Francisco





“Queridos hermanos y hermanas:


En el Evangelio de hoy Jesús relata una parábola sobre la necesidad de orar siempre, sin cansarnos. La protagonista es una viuda que, a fuerza de suplicar a un juez deshonesto, logra que se le haga justicia en su favor. Y Jesús concluye: si la viuda logró convencer a ese juez, ¿pensáis que Dios no nos escucha a nosotros, si le pedimos con insistencia? 

La expresión de Jesús es muy fuerte: «Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?» (Lc 18, 7).

«Clamar día y noche» a Dios. Nos impresiona esta imagen de la oración. Pero preguntémonos: ¿por qué Dios quiere esto? ¿No conoce Él ya nuestras necesidades? ¿Qué sentido tiene «insistir» con Dios?

Esta es una buena pregunta, que nos hace profundizar en un aspecto muy importante de la fe: Dios nos invita a orar con insistencia no porque no sabe lo que necesitamos, o porque no nos escucha. Al contrario, Él escucha siempre y conoce todo sobre nosotros, con amor. 

En nuestro camino cotidiano, especialmente en las dificultades, en la lucha contra el mal fuera y dentro de nosotros, el Señor no está lejos, está a nuestro lado; nosotros luchamos con Él a nuestro lado, y nuestra arma es precisamente la oración, que nos hace sentir su presencia junto a nosotros, su misericordia, también su ayuda. 

Pero la lucha contra el mal es dura y larga, requiere paciencia y resistencia —como Moisés, que debía tener los brazos levantados para que su pueblo pudiera vencer (cf. Ex 17, 8-13). Es así: hay una lucha que conducir cada día; pero Dios es nuestro aliado, la fe en Él es nuestra fuerza, y la oración es la expresión de esta fe. 

Por ello Jesús nos asegura la victoria, pero al final se pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Si se apaga la fe, se apaga la oración, y nosotros caminamos en la oscuridad, nos extraviamos en el camino de la vida.

Por lo tanto, aprendamos de la viuda del Evangelio a orar siempre, sin cansarnos. ¡Era valiente esta viuda! Sabía luchar por sus hijos. Pienso en muchas mujeres que luchan por su familia, que rezan, que no se cansan nunca. Un recuerdo hoy, de todos nosotros, para estas mujeres que, con su actitud, nos dan un auténtico testimonio de fe, de valor, un modelo de oración. ¡Un recuerdo para ellas! 

Rezar siempre, pero no para convencer al Señor a fuerza de palabras. Él conoce mejor que nosotros aquello que necesitamos. La oración perseverante es más bien expresión de la fe en un Dios que nos llama a combatir con Él, cada día, en cada momento, para vencer el mal con el bien.
(Papa Francisco, Ángelus del 20-10-2013)

ORAR SIEMPRE SIN DESANIMARSE



Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,1-8):

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

«En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: "Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario".

Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: "Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme".»

Y el Señor dijo: «Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar?

Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?»

Palabra del Señor